«Lo que más me atrae de la comedia es que se pueden decir muchas cosas graves con la sonrisa en los labios. Denunciar, inculpar a mucha gente entre sonrisas, invitando al espectador a que piense lo que se le ha dicho con tanta gracia». Estas palabras del actor José Luis López Vázquez (recogidas en el libro «18 españoles de posguerra», de Diego Galán y Fernando Lara, 1973) son la mejor definición mundial del humor. Aunque cueste reconocerla en muchas de las cosas que hoy se nos sirven en la mesa con esa etiqueta genérica. Siempre pasa. No falla. Si algo se pone de moda, la banalización es el siguiente capítulo. Clubs de las comedias y series que estiran sus gags hasta lo sobrenatural para cumplir con una duración imposible y eterna, tienen su parte de culpa. Pero hay más.
Todo el mundo se cree gracioso. Todo el mundo piensa que en su interior anida un fenómeno de la carcajada ajena. Todo el mundo presume de tener sentido del humor. No les importa que a sus ocurrencias les siga el silencio más absoluto. Eso, las primeras veces. Después, la indiferencia. Los susodichos, lejos de reconocer su laguna, cargan contra el resto y se escudan en esa indecencia, acuñada hace unos años, del humor inteligente para seguir escupiendo gracietas baratas que nunca deberían haber abandonado el esófago. Mención aparte merecen los que se lo juegan todo a la provocación ruidosa. Sin olvidar a los que ejercen de festeros las veinticuatro horas del día con afán cansino.
Un rasgo del buen cómico es su discreción, su elegancia, su rechazo a todo lo que signifique un protagonismo público fuera del entorno propio de su profesión. El humorista no sale de casa con el cinturón cargado de balas chistosas para satisfacer a cualquier necesitado. Principalmente porque hacer reír cuesta trabajo. Escribir, reescribir, leer en voz alta, chequear el ritmo, escudriñar diálogos y réplicas,… Hay que entrenar al cerebro para ello y no solo ejercitarlo, de manera casual, delante de unas tapas y una conversación entre amigos. Puede parecer una contradicción, pero a más trabajo, más capacidad de improvisación.
No es lo mismo el humor que el entretenimiento. Jacinto León-Ignacio (uno de esos escritores que alguien debería rescatar algún día del olvido) así lo defendía en «Cómo se ríen los españoles» (Plaza & Janés, 1979): «El humorista es algo muy distinto. Constituye, ante todo, un modo de juzgar las cosas (…) No las ven exactamente como los demás, sino ligeramente deformadas por su prisma particular. Tienen una tendencia a destacar el lado ridículo, absurdo y pintoresco que hay en cuanto nos rodea». Palabra por palabra podría ser el inicio del prólogo de «Rokambol», libro de Toni García, editado por Drassana, con portada de Carla Fuentes.
Toni García es el cerebro que se oculta detrás de la magnífica, e imprescindible, web Rokambol News, una suerte de diario delirante que muchas veces supera a la realidad o, por lo menos, le empata. El libro es una recopilación de algunas de las entradas publicadas allí, sazonado con otra especialidad hilarante de la casa, los anuncios por palabras. García es de esas personas que hacen gracia hasta cuando callan intencionadamente. Maneja como pocos los resortes del humor y sabe dosificarlos de manera adecuada. La estructura de las noticias que elabora son el mejor ejemplo. Te descoloca el titular, te golpea el subtítulo y te troncha el texto. Han sido muchos años trabajando como guionista (El Terrat, Canal 9,…). Si La Codorniz hubiera sobrevivido hasta nuestros días, no sería extraño verle publicar allí.
En «Rokambol» no se hace ascos a ningún tipo de humor, desde el más gamberro hasta el que bajo la apariencia de naif encandila con la narración y los personajes. En el libro están Faemino y Cansado, Gila, Mihura, Tip y Coll, Tono, Ibañez, Berlanga, Ortega, la revista MAD y, por supuesto, los Monty Python. Ese hilo indescriptible que aúna el surrealismo con el costumbrismo, el presente con el pasado y el futuro, dando como resultado un combinado irresistible, que dispara ironía o mala leche según convenga. Y siempre muy bien escrito.
Enumeraba Santiago Vilas en «El humor y la novela española contemporánea» (Ediciones Guadarrama, 1968), que este debe ser siempre «fresco, innovador, vivificador, fertilizante para el espíritu, que haga pensar, que apenas permita la ficción, que guste de descubrir todo, de simplificarlo, de poner una nueva y extraña luz sobre las cosas». Así es «Rokambol». Tan necesario como el respirar. Compren y regalen.