«Había llegado a Nueva York el miércoles 19 de octubre de 2008 a las cuatro y media de la tarde». Así arranca la novela Desayuno en Brooklyn, de Mireia Ferrer Álvarez, editada por Che Books. Una frase que no solo sitúa la acción, sino que ya contiene y avanza casi todo lo que nos vamos a encontrar en las páginas posteriores. Nueva York como centro y motor de la narración, la llegada de alguien a una ciudad que no es la suya, la minuciosidad en el detalle, el aire literario de una suerte de diario, la sensación lectora de estar acompañando a la protagonista en sus vivencias y expectativas…
Mireia Ferrer Álvarez es Profesora del Departamento de Historia del Arte en la Universitat de València y, también, como el personaje principal de su libro, viajó a Nueva York en 2008. Lo hizo, becada, para escribir un libro sobre pintores valencianos que habían residido allí, pero mejor que nos lo cuente ella misma.
¿Cómo nace Desayuno en Brooklyn?
En el año 2008 me dan una beca postdoctoral y me voy a escribir un libro sobre los pintores valencianos en Nueva York. Estando allí, empiezo un segundo texto. El primero lo concentro en la figura de Segrelles y será Segrelles. Un pintor valenciano en Nueva York. 1929-1932, editado por la Institució Alfons el Magnànim (y del que te hablamos aquí en Verlanga). Y, paralelamente, además de estudiar la vida de Segrelles, que está en Nueva York entre el 1929 y el 1932, empiezo a escribir sobre lo que me sucede a mí, de la misma manera que hago con Segrelles, pero en lugar de 1929, en 2008.
Ese es el inicio, porque luego, la realidad es que el segundo libro, Desayuno en Brooklyn, aparece en el año 2021. Sí, entre 2008 y 2021 pasa mucho tiempo, la razón es muy sencilla, ese texto lo tuve siempre como guardado, trabajaba en él, era como una especie de ejercicio de estilo. Continuamente retocando y cambiando cosas, pero más como un ejercicio personal que como algo para publicar.
¿Y por qué decides, finalmente, publicarlo?
Al principio, como digo, era un lujo, como un lugar en el que yo me refugiaba. Escribía los fines de semana que tenía libres de la facultad, cogía el texto y me encantaba, corregía cosas…. Era un lugar de refugio y también un lugar de placer. Y hubo un momento en el que me pareció que aquello que contaba podía ser interesante para otra gente. Lo consulté con varias personas, entre ellas el escritor Paco Inclán, con el que además trabajé en esta novela, me hizo un acompañamiento literario. Y al final me decidí a publicarlo. Si a mí me parecía un lugar bonito e interesante, quizás también fuera un lugar bonito e interesante para otras personas.
¿Cómo fue cambiando la novela a lo largo de todos esos años?
Es un texto dilatado, un texto que ha ido madurando como el vino, creciendo. Es un texto que empezó siendo escrito en presente. Mientras yo estaba allí, todo lo que experimentaba lo plasmaba, era como una especie de diario y también de necesidad. Porque Nueva York es una ciudad muy alienante y necesitaba encontrarme en ese texto. Como digo, es un texto que empezó escrito en presente y en tercera persona, y poco a poco fui cambiando los registros. Luego lo escribí en primera persona y en pasado, porque ya escribía desde otro tiempo.
¿Crees que aunque parta de una historia muy personal tiene algo de universal?
La gente que lo ha leído se ha sentido muy identificada porque lo que narra el libro es la experiencia de vivir en una ciudad grande que no es la tuya y adaptarte a otra cultura y, también, a una situación que te ofrece muchas expectativas, ir a un sitio nuevo y aspirar a mucho, pero que pueden verse colmadas o no. Mucha gente ha vivido una experiencia semejante en otras ciudades y se reconocen en el texto. Pero luego, por ejemplo, la novela es muy específica en el sentido de que habla de una ciudad muy concreta como es Nueva York. En ese sentido, creo que es interesante porque se tiene una imagen de Nueva York como muy manida y creada por las series de televisión y por las películas. Y Nueva York es una ciudad dura de cojones. Es más, es una ciudad en la que la gente va a por todas. Está de paso y eso hace que las relaciones también sean relaciones muy líquidas, muy efímeras. Eso tiene su contrapartida. Es bueno porque te hace experimentar muchas cosas y conocer a mucha gente, pero es malo porque te mantiene constantemente, sin ningún asidero, sin nada a lo que aferrarte.
