Adoro los bares y las cafeterías. Muchas páginas de la historia de una ciudad se escriben allí. Y no me estoy refiriendo a la típica imagen del juntaletras bohemio, con guantes rotos, un café con leche y hojas y hojas llenas de adjetivos y sustantivos. No. Hablo del devenir de un lugar. Puede que exagere, pero mi afición y cariño por la historia en minúsculas me puede. Siento impotencia cuando veo que uno de esos locales ha cerrado, cambiado de dueño o convertido en otro negocio, sin que nadie haya recogido su testimonio, quedando condenado al olvido. No daré la brasa otra vez con la infinidad de recursos que no se explotan en Valencia para atraer turistas (o para que el propio ciudadano conozca mejor sus calles), pero una placa, una ruta o una rehabilitación con criterio, conseguirían que nuestra ciudad brillara más. No tengo ninguna duda.
He elegido cuatro cafés (en realidad, uno era un bar) que ya no existen por la razón por las que los traigo aquí. Cuatro lugares donde, en algún momento, ocurrió algo en lo que me gusta recrearme al pasar por donde estaban. Por supuesto, hay más, con sus propias historias, así que por fin puedo decir aquello de «no están todos los que son, pero sí son todos los que están».
Pastelería Champagne Bar
La Bajada de San Francisco fue una calle que desapareció cuando la actual Plaza del Ayuntamiento (entonces de Emilio Castelar) se amplió en 1929. Reconozco que me cuesta identificar vías que han desaparecido en mapas antiguos. Por mucho que lea que nacía en el punto donde convergen, hoy en día, San Vicente y María Cristina o que discurría paralelamente al Pasaje Ripalda y Barcelonina, hasta que no encuentro una foto en el imprescindible blog «La Valencia desaparecida», de Ángel Martínez (Verlanga tiene una cita pendiente con él a propósito del libro que ha editado basado en su bitácora), en la que se reproduce el lugar exacto que ocupaba, no consigo situarme.
Era una calle bulliciosa, llena de negocios y gente, uno de los puntos neurálgicos de la ciudad, que sufrío varios atentados en algunos de sus locales. Allí abrieron el Horno San Francisco (después Postre Martí) los abuelos maternos de Luis García Berlanga, y aunque esto sería suficiente excusa (puesto que nos llamamos como nos llamamos) para hablar de esa vía, el motivo real es la Pastelería Champagne Bar, lo que hoy conocemos como una cafetería, vamos.
Aquel local fue decorado por Enrique Pertegás Ferrer (1884-1962), un artista valenciano que no ha gozado de la fama que merece, tal vez por lo empeñados que andamos en exprimir el legado de Sorolla. Amigo íntimo de Blasco Ibañez, fue pintor escenógrafo; cartelista de toros; dibujante en Las Provincias, La Voz de Valencia o El Pueblo y diversas revistas satíricas; ilustrador, portadista y autor de tebeos; miembro de La Traca, donde firmaba con el seudónimo Marqués de Sade y pintor. En casi todos esos trabajos dejó patente su querencia por el desnudo femenino, especialmente en su serie «Valencia mía» a la que pertenece la imagen inferior. No he podido localizar ningún interior del Champagne para comprobar la dimensión de su trabajo. Habrá que conformarse con la imagen del logo, elegante, pero sin escatimar en sensualidad, y en imaginar lo moderna y efervescente que era esta ciudad hace un siglo.
Ideal Room
Allá donde se unen la calle de la Paz y la calle Comedias hubo una vez un café que tuvo por clientes a Ernest Hemnigway, John Dos Passos, André Malraux, Tristan Tzara, Josep Renau, Max Aub, Miguel Hernández o Rafael Alberti, entre otros. Hay quien apunta que la gran Dorothy Parker también pudo haberse tomado algún combinado en sus mesas. Hablo del Ideal Room y de principios del siglo pasado. Parece ser que Nicolás Franco, hermano del que años después sometería a España a 40 años de dictadura, era asiduo. Pero si por algo despierta en mí la curiosidad es, por supuesto, por el primer grupo. Solo fantasear con el ambiente, las tertulias, el aroma cultural, la posibilidad de cruzarte con el autor de «Manhattan Transfer», las historias que fueron y no fueron entre aquellas cuatro paredes, provocan que se me erice la piel.
Y como no solo de cultura vive el hombre, en su parte trasera se celebraban timbas de póquer en las que cuesta imaginar que no participara Hemingway. Hoy en día es un bajo en alquiler. El último negocio fue una corsetería que mantuvo parte de la decoración original. Me acerco al escaparate y miro en su interior. No hay que ser Julio Verne para que a uno se le llene la cabeza de ruidos, conversaciones e ir y venir de gentes. Pasmado ante aquel pedazo de historia veo casi hasta el humo de cigarrillos y puros, las risas cómplices y burlonas, los argumentos de novelas confesados con toda la precaución del mundo. Ni todas las Copa América y Fórmula 1 que se puedan presentir, ni aunque nos visitará cada mes el Papa, conseguirían la proyección internacional que nos regalaría este pequeño rincón bien administrado.
