«El transporte urbano y público no tuvo siempre un carril a su disposición porque no le hacía falta: la ciudad entera estaba sujeta a sus dominios». Son palabras del escritor Alfons Cervera, extraídas del libreto «Aproximación a la historia del transporte colectivo de la ciudad de Valencia», de Ignacio J. Llopis, publicado en 2006 a raíz de una exposición del mismo título. Y a su vez, la frase que mejor define la muestra «El tranvía eléctrico 1900-1970», que se puede visitar en La Beneficència hasta el 11 de enero.
Pasear por el patio del centro cultural es como subirse a un DeLorean al que le han sustituido el cambio de marchas por las bridas que dirigen a un burro. Un viaje al pasado en toda regla. Puede que la celeridad con que suceden los acontecimientos nos haya hecho olvidar la importancia del transporte público en una ciudad, no ya como generador de movimiento y por facilitar el traslado de los ciudadanos, sino tambien por su papel clave en el desarrollo comercial de las urbes. Por eso, resultan tremendamente esclarecedores los sucesivos planos antiguos que aparecen en la exposición para entender cómo fue creciendo Valencia y qué barrios gozaban de mejor servicio.
Las fotografías que se han incluido en la muestra también ayudan a entender cómo ha ido evolucionando la ciudad y, sobre todo, la importancia que tuvo el tranvía en esos años. Las instantáneas, principalmente, del gran Finezas son un documento indispensable para vivir en primera persona (o recordar, según la edad de cada uno) la realidad de entonces. Es el aspecto visual de la muestra uno de sus grandes aciertos. Quedarse anonadado ante el tranvía aéreo de la Exposición Regional Valenciana de 1909; olvidarse del tiempo ante la imagen (de 1952, del archivo de José Huguet) que recoge el tráfico urbano frente a la Estación del Norte y la Plaza de Toros y que muestra una ciudad tremendamente moderna; creer que se trata de un truco óptico ese tranvía que circula por una calle lateral del Miguelete; sentir envidia por no haber podido visitar, a pie de calle, la falla que se plantó en 1928, en la Plaza Mariano Benlliure, con una libélula gigante apoyada sobre, como no, un tranvía; o buscar la firma del profesor Franz de Copenhague en ese invento híbrido que fue el trolebús.
Pero, sin duda, la gran estrella de la exposición es el tranvía 407, construído en 1946 y restaurado recientemente. Ver el estado en que se encontraba en uno de los paneles informativos convierte el asunto en una proeza, sobre todo si se tiene en cuenta que durante años fue utilizado como criadero de pájaros. Poder acceder a su interior es la mejor de las maneras de entender todo lo visto previamente en la muestra. Ese cartel que avisa del cuidado que hay que tener con los rateros o la arena utilizada como freno de urgencia por los conductores, se convierten en pequeños detalles que uno va descubriendo en este viaje sin prisas ni destino para el que nunca hay momento de solicitar la parada.