María Bastarós (Zaragoza, 1987) es escritora (Historia de España contada a las niñas, Herstory), gestora cultural e historiadora del arte.
¿Somos los que leemos?
Somos muchas cosas: sobre todo somos lo que nos pasa, lo que no elegimos y conforma nuestra identidad de una forma que difícilmente podemos controlar. En el caso de la lectura tenemos mayor capacidad de maniobra así que, más bien, diría que lo que leemos habla de lo que queremos ser, de lo que anhelamos consciente o inconscientemente. Obviamente, es posible hacerte una idea de cómo es alguien a través de sus libros de cabecera, pero esas elecciones también nos hablan de lo que esa persona no es y quiere ser, de sus teclas, de sus deseos y sus pulsiones, de sus miedos, de los intersticios de su identidad y de qué pinta tienen las cosas que se cuelan por ellos.
Un libro de tu infancia:
Las brujas, de Roald Dahl, es un libro que leí decenas de veces. Los lomos estaban absolutamente combados, llenos de estrías; algunas de las páginas manchadas, sus esquinas rotas. Es un libro sobre un niño al que su abuela enseña a distinguir a las brujas de las mujeres al uso: un manual de instrucciones. Era aterrador y divertido, y además legitimaba esa sensación de alarma que te provocan los adultos cuando eres niño. Detrás de cualquiera –sobre todo de las mujeres–, puede agazaparse el demonio. La forma en que Roald Dahl muestra el mundo adulto a la infancia no ofrece concesiones: los adultos son en su mayoría hostiles, depravados, repugnantes. En la adolescencia empecé a leer sus obras para lectores adultos –Relatos de lo inesperado, El gran cambiazo, Mi tío Oswald–, relatos de hombres y mujeres envilecidos, traicioneros, corrompidos, viciosos. Ahí no hay manual de instrucciones para distinguirlos, claro: sus personajes para adultos funcionan más bien como un espejo.
Un libro de tu adolescencia:
Las Horas, de Michael Cunningham, fue el primer libro cuya calidad me maravilló. Hasta entonces leía como parte de un ocio distendido, pero no me había cruzado con nada que me obsesionara estéticamente. Las horas fue todo un descubrimiento, me pareció que estaba ante algo importante, significativo (me sucedió también cuando leí Las Chicas, de Emma Cline, más de una década después). También me inquietó ver cómo algo escrito en un papel por una persona totalmente ajena a mí podía transformarse en algo tan íntimo, en una emoción trascendental sobre la que el autor nunca sabría nada, igual que no sabría nunca nada sobre mí. Luego esa inquietud me abandonó por completo: no estoy hecha para la mitomanía y mis ganas de conocer a los autores que admiro son relativas.
Un libro de tu juventud:
Éramos unos niños, de Patti Smith. Lo leí por casualidad, sin grandes expectativas, y me parece un libro sencillamente precioso, honesto y escrito con el corazón. Un libro que enamora y cuya existencia supone una alegría. Se lo recomiendo a cualquiera que esté leyendo estas líneas: es la clase de obra que puedes recomendar así, sin mirar a quién.
Un libro actual:
Hay demasiados, me resulta imposible elegir. Nadando a casa, de Deborah Levy; Apegos feroces, de Vivian Gornick; El final de la historia, de Lydia Davis; La edad del desconsuelo, de Jane Smiley; los cuentos de Lorrie Moore, de Leonard Michaels, de Lydia Davis, de AM Homes. Hay tanta gente escribiendo absolutas genialidades, tanto por leer, que no sabría decir si me produce más alegría o ansiedad. Por centrarme en uno voy a elegir Cosas que debes saber, una recopilación de cuentos de AM Homes: mucho barrio residencial americano, mucha desolación contemporánea, mucha incomodidad inidentificable, mucha oscuridad dentro de tu sándwich mixto. Me encanta cómo funciona la cabeza de A.M Homes, aunque no pasaría dentro ni un fin de semana.
Un libro de siempre:
El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov. Fue el primer libro que me voló la cabeza a nivel formal. Lo leí muy joven y desde luego no pude exprimirlo en condiciones, así que está perpetuamente en mi lista de relecturas pendientes. Literatos, gatos parlantes, Poncio Pilatos, novelas dentro de la novela. Capítulos escritos con estilos y recursos completamente distintos. Hasta la historia de su escritura es poco ortodoxa: en 1930 el autor quemó en un horno el primer borrador debido a una pataleta –habían prohibido otra obra suya–, luego lo recomenzó desde el principio y lo continuó con ayuda de su mujer, que fue quien lo acabó, en 1941, tras la muerte de Bulgakov un año antes. Ha sido publicado en versiones muy distintas, eliminando partes, sumando todo el texto disponible. Él nunca lo llegó a ver impreso.