Cafetería San Patricio
Hay que hacer verdaderos equilibrios mentales, y poco menos que un cuadruple salto mortal neuronal, para fabular que uno ve a Joan Fuster y a Josep Lluís Bausset entrando en lo que hoy es San Patricio, antes una cafetería, y ahora un local de hamburguesas, perritos calientes y cerveza como bien reza el cartel de la puerta. Situada en el número 3 de la Plaza del Ayuntamiento fue, en sus tiempos, uno de los lugares que acogió la tertulia del dilluns que la pareja mencionada creó casi sin darse cuenta.
Los lunes era el día que la Sociedad Filarmónica celebraba su concierto semanal al que ambos asistían (Fuster desde Sueca y Bausset desde l’Alcudia). Antes quedaban a tomar un café y a charlar. Y fueron esas informales conversaciones las que acabarían mutando en la reconocida tertulia. Primero fue en el local del Club Universitario del SEU (relativamente cerca de donde estuvo ubicado el Ideal Room) y luego en las cafeterías Oeste, Oltra y San Patricio. Vicent Andrés Estellés, Joan Reglà, Miquel Dolç, Enric Tàrrega, Raimon, Manuel Sanchis Guarner o Vicent Ventura (se dice que Josep Pla estuvo alguna vez presente) fueron algunos de los que participaron en ella. Ahora, se celebra en la Societat Coral del Micalet.
Dudo en entrar a San Patricio, pero al final gana la curiosidad. El hecho de que siga en pie juega su favor. La chica de la barra ignora las cosas que le pregunto y llama a un camarero veterano. Este me cuenta que antes de San Patricio se llamaba Bracafé y que fue en los 70 cuando se produjo el cambio de nombre. Recuerda que en una de las paredes se instaló una catarata de agua desde el piso de arriba que hubo que retirar, finalmente, porque salpicaba a los clientes. El local fue redecorado ya superado el año 2000. Es una especie de vintage sin sentido alguno (el mismo que luce una cervecería del mismo nombre y mismo dueño en la playa), en el que se acumulan recreaciones de carteles y fotografías de mala calidad, todo ello antiguo. Le pregunto si entre esa oda absurda al pasado hay espacio para alguna imagen de los inicios de la cafetería. Con cierta pena contesta negativamente. Con la misma sensación salgo a la calle. Pensando que otro pedazo de historia ha saltado por los aires en 100.000 pedazos.
Bar Alcublas
La calle Turia albergó, en los años 70, los estudios de Jorge Teixidor y el equipo Crónica. El de estos últimos estaba en el número 51 y era un amplio bajo que lindaba en su parte trasera con el Jardín Botánico. Era costumbre que los tres artistas almorzaran en el Alcublas según leo en la «Guía secreta de Valencia» de Alfonso López Gradoli. Por lo que cuenta era un bar de los de toda la vida, con bocadillos de morcilla, longanizas o habas. Un local como ese habrá habido más de mil en la ciudad. Pero en el que todas las mañanas se juntaban (y ojalá pudiéramos saber de qué hablaban) tres de las mentes más preclaras que ha dado la cultura valenciana, os aseguro que no.
Una primera batida por la vía en cuestión ya antoja difícil encontrar el bar desaparecido. Me acerco a una señora mayor. No tiene ni idea, algo le suena, pero no sabe indicarme. Hace suya la misión y me dice que le acompañe al quiosco de la esquina por si ellos supieran. Entramos y atiende una chica más joven que yo. Inútil preguntarle, pero mi guardaespaldas, una vez cumple con la protocolaria cuestión de interesarse por su embarazo, le interroga por el bar. Nada. Tampoco los dos chicos que trabajan con ella. La mujer parece más enfadada que yo. Me sugiere que pregunte en el Piko’s, un restaurante que lleva muchos años abierto. Y si no, en la farmacia que hay cerca de donde los Crónica trabajaban. Desisto en el primero al ver que los camareros tendrán unos 30 años.
Antes de ir a la farmacia pregunto a un hombre en la calle y a otro que despacha en una tienda de tejidos textiles. Misma respuesta. Empiezo a pensar que el Alcublas no existió. Lo mas pintoresco ocurre en la botica. Espero a que el trabajador más mayor salga del cuarto de baño y le explico el asunto. Me dice que no puede ayudarme, que no lo conoció, pero aún así (y va creciéndose a medida que me lo va diciendo) que tiene que ser lo que ahora es el vegetariano Ana Eva. Así, porque sí. Sin más. Decido continuar la búsqueda. Ando el tramo que me queda de la calle Turia y en el cruce con Borrull hay una tasca. En una de las mesas uno de los trabajadores habla con una clienta. Les interrumpo. Pregunto y ¡premio! Me dice que él lleva 11 años en el negocio, pero que aquello antes era el Alcublas. Dudo entre abrazarle o pedirle una cerveza. Al final hago unas fotos y me quedo meditabundo mirando una de las puertas. Imaginando a los tres pintores amigos atravesarla, camino de una jornada laboral creativa, pasando entre gente que va a comprar el pan, el periódico o unos pantalones al centro. Seguramente saludando a los habituales en su recorrido, como antes lo habrán hecho con los fijos del bar. Tremenda ciudad que hasta los bares de barrio tienen su porción de historia, aunque haya ciegos que no lo quieran ver.