Kurt Vonnegut tenía un tío que se llamaba Alex. Alex Vonnegut. Era vendedor de seguros y toda una filosofía de vida andante. El hombre defendía que cuando las cosas iban bien había que apreciarlo. Hablaba de cosas sencillas. Para él era un «espantoso despilfarro ser feliz y no darse cuenta de ello». Su sobrino Kurt estaba de acuerdo. Y cualquiera que ame los libros también debería estarlo. Leer es una cosa sencilla y que produce felicidad. Todavía, ningún estudio publicado en la revista Science ha confirmado que puede atrasar el deceso, pero cuando se tiene entre manos un buen libro no es descabellado pensar que eso es posible.
«Que levante mi mano quien crea en la telequinesis» (Malpaso) recoge nueve discursos inéditos de Vonnegut, la gran mayoría de ellos pronunciados el día de graduación, de unos estudiantes con los que no les unía ningún lazo afectivo o familiar. El escritor estadounidense podría haber dejado su carrera después de «Matadero Cinco» (1969), pero como declaró en una ocasión acabó siendo «la nave almirante de mi pequeña flota». Vonnegut quería comer todos los días y que tampoco le faltara bocado alguno a su amplia chiquillería. Ese deje vacilón que inunda toda su obra posterior es la seguridad de saber que lo mejor ya lo ha publicado y a partir de ahora va a ir repartiendo su talento en pequeñas dosis.
El libro podría funcionar como el compendio de lo que debe ser un buen monólogo. Con el humor guiando y el desconcierto como pulmón. Habla Vonnegut y el mundo calla. Calla y escucha. Porque no da pie a la réplica, ni siquiera a que alguien le chiste. Puede hablar de Albert Camus, de drogas, de rock and roll, de política o alegrarse de no ser jóven en ese momento. No importa, su ironía y su lenguaje sencillo están más allá del contenido. Da igual compartir, o no, sus ideas. Basta con dejarse atrapar por el alambique construído por el que destila su discurso. Y, como decía su tío Alex, disfrutar el momento. Aunque no está muy claro si los estudiantes compartían este entusiasmo ante el panorama desolador que les pintaba.
La Segunda Guerra Mundial vio nacer «Matadero Cinco» y ocupa las primeras páginas de «Todo lo que hay» (Salamandra), de James Salter. Un libro para el que habría que comprar una tonelada de diccionarios. Los calificativos se agotan. Hablar de la Gran Novela Americana de nuestros días seguramente le arrancaría, desde el más allá, una carcajada al escritor. «Escribo porque escribo», afirmó en una entrevista. Pero negar que el espíritu de «Manhattan Transfer», de John Dos Passos, se pasea por la novela sería como leerla con un antifaz. Llevaba treinta y cinco años sin publicar ficción larga. Y ni eso, ni las noventa primaveras que le contemplan, lastran una historia con un ritmo y una estructura absorbentes. Escrita con la serenidad literaria del que ha perdido lo irrecuperable (su hija falleció electrocutada y él encontro su cadaver), pero no la cabeza.
No es «Todo lo que hay» una novela bélica. La guerra es sólo el punto de arranque y estación de servicio en algunos momentos. Es el negocio editorial el verdadero protagonista. Y, por supuesto, las relaciones personales. Esas que tan bien refleja creando un mapa de microhistorias que acaban desembocando en el armazón central. Su pericia narrativa, tremendamente lúcida cuando aborda escenas de sexo, convierte al lector en una marioneta manejada a su antojo. La palabra exacta, el tempo perfecto, el giro inesperado. Como una mantequilla que se deshace, las historias se suceden, se alternan, se completan, sin atender al esclavismo temporal. Salter escribe como si lanzara un strike en cada frase. Como si preparara un martini dulzón en cada párrafo. Reflejos, gozo y un sitio cómodo. No hace falta nada más.
Vinicio Capossela no conoció a Alex Vonnegut, pero en Grecia descubrió el meraklís. El disfrute de las cosas porque sí. «Un modo de hacer las cosas con amor, no para consumirlas y punto. (…) La pasión de hacer las cosas. La pasión de vivir». Meraklís es una palabra común en las canciones rebéticas. El rebético es uno de los pilares de «Tefteri. El libro de las cuentas pendientes» (Minúscula). El otro es la crisis. Capossela viaja al país helénico y con la curiosidad del periodista y la ingenuidad del turista traza una fotografía detallada de su realidad, antes de las últimas elecciones. De su mano descubrimos el género musical mencionado. Un hermano gemelo del blues, del tango, del fado o del flamenco. Letras que hablaban de drogas, en un principio. La noche confundiendo intencionadamente. Yannis Papaioannu, Markos Vamvakaris, Vasílis Tsitsánis. La alegría de que exista internet y sus nombres no se queden flotando en el limbo.
Un tefteri es la libreta de cuentas que se utilizaban en los colmados. Unas hojas que registran las cuentas pendientes. Grecia tiene unas cuantas. Con sus gobernantes y con la corrupción. Capossela da voz al pueblo. A la gente de la calle. Como un documental pausado en el que los ambientes y las atmósferas se tornan imprescindibles para la compresión total. No hay imágenes, sólo palabras. Palabras capaces de registrar emociones y dar cambio. Posiblemente ni haciendo diez viajes al año conoceríamos mejor Grecia que con estas casi doscientas páginas. Los viajes de bajo coste, los de verdad, están en libros como este.