Un periódico dura menos que un almuerzo. Aunque en el documental «Cuero y tinta» sale un señor que dice que el As le entretiene hora y media. Debe regodearse con la foto del final. Porque entre las notícias caducadas y los columnistas aburridos, no hay diario que aguante el tercer bocado. Después, eso sí, palabras y palabras sobre la crisis de la profesión. Pero todo lo que se les ocurre es subir el precio, acompañarlo de promociones rescatadas de un almacen del siglo pasado y rediseñar para que nada cambie. ¿Para qué tocar el contenido? Si el diario es digital, todo vale en nombre de San Viral. Cualquier día sacan en televisión a alguien que asegure haber leído tres artículos seguidos. Un repaso a los principales opinadores es como una visita a un ambulatorio. Gente mayor (de edad o mentalidad) hablando de lo mismo con una desgana y previsibilidad sólo apta para médicos de cabecera novatos.
El periodismo es como esos negocios antiguos que nadie visita, pero que cuando cierran todos lamentan como si les hubieran arrancado un riñón de un mordisco. Se disfruta pegándole patadas, colgándole muñequitos de inocente en la espalda y recordándole que siempre será un fracasado con acné en la jeta. Pero al mismo tiempo, se brinda con cava de Mercadona cuando alguien comparte un texto medianamente digno. Pero ni por esas reaccionan los que deben hacerlo. Y ahí sigue languideciendo como le ocurre a un arroz excesivamente salado.
Paco Inclán es editor de la revista de arte y pensamiento Bostezo. Sólo el nombre de la publicación debería dar pistas de lo que se esconde detrás de las gafas y la barba de un falso tímido. Que Paco Inclán no esté escribiendo en ningún medio de comunicación dice mucho del estado de los mismos. Que Paco Inclán dé cursos en Guinea Ecuatorial o Colombia, pero no figure en el programa de ninguno de los que se ofrecen aquí, dice mucho, también, de cómo está el asunto lectivo por estos lares. Paco Inclán prefiere beberse unas cervezas y charrar en un bar antes que seguir cultivando su ego a golpe de tuits. Al fin y al cabo, las historias ocurren en la calle y no delante de la pantalla de un ordenador. Y el periodismo es eso. Contar historias. Lo he repetido ya tantas veces que empiezo a pensar que estoy equivocado.
Historias, muchas y muy buenas las hay en «Tantas mentiras», libro del propio Inclán, con una fantástica portada de Víctor Coyote Aparicio, editado por Jekyll & Jill. Trece para ser más exacto. Lo que el periodismo diario no ofrece, se encuentra en estas páginas. La crónica como salvoconducto a la realidad. O no. Porque están tan bien escritas que poco acaba importando que las cosas sucedieran tal y como las narra el autor. Sería como aquello de mirar el dedo que señala y obviar la luna.
Los doce primeros capítulos recogen episodios vividos por un Inclán tremendamente observador sobre todo de la acción secundaria, en distintos lugares del planeta. Contados en primera persona, pero sin que su protagonismo se imponga al relato. Como dice Antonio Muñoz Molina en el prólogo de «Crónicas de viaje», de Julio Camba (Fórcola Ediciones), leer un artículo suyo tiene un efecto inmediato, le lleva a uno a leerse otro, y otro, y otro más, hasta acabarse el libro.
Si el autor y la editorial convivieran, con avidez, en la espiral loca de las redes sociales, el libro se hubiera titulado «Paco Inclán haciendo cosas», pero seguramente con ese adn ni existirían este conjunto de historias ni una editorial tan abracadabrante como Jekyll & Jill. Y sería una pena no haber compartido su estancia en la Dirección General de Extranjería de Ecuador con un reparto tan berlanguiano; o la radiografía a la prensa por la caza y captura a Bardem en el Festival Internacional de Cine del Sáhara; o su propio secuestro cuasi lisérgico a manos de un chubasquero; o la curiosa relación de un marquista y un pintor; o el protagonismo ciclíco de sus hemorroides. Pero sobre todo sería un delito, haber vivido sin conocer a Argote y a la Asociación Mexicana de Amistad con Corea del Norte, protagonistas de dos disparatadas historias que atrapan no sólo por el magnífico hilo argumental que las recorre, sino también por la pericia con que Inclán maneja al lector, por su facilidad para describir y construir escenarios, y por el delirante humor del que hace gala, extensible a todo el libro, incluso en los peores momentos.
«Tantas mentiras» se cierra con un capítulo sobre su primera novela. Un lujo que deberían venerar en cursos de escritura y que es otro brindis a la inteligencia. Y a lo cómico. Y al trabajo bien hecho. Porque no se fíen de Paco Inclan y esa tendencia suya a lucir casualidad. Detrás de esa persona tan dada a la chanza ingeniosa, a la réplica brillante, a los proyectos de apariencia extravagante hay alguien que trabaja mucho, que cuida sus textos como las monjas sus yemas, que esconde lo mucho que sabe por no aparentar porque no hay necesidad. El talento llama a pocas puertas y cuando lo hizo en la de Inclán, este prefirio llevárselo a dar una vuelta antes que encerrarse con él y ensayar caras avinagradas delante del espejo. Empiezo a pensar que es el periodismo el que no se merece a Paco Inclán.