Un libro por leer:
Ahora mismo estoy intentando hacerme con Cuando la vida te da un martillo, de la dramaturga y genia del spoken word Kate Tempest. También está en mi lista inmediata El beso, de Kathryn Harrison, del que supe por la reseña que hace Katherine Angel en el ensayo de Alpha Decay Daddy Issues. Es la historia real de un incesto padre-hija que se alarga en el tiempo. Todo lo relacionado con el incesto me interesa mucho: hice un micro curso de psicoanálisis en la web Coursera y ese interés ha sido el fruto principal. Menos mal que el curso era gratis.
Un libro que no pudiste acabar de leer:
El colgajo, de Phillipe Lancon. No me imaginaba que el superviviente de un atentado terrorista me pudiera acabar pareciendo un hombre tan pretencioso, cargante y enamorado de su voz. Con Karl Ove Knausgard me sucedió algo parecido. Es como POR DIOS, no es tan importante. Pero Knausgard habla adrede de “trivialidades vitales” y Lancon consigue generarte esa emoción narrando la vivencia de un atentado terrorista en primera persona: fanáticos que disparan a bocajarro a un grupo de periodistas y amigos, hombres y mujeres que trabajan juntos, que se quieren y se respetan. Uno de esos eventos que marcan la historia de Occidente y que generan un trauma colectivo, que hacen que un buen día tengas un ataque de ansiedad al coger el transporte público. Y tú –bueno, yo–, lees a Lancon hablando del tema como protagonista y piensas, uf, qué coñazo. Añado que esto es solo mi opinión, por si la obviedad no fuera suficiente.
Un libro que te gustaría haber escrito:
Las lealtades, de Delphine de Vigan. Es una obra sensible e inteligente, escrita por una persona –o al menos eso deja entrever el texto–, que no parece estar completamente demenciada: una persona capaz de plantear una serie de tramas y llevarlas a buen puerto sin que por el camino todo se le transforme en otra cosa; un libro de gran calidad, legible, cuyas intenciones están perfectamente claras. Un libro que desvela la lucidez y el sosiego mental de su autora. Quiero decir, que también me encantaría haber escrito los cuentos de Leonard Michaels o de Lydia Davis, pero entonces imagino que tendría el cerebro fritísimo y viviría agotada de mí misma.
Un libro que te gustaría que existiera:
Vi hace poco una película, Pelican Blood, de una mujer que educa caballos y vive en un rancho en Australia junto a su hija adoptiva, ya adolescente. Tras un largo proceso adopta a otra niña, de unos cinco años, que resulta ser extremadamente violenta –no de una forma sobrenatural, simplemente es muy pero que muy agresiva–, y a la que intenta “domesticar”, por así decirlo, ejerciendo una maternidad vinculante y basada en el apego –le da el pecho, la lleva a todas partes en uno de esos fulares portabebés… Me pareció que tenía un argumento que podría funcionar muy bien a nivel literario, una mezcla entre Tenemos que hablar de Kevin (Lionel Shriver) y Las madres no (Katixa Agirre). Todo ese boom de producción literaria sobre la maternidad en su versión más teórica –sobre crianza, vaya–, es algo que me inquieta muchísimo, me parece el síntoma de algo oscuro fraguándose en torno a la calidad de vida y la salud psicológica de las mujeres. Imagino que se debe a que no tengo instinto maternal y toda esa energía intelectual dispuesta en torno a cómo ser madre, con todos los conflictos que supone, me resulta reduccionista y agobiante.
3 cosas que te gustan más que leer:
Me gusta mucho un momento muy particular del ciego, cuando llevas un día sin dormir y las ideas te pasan por el cerebro como un tren de mercancías. Pero no siempre es posible ni apropiado llegar a ese nivel de intoxicación. También me gusta demasiado, –es algo adictivo para mí, que necesito de vez en cuando y me condiciona un poco la vida–, viajar por Estados Unidos: conducir por sus carreteras, dormir en sus moteles, huir de sus alces. Y esos momentos (escasos) en los que escribes algo que crees que es bueno o que, al menos, se parece bastante a lo que querías escribir. Pero justo después, o más bien al mismo nivel que todo eso, está leer.