Irene Rodrigo. Foto: Marina Rodrigo.

Irene Rodrigo (València, 1990) se presenta en su cuenta de twitter como divulgadora literaria, escritora y guionista de televisión y radio. Su pasión por los libros (como ya nos contó en estas mismas páginas hace más un lustro) está presente en todo lo que hace. Helena, la protagonista de su primera novela, Tres lunas llenas (con la que ganó el Premio València Nova 2021 Alfons El Magnànim de Narrativa), trabaja precisamente en una editