¿Debe ponerse límites al humor? Yo creo que sí. Llegué a esa conclusión después de ver una actuación de Ricky Gervais en la que hacía chistes sobre niños enfermos de cáncer. Pensando en ello, leí un tercio de El general y la musa, la nueva novela de Román Piña Valls (editada por Sloper) en la que el protagonista es un Franco pre-guerra civil, adicto al jazz y un poco vivales, que olvida sus obligaciones castrenses en una Mallorca bohemia. Resultaba doloroso empatizar con un asesino como aquel.
Sin embargo, la lectura acabó demoliendo cualquier prejuicio. Y simpatizar, o no, con ese hombrecillo quedaba en un segundísimo plano, sin que ello significara que uno olvidara quién era el protagonista. La fuerza narrativa de Piña, con las gotas precisas de humor, actuaba como un tsunami y uno se acababa amarrando al libro como el desesperado que ve en un tronco la única posibilidad de escapar de la fuerza del agua. El escritor derriba cualquier planteamiento previo y acaba caricaturizando todo lo que se pone por delante. Su imaginación acaba resultando como ese pañuelo infinito que algún mago saca de su chistera.
El libro es un regalo para el lector. Lleno de referencias a películas, personajes públicos, o inventos más recientes, que no desvelaré por el placer supino que supone descubrirlos (y sorprenderse) a medida que avanza la lectura. También hay un aire lostiano que recorre algunos pasajes de la novela, sobre todo en esos instantes en que muta, casi, en una de esas historias de aventuras que leíamos cuando éramos unos renacuajos, o que veíamos en la, nunca olvidada, Primera Sesión de los sábados, a mediodía, en TVE. Contar algo más de El general y la musa (que acaba conectando con Stradivarius Rex, la anterior entrega de Piña, en un epílogo casi kubrickiano) sería como esos molestos spoilers que torpedean a las series. Sumérjanse en su lectura y disfruten (y rían) de cada hallazgo.