¿Qué quedará de nosotros cuando nuestras casas ya no estén? Frente al borrado séptico del tejido local y la turistificación acelerada, los solares de València se convierten en cartografía de los restos, de los espacios que pueden ser habitados. Aún nos queda la necesidad urgente de ocupar cada rincón.

A veces pienso que no estamos tan lejos de que caminar por la calle deje de ser gratis; que puede llegar el momento en el que se nos exija de cierta retribución a cambio de hacer uso de asfalto y adoquín. Está claro que, en cierto modo, los impuestos son ese pago por ocupar el espacio público; pero voy más allá: imaginad un peaje de pie, una especie de dispositivo de minutaje controlado. ¿Se establecería el mismo valor para todas las calles de València? ¿Sería más caro un minuto paseado por Cánovas que uno por La Saïdia? ¿La velocidad del paseo influiría también en el juego? E incluso, ¿pagaríamos todos los usuarios la misma cuantía? Me parece interesante que, aunque esto no sea una futura realidad —o al menos aparentemente—, las respuestas parezcan tan claras. Mientras tanto, y hasta que esto suceda —dios y la alcaldesa (sobre todo la alcaldesa) no lo quieran—, seguiré usando el paseo como un acto antiproducente, un pequeño gesto de rebelión frente al turbocapitalismo que nos acompaña desde que sale el sol hasta que se pone por detrás de la Fe nueva. Me desplazo para mirar cosas, sin más pretensión. O al menos, lo intento.

Y también para descubrir otras. Como que hace unos días me enteré de que la Librería Izquierdo había cerrado. Y de que sucedió hace un par de meses, de hecho. No es que no haya pasado por el centro desde entonces; todo lo contrario, hace ya tiempo que ando intentando reapropiarme de él. Habitarlo de nuevo, como un ejercicio personal frente a los grupos de guiris en bici que te atropellan a la mínima y sin miramientos. Intentar sacar todo el jugo-que-sea-que-le-quede después de que el espacio urbano se exprima hasta no dar más de sí. No es tarea fácil, pero aún se pueden encontrar cervezas no demasiado caras por sus calles, pero es de mal gusto que un mago revele sus trucos, espero que lo entiendan. He estado en el centro entonces, pero en lugar de transitar chaflanes como el de Àngel Guimerà con la Gran Vía Ferran el Catòlic, he preferido buscar otros caminos. Y lo que ha sucedido es que, mientras tanto, la vida ha pasado —sorpresa—; y locales que llevaban ahí más tiempo que el asfalto han bajado sus persianas.

Esta desaparición del tejido local, que está tan en el punto de mira —algo más que necesario—, no es el único desvanecimiento que me preocupa. Del mismo modo que desaparecen los comercios locales debido a la gentrificación de los barrios y a la ausencia de políticas públicas que protejan el derecho a la ciudad, algún día sucederá lo mismo con nuestras casas. Y cuando esto suceda, no quedará nada. Lo que quiero decir es que el pladur y el contrachapado se volatilizarán, y en el lugar donde —más pronto que tarde y apoyado por veloces planes urbanísticos— aparecerá un nuevo hostel, no quedará ninguna huella de una vida pasada. Un reluciente hostel, de un reluciente blanco y negro.

Será un solar como los que describe Alana S. Portero en La mala costumbre: «Mellas en las hileras de viviendas, [que] si hubiéramos podido mirarlas desde lo alto, le dan al pavimento un aspecto de encía enferma, como si enormes dientes hubieran sido arrancados aquí y allá, sin lógica alguna, y solo dejasen detrás una infección incurable y un vacío grumoso». Pero en lugar de afectar al barrio de San Blas en Madrid, la enfermedad será viralmente propagada por toda la ciudad. Los solares serán espacios en los que, por un corto periodo de tiempo, tan solo habrá escombros; ningún resquicio que aluda a una posible vida anterior. ¿Qué quedará de nosotros cuando nuestras casas ya no estén ahí?

Breve inciso; mientras caminaba por el Carmen la otra tarde para acabar de tomar las fotos que necesitaba, al pasar por delante del solar del Carrer de Balmes, una vecina me vio detenerme y mirar. Nada nuevo en su día a día, supongo. Con la confianza que da saberse parte de un lugar, se acercó y me dijo: «Esta mañana han sacado a una mujer muerta de aquí. Era joven. Vaya lástima». Limpieza séptica de solares, vacío de un pasado.

