Las cosas claras y el chocolate espeso, que decía mi madre. Admiro y envidio a los ilustradores. Me pasa como con los músicos. Se ve que tiendo a venerar a todo aquel que sabe hacer lo que yo me veo incapaz. Por eso me acerco a la primera jornada de Ilustrafic (I Congreso Internacional de Ilustración, Arte y Cultura Visual) con ilusión, como si estando entre esos artistas se me pegara algo. Llego demasiado puntual. Una Coca-cola y un Donuts, en el bar de Bellas Artes, y mientras trasteo con el móvil, voy fijando la vista en las mesas contiguas. En la más cercana hay un chico que me mira con descaro. Diez segundos después, descubro que a mi izquierda, algo alejada, está Paula Bonet y que ella es el objetivo del muchacho. Delante, dos jovencillos comparten anécdotas de noches en coches parados por la guardia civil, mientras dan buena cuenta de sendas litronas. A la derecha una pareja lía un cigarrillo como si estuvieran haciendo una película de Tarkovski. Podría estar toda la vida allí sentado, pero son las 11’00h y a esa hora nos han convocado para recoger las acreditaciones de prensa.
Entro justo para ver el final de la ponencia de Julio Blasco. Proyecta un vídeo. Un vídeo con música de ¡¡¡ Jens Lekman !!!. Ilustradores y músicos otra vez. Aplaudo y reprimo los gritos de «¡Otra! ¡Otra!» que mi cerebro ordena a mis cuerdas vocales. Hora del almuerzo. Benditas redes sociales que hacen que me sienta menos solo en esos tiempos muertos.
Paula Bonet es la siguiente. Me gusta el trabajo de Paula Bonet. Cierto es que su obra está muy expuesta últimamente, pero entiendo que aproveche la buena racha. Sobre todo porque no acaba afectando a la calidad final. Por otro lado, me resultan simpáticas algunas parodias que se hacen de ella. Su intervención va a seguir un orden cronológico. Empieza hablando de sus 10 años dedicados al oleo. Buscando historias y mensajes que no conseguía. Sólo personajes apáticos y lánguidos, «perfectos para describir el silencio». Fusiona cuadros como Gerhard Richter, pero nada. Añade más personajes y secuencias, pero nada. Juega con la tipografía, pero nada. «El resultado es demasiado kistch para ser cool». Algún rumorcillo mal intencionado al oír «cool». Paula repite la frase, pero cambia el final, como si la anterior se le hubiera escapado a la protagonista de alguno de sus cuadros.
Unos dibujos, hechos sin ninguna pretensión, le acabaron dando lo que le negaba el oleo. Marañas de hilos y manchas rojas. Los firma y los sube a las redes sociales y el camino se abre de par en par. Acaba dejando la docencia, cambiando Ruzafa por Barcelona y dedicándose todo el día (y más) a ilustrar. Recalca que encontró su estilo por azar, sin buscarlo. Apareció solo. Ahora se acumulan los proyectos. Cuatro libros en la mochila; una futura exposición a medias con el fotógrafo valenciano (que vive en Nueva York) Mariano García; y el que me deja con una sonrisa tontuna en los labios: una historia audiovisual (sin fecha) con Joan Miquel Oliver. Un planning soñado para alguien que disfruta colaborando con gente de su misma u otras actividades artísticas.
Nate Williams cierra las conferencias matinales. Empieza a hablar en inglés y unos cuantos dejamos retratada nuestra poca afluencia a eventos de este tipo. Los cascos de la entrada estaban para algo y no eran para escuchar el disco perdido de Prefab Sprout. Su discurso, como su obra, es arrollador. En dos minutos cuenta la ocupación que tenía en Microsoft, que su mujer murió de cancer y que él abandonó su trabajo, vendió su casa y se puso a viajar. «Soy zurdo y disléxico». Cuando aún estas asimilando su última frase, ya ha soltado seis más. Y todas son interesantes. Como esos dibujos que tanto me recuerdan a los de James Flora.
Williams derriba con dos sentencias el romanticismos de esta profesión. Tiene claro que es un trabajo y como tal, hay que vivir de él. Por eso recomienda que a la hora de invertir tiempo en un proyecto hay que valorar el beneficio que se va a obtener y en función de eso dedicarle mayor o menor esfuerzo. Parece una obviedad, pero a veces se olvidan esos detalles. Y no es sólo una patología de los ilustradores. También aconseja adquirir la suficiente destreza técnica para optimizar y trabajar más deprisa. Como colofón, apunta la necesidad del networking y estar conectado a redes sociales y demás maravillas de la técnica.
Sin embargo, esta concepción (tan necesaria, no nos engañemos) de su trabajo no significa que no le apasione. De hecho reivindica el juego como punto de partida del proceso creativo. Le encanta ponerse en la piel de un niño. Jugar sin ninguna intención concreta para aprender, probar cosas y ver lo que encuentra. Fruto de eso es que su obra se encuentre en revistas, chapas, almohadones, carteles o un autobús que hacía de biblioteca movil en zonas desfavorecidas.
Su charla es un curso acelerado de creación artística. Apunten. Lección 1: las semillas del proceso creativo son la curiosidad, la creatividad y el descubrimiento. Lección 2: Hay que alimentar el subconsciente para crear, así que a viajar por el mundo con los ojos muy abiertos y con la capacidad de sorprenderse a tope. Lección 3: las ideas salen en los momentos más inoportunos, hay que tener, pues, unos cuadernos para bocetos (menciona Evernote) para evitar que se las lleve por delante un golpe de cisterna. Lección 4: las ilustraciones son ideas y sentimientos, sin límites de edad, idioma o tiempo. Lección 5: hay que tener un estilo coherente, sin que ello signifique que no se puedan tener varios (Williams muta en Alexander Blue cuando se trata de dibujos para los más pequeños).
Habla de una web para jugar con las letras; de otra para ir recogiendo nuestros estados de ánimo; de una tercera para que los niños se lo pasen pipa dibujando; de inventar tipografías mientras espera el bus; de hacer ejercicio para despejar la mente; de su tienda llamada Hola Amiga; y de tropecientas cosas más, siempre desde una perspectiva lúdica y de juego. Jugar. Jugar. Jugar. Es el mantra que repite.
Un entusiasmo que acaba resultando contagioso. Porque si alguno de los presentes no salió con ganas de empezar algún proyecto, que se tome el pulso, porque seguramente estará muerto.