¿Cuánto hay de autobiografía, de realidad, de ficción…?
La protagonista es una chica que se muda a Nueva York a escribir el libro de un artista valenciano que estuvo allí en 1929. Es prácticamente un alter ego mío, aunque hay partes inventadas. La mayor parte es una autoficción. La manera en que se introduce la historia del artista o del libro que la protagonista está escribiendo es a través del epistolario, de las cartas, de ese artista. Ahí sí que hago un poco de juego entre realidad y ficción, porque utilizo fragmentos de cartas de Segrelles y las introduzco, pero también me invento cosas. Es otro pintor, de hecho se llama Vicente Badenes. Es como una especie de fantasma de Segrelles, pero parte de la historia la he ficcionado. Y las dos Nueva York, la de Badenes y la que vive la protagonista, se parecen mucho en realidad porque es la propia esencia de la ciudad. Segrelles vive las mismas cosas que yo experimenté, como una sensación de aplastamiento. De hecho, ese término, aplastado, lo utiliza Segrelles; lo utiliza Torres García, que es un pintor uruguayo que también está allí en los años 20; lo utiliza López Mezquita; el mismo García Lorca habla de la ciudad y se repiten los parámetros.
¿Qué relación guarda este libro con el de Segrelles, desde el punto de vista de la escritura?
En Segrelles. Un pintor valenciano en Nueva York. 1929-1932, hay trozos en los que me permito licencias narrativas, en los que me invento cómo se sentía Segrelles en el barco, que música sonaba, cómo tocaban los músicos…, y eso no me aleja de la Historia del Arte o de la Historia, porque hay una corriente de la cual me encuentro muy cercana, que es la Historia Narración. Hay historiadores que consideramos que la Historia no es tanto hablar de hechos verídicos como de hechos verosímiles. De hecho hay bastantes libros de Historia, ensayos que aluden a personajes que no han existido, pero que la recreación que hace el historiador de ese personaje, de su época, de sus mentalidades, es tan verosímil que es un libro de Historia, porque al final la Historia lo que hace es acercarnos a un periodo y a unos individuos históricos. Yo me adscribo un poco a esa corriente de la Historia Narración, con lo cual no estaba tan alejada de inventarme cosas. Sencillamente lo que hice en ese libro de Segrelles, que era un libro de ensayo, fue permitirme muchas licencias narrativas, cosa que cuando me enfrenté a un libro en el que podía imaginarme lo que me diera la gana, podía mentir, podía ficcionar… me sentí al contrario, como muy prisionera de la realidad. No podía inventarme las cosas, tenía que contar cosas que efectivamente hubieran pasado. Luego conseguí un poco desprenderme y cambiar muchos nombres, exagerar cosas, realmente hacer más ficción. Pero me pasó a la inversa. Entonces, sobre lo que preguntabas, están muy unidos, porque la narrativa histórica que yo hago está muy contaminada de la ficción y la ficción que hago está muy contaminada de la realidad.
Cuando hablamos del libro de Segrelles en Verlanga destacamos una frase del propio pintor, “mis obras son todas concebidas a base de fantasía”. ¿Resume de alguna manera esto que contabas ahora?
Sí, sí, sí. Hay muchas cosas, como esto que me comentas, en alas que no había caído. Segrelles fue un pintor que, fundamentalmente, creó desde la imaginación. Eso es muy interesante. Supongo que todo eso es subliminal y a mí también me fue afectando. Porque, efectivamente, Segrelles tenía unos paraísos imaginativos tremendos, de hecho si se hizo famoso por algo, o lo que mejor hizo, fue ilustrar literatura. Él leía mucho. Ilustró Las mil y una noches, La Divina Comedia, El Quijote, la vida de San Francisco de Asís, ilustró las novelas de Blasco Ibáñez, estaba muy relacionado con la literatura. Y en ese sentido es cierto que yo como historiadora estoy muy relacionada también con la literatura, ahí también hay un punto que me has hecho descubrir ahora, porque la verdad es que no había pensado en ello.
¿Lo de optar por llamar Badenes a Segrelles fue por esa libertad que te podía dar la ficción a la hora de escribir la novela?
Cuando escribes algo, la manera que tienes de desapegarte de aquello que estás contando y de tomar una distancia es, por un lado, escribir en tercera persona. Y, por otro, cambiar los nombres, porque eso hace que automáticamente esos nombres que se atribuyen a una persona hagan que sea otra. En Desayuno en Brooklyn cambie los nombres, porque la tenía con los nombres de las personas que habían inspirado a los personajes, los reales, y cuando lo leía, veía a esas personas. Entonces, Vicente Badenes ofrecía como un universo nuevo, no estaba tan anclado a tener que ser José Segrelles, podía ser otro personaje, a pesar de que ya digo que evidentemente se inspira en él. Pero ni el final que vive ni la relación que entabla con otras personas en Nueva York son las mismas. Cambiar eso te ofrece esa distancia.
Ese aire de diario que lo recorre provoca una lectura de acompañamiento, de ir descubriendo las cosas al mismo tiempo que una mirada subjetiva te las va contando, especialmente en lo referido a Nueva York.
Cuando escribí toda esa parte, en la que aparece hasta el precio de un paquete de tabaco, fue posible porque lo hice en el momento. Ahora no me acuerdo cuanto costaría el tabaco en 2008. Pero, afortunadamente, como lo escribí entonces quedó registrado. Lo escribía como una especie de diario, pero más como una válvula de escape para poder narrar lo que me pasaba, porque claro, ahí no tienes ningún oído que te escuche, la gente va a su bola. Entonces ese texto era mi escucha personal a lo que me sucedía. Luego empecé a enviarlo a los colegas más cercanos por mail en plan tipo cartas. Es cierto que estaban anotados muchos detalles que si no los hubiera escrito entonces se me hubieran olvidado. Evidentemente hubiera recreado ese Nueva York, pero desde otro lugar. Pero, ese tipo de detalles tan minuciosos, como por ejemplo lo que me costaba la secadora o los cócteles, son como un golpe de realidad, le da credibilidad al texto. El hecho de ser historiadora te hace acumular muchos datos porque sabes que luego siempre te van a servir.
En ese sentido, creo que también es interesante que explique un momento de Nueva York en el barrio de Williamsburg. Es Nueva York, pero no es Manhattan, es Brooklyn. Y no es todo Brooklyn es Williamsburg. A pesar de que evidentemente yo voy a Manhattan y hay muchas cosas de Manhattan y otros barrios de Brooklyn, pero fundamentalmente lo que sucede, sucede en Williamsburg y Williamsburg en el 2008 era un barrio que estaba en su momento esplendoroso de gentrificación. Era el momento estelar de la cultura hipster. Desde el punto de vista histórico de la ciudad, es también un instante muy preciso. Es el momento en el que Obama gana las elecciones y en el país se genera un halo de esperanza en una ciudad como Nueva York, que había sufrido lo de las Torres Gemelas y que todavía lo sentía. Porque cuando llegué en 2008, la gente estaba tocada aún. Y algunas de esas cuestiones aparecen filtradas en la novela.
En el libro haces referencias culturales, incluyes reflexiones artísticas, narras visitas a museos. ¿Tuviste algún tipo de precaución para que no obstaculizara o desviara a aquellos lectores que no entendieran o no les interesara ese aspecto, de la historia que estabas contando?
