Para mí ir de turista a un sitio no significa estar todos los días visitando monumentos, museos y sitios emblemáticos. Que para conocer bien un lugar es necesario dejarse llevar y observar sus quehaceres habituales. Vamos, sentirse un ciudadano más de ese sitio. Sí, el reverso del turista en su ciudad. O, indirectamente, eso mismo. Mientras desmadejo si me he explicado bien, aquí va lo que hice para sentir esa sensación.
Desayunar en La Tahona del Abuelo
Es la nieta del mítico horno de la calle Los Ángeles del Cabanyal, abierto en 1886. Aquí no sólo se pueden disfrutar los productos, sino consumirlos sentado en el mismo local. Esta justo al lado de la boca de metro de la Plaza España. Con toda seguridad la estación que más veces he visitado del suburbano. Durante los cinco años de carrera entraba a primera hora luchando contra las legañas y salía de ella, a mediodía, con una terrible sensación de vacío estomacal. Para explicarlo de una manera sencilla, en La Tahona del Abuelo las cosas saben a lo que tienen que saber. El cruasán tiene miga y las magdalenas son esponjosas. Los precios están ajustados, la calidad es desorbitante, la decoración es agradable, el servicio es muy amable y hay prensa para leer. ¿Qué más se puede pedir para empezar el día?
Comprar discos en Flexidiscos
Un buen desayuno me pone de buen humor. Además, el tiempo acompaña y no hace excesivo calor. Un pequeño paseo y a comprar discos. Ya dije que es algo que siempre hago en cualquier ciudad que visito y no será hoy cuando rompa la tradición. Cruzo Pelayo y todo son recuerdos. Parece mentira lo que han cambiado estas calles. A poco que se esforzara el Ayuntamiento y promoviera el alquiler a bajo precio de algunos bajos, podría convertirse en un lugar efervescente. No hay mejor coolhunter que un chino. Y en estas calles abundan sus negocios. Paso, sin entrar, por Cha Cha Cha, Rosebud y París-Valencia. Mi objetivo se encuentra en los alrededores del Mercado de Ruzafa. Voy a Flexidiscos.
Lo bueno de Flexidiscos es el buen gusto musical y la falta de prejuicios de la que hacen gala. Para comprobarlo basta con ver los discos que ocupan sus cajones (los de novedades, ofertas y segunda mano) o prestar atención a lo que suena en la tienda. Ese día está Óscar Mezquita (batería de Cuello, entre otros grupos) tras el mostrador. No me presento, ni le digo nada. Cuando entro en un templo del vinilo, sólo existimos ellos y yo, y no me relaciono con nadie, salvo que quiera saber algún precio. Imagino que me pierdo grandes conversaciones por ello, aunque creo que precisamente por haber vivido un exceso de ellas, años ha, las evito. Me fijo un presupuesto mental que sé que acabaré saltándome. Dudo con dos ó tres álbumes, busco uno del que ya no hay copias y me entrego a los precios bajos como el que va a morir en una batalla, nervioso y sudando, porque el ventilador me ha dado la espalda. Al final, me llevo cuatro discos y me paso en 2 euros de la cantidad prevista.
Almorzar en Aquarium
Sé que con el capítulo de hoy corro el riesgo de agrandar mi leyenda de sangonereta. Pero soy un talibán de las cinco comidas. Y es más, creo que todo el mundo las debería hacer. Me apetece tortilla de patatas y en Aquarium nunca he probado una que no estuviera perfecta. Además, en cada visita siempre me llevo alguna enseñanza de antropología humana por el mismo precio. Ya hace calor para estar en la terraza y aunque sus asientos son bajitos para mi gusto, almorzaré dentro. Soy facilón: bocadillo de tortilla de patatas y Coca-cola. Cojo el As para distraer la espera, pero al comprobar que el artículo de Relaño sigue dando la bienvenida y la foto de una chica ligera de ropa sigue siendo la vergonzosa despedida, lo dejo en la barra. Hago bien porque era de un hombre que estaba en el servicio y no del local. Hacía tiempo que no venía a Aquarium. La última vez, pedí lo mismo y recuerdo que en una mesa del fondo estaba Juan Soler con dos ó tres personas más. Me inquieta saber si ya entonces estaba en marcha su chapucero plan para secuestrar a Vicente Soriano. Mientras doy buena cuenta de las viandas observo un comportamiento común en algunos de los clientes. Todos ellos responde al perfil burgués que tanto abunda entre estas paredes. Da igual lo que beban, cerveza, agua o un refresco. Ninguno de ellos apura el vaso. Dejan un dedo, dos a lo sumo, de la bebida. No puedo creer que es casual, sino una declaración de principios, una necesidad de dejar claro su status y que bebérselo todo es de una clase social más baja. Una apariencia absurda y más teniendo en cuenta que el sol aprieta. Yo suelo hacer todo lo contrario. Pero hoy lo elevo a la quinta potencia y estoy a punto de tragarme un hielo.
Comprar salazones en el Mercado Central
Sí, ya sé que he desayunado y almorzado. Y que hace un rato estaba al lado del Mercado de Ruzafa. Pero me entra un antojo y no encuentro ningún motivo para no satisfacerlo. Pienso en la comida y me apetecen salazones del Mercado Central. Cojo un bus. El aire acondicionado en su punto. Ningún viajero me llama especialmente la atención. Bajo y esquivando, una vez más, voluntarios de ong’s llego a mi destino. Cada vez que veo el bar Nebraska cerrado me da mucha pena. El gentío y el colorido me dan la bienvenida. Voy directo a los puestos 280 y 281, los de los Hermanos Teruel. Me pongo delante y salivo sin parar. No puedo evitarlo. Compro cebollas en vinagre y aceitunas gordal aliñadas. Me siento Palito Ortega cantándole a la felicidad. Tarareando vuelvo a casa.
Ir a la presentación del número 2 de Horchata Magazine
Teniendo en cuenta que el paladar ha guiado toda mi ruta, nada mejor que cerrarla, por la tarde-noche, yendo a un sarao en el que se presenta una publicación que responde al nombre de Horchata. No pude hacerme en su día con el primer número (no sé porqué, pero los crowdfunding me dan pereza), así que esta vez no se me puede escapar. La cita es en el Mercado de Tapinería. Ahora sí, hace calor, toca, pues, antes que nada, refrescar el gaznate. Hay triple oferta: Horchata (como no) HISC, mini gin-tonics con Ginself y cerveza Er Boquerón. También hay fartones Polo para el que tenga hambre. Recuperada la respiración me acerco al puestecito con los ejemplares y me llevo el número nuevo y, oh fortuna, el anterior.
Horchata Magazine (ya después del verano volverá a aparecer por Verlanga) está dirigida por la diseñadora Verónica Coloma. Impecablemente editada y con una nómina de colaboradores de lo más sugestiva, busca su propia personalidad con unos contenidos diferentes. Sólo la he podido (h)ojear, pero intuyo que va a darme más de una satisfacción, y no sólo por las magníficas ilustraciones, sino también por los textos, empezando por esa poesía de Álvaro Zarzuela que guiña un ojo a Gloria Fuertes y que abre el número dos. Podría decir que es una publicación elegantemente pop-costumbrista-naif, en el mejor de los sentidos posibles, pero me estaría quedando corto.
Como una fiesta sin música sería menos fiesta, aquí también la hubo. Por fortuna, no optaron por poner a pinchar a dj’s con el ombligo más grande del mundo, sino que se llevaron a una de las grandes promesas de la escena local: Acapvlco. Tuvieron que lidiar con un sonido raruno en el que la voz apenas se oía, pero no les importo lo más mínimo a la hora de descargar sus desacomplejadas melodías. Corriendo por sus venas el adn de Dreamy Eyes o Mexican Moustache la energía y los estribillos no podían faltar. Y las cabezas de la gente moviéndose siguiendo el ritmo fueron la mejor certificación. Y es que bajo los adoquines ya no está la playa, chaveas, sino las canciones sin fisuras de Acapvlco. Con días como este firmo aquello de que el turismo es un gran invento.