Sin saberlo, esta no-huella también marca un antes y un después en el entorno. Nuestra manera fantasma-económica de habitar tiene como consecuencia una gran diferencia con respecto al paisaje de muchos de los solares actuales de València. En un ejercicio de observación —y mira que pretendía que los paseos fuesen improductivos—, he estado fijándome en los trozos de azulejos que se aprecian en casi todos los solares abandonados de la ciudad; azulejos que en su día reforzaron las paredes de cocinas, baños e incluso salones de los hogares a los que pertenecieron. Metros cuadrados suspendidos en el aire que sirven como plano-ausente de lo que en su día fue una casa. Llevo tiempo fijándome en ellos, mapeando sus ubicaciones y prestándoles atención. En su mayoría se encuentran en Ciutat Vella, fruto de demoliciones e intentos de reubicación de familias que, tras cambios en el planeamiento del uso y el trazado, han quedado en el limbo de nunca llegar a ejecutarse. Al final, los intereses especulativos prevalecen sobre la recuperación residencial. Otra sorpresa.

Ahora me doy cuenta de que lo que me llama la atención es la comparación con el presente, pues de nuestras paredes demolidas no podrá advertirse dónde estuvo antaño el salón. Y pienso entonces en la frase de Alejandro Zambra: «Si había algo que aprender, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre.» Lamentablemente, la especulación corre más que nosotros, y en el transcurso desde que comencé a gestar la idea de escribir sobre esto a ayer, me he encontrado con que algunos de los solares ya se encuentran en un proceso más avanzado de su supuesta “rehabilitación”. ¿Qué es “rehabitar” entonces? Planes activados, turboaprovechamiento del suelo. La arqueología del hogar perderá sentido, y un nuevo hostel brotará de la noche a la mañana sin cubrir —aparentemente— ninguna historia. Cubriendo, eso sí, de sombra los edificios de alrededor. Vaya desfachatez.

Desde que pienso que vamos a dejar una no-huella, he sentido la necesidad —¿desmesurada?— de querer habitarlo todo. Me gustaría tener la certeza de que, el día que mi casa no exista, he estado en todos sus rincones. Azahara Alonso ya hablaba del ansia de habitar en El Gozo, aludiendo a Peter Handke: «Hay que encontrar, dentro de la casa, ese ángulo en el que no se había reparado, y en el que incluso se puede habitar». Habla de cómo esta necesidad «multiplica por dentro» las dimensiones del hogar, pues las posibilidades son mucho mayores que cuando se hace un uso estándar de este. Pienso en ese rincón en el que siempre me fijo encima del sofá, una esquina a la que le empieza a dar el sol a mitad de la tarde; en cómo ese momento varía la hora en función de la estación. La arquitecta Natalia Mayordomo habla en el episodio El toldo verde de Ciberlocutorio de este sentimiento: «Mi lugar favorito de la casa es el salón, un rincón muy específico del salón. La ciencia dice que la primavera empieza en marzo, pero no para mí. La orientación de mi casa hace que pase todo el invierno a oscuras hasta mitad de abril. En ese momento celebramos el primer fotón que toca la baldosa de ese metro cuadrado, como si fuese el nacimiento de Venus. […] Es un acontecimiento que sé que dura apenas medio año. Lo disfruto. Me hace ser consciente del paso del tiempo».

Frente a este correr, quiero saber que he pisado todos los centímetros del suelo que es mi suelo, y que un día ya no estará. ¿Alguna vez he estado de pie sobre la esquina de detrás de la puerta de la entrada? Arquitectura también es esto, igual que lo es nuestra manera de habitar. Igual que lo son los solares con trozos de azulejos.

Definitivamente, me preocupa la idea de ocupar el espacio. Habitar un lugar contribuye a construir una identidad, y las identidades son un logro colectivo. Nuestro logro, por lo tanto, debería ser el de haber sabido ocupar todos los espacios antes de que desaparezcan por completo. ¿Qué pasará el día que habitar las calles deje de ser gratis? ¿Qué arqueología se hará de las astillas recubiertas de contrachapado lacado en blanco? ¿Cómo sabrán las futuras vecinas dónde estaba ubicado nuestro cuarto de baño?