No lo controlé de ninguna manera porque era el lugar en el que podía mofarme y reírme de la hipocresía que tiene muchas veces el arte contemporáneo, era el lugar en el que yo podía sacar todo el sarcasmo y la ironía. Poder hablar de Joseph Beuys, que me parece un cretino integral y no porque hable con una col y que eso sea una cuestión abstracta, sino porque me parece un megalómano y un ególatra. Y ahí era donde yo lo podía volcar
En la novela se ve un poco cómo es este mundo del arte contemporáneo en Nueva York, las ferias o las fiestas de los marchantes. Es una ciudad en la que el arte contemporáneo, el arte en general y el contemporáneo fundamentalmente, tiene muchísima importancia. De hecho pegas una patada y todo el mundo es artista y si hablas con cualquiera hace tal o cual cosa, y eso merecía una reflexión.
Por otro lado, por mi profesión, cuando viajo, siempre mi refugio son los museos y las bibliotecas. Y mi vida, entonces, era realmente así, pasar bastante tiempo en los museos y luego estar en casa escribiendo, que es lo que se refleja un poco en la novela.
En alguna ocasión has dicho que era una novela muy plástica.
Sí, creo que eso es una deformación profesional, estoy muy acostumbrada a escribir sobre sobre arte y fundamentalmente sobre pintura. Hay muchos espacios de la novela que son prácticamente cuadros. Hay algunos que son cuadros en sí mismos, alguno de Edward Hopper, que me gusta mucho, en el que hablo de un cuadro específico, pero es una novela que creo que trata mucho lo visual, porque, por ejemplo, aparece la fotógrafa Gerda Taro, aparece en Robert Ryman, el pintor de los cuadros blancos abstractos… Hasta cierto punto diría que la novela es casi como un cuadro, un cuadro vital.
Nueva York ha ido saliendo a lo largo de toda la conversación y está, también, muy presente en la novela, siendo un personaje más de la misma.
Es tan protagonista como la propia protagonista. Es tan protagonista que hubo un momento, mientras estaba escribiendo los primeros capítulos, en el que la propia ciudad me raptó y dejé de escribir. Dejé de escribir porque estaba tan envuelta en la vida de Nueva York que no tenía tiempo para hacerlo. Hay un momento en el que, lo explico, ya no podía escribir sobre Nueva York porque de repente ya me había metido, formaba parte de su cuerda de reos, estaba tan metida que era muchísimo más interesante experimentar lo que vivía que contarlo. No tenía tiempo para contar lo que vivía, que es lo que suele suceder en Nueva York, los episodios se suceden con tanta celeridad y suceden tantas cosas que es imposible procesarlo. Y viví esa lucha de la protagonista por detener el tiempo, y encerrarse en su casa mientras están pasando cosas absolutamente maravillosas fuera, porque a mí me lo decía todo el mundo “¿pero qué haces en casa? Sal, no te puedes quedar en casa”. Era la única manera que tenía para detener ese tiempo que iba acelerado, loco, necesitaba parar el tiempo, procesarlo y sacarlo de otra manera. Y gracias a eso escribí esta novela, porque de la otra manera hubiera vivido Nueva York como muchísima gente la vive.
¿Qué será lo próximo que escribas? ¿Historia, novela?
Me va a ser difícil cambiar el registro. Es mi manera de escribir. No puedo evitar escribir desde donde escribo. Escribo desde la realidad, escribo desde la mirada de una historiadora del arte. Casi todos los escritores escriben al final sobre cosas que han vivido y si no las han vivido, lo ha hecho alguien cercano y se lo ha contado o alguien próximo que ellos lo hayan visto. Yo voy a escribir siempre desde esa observación, desde ese lugar, desde la autoficción, lo cual no significa desde la autobiografía. Lo más inmediatamente que está sucediendo a mi alrededor en mi vida es este momento que estamos viviendo. No voy a escribir sobre la pandemia, pero sí sobre este cambio de ciclo que se está produciendo, al menos lo entiendo así. Además, a nivel personal a mí sí que se me ha producido un cambio de ciclo, porque acabo de tener un niño, con lo cual yo he pasado de ser una persona que podía irse a aquí y allá, vivir de una manera o de otra, a tener otras prioridades y a tener que mirar desde otro lugar. Escribo desde la realidad con la licencia que te ofrece la página en blanco, la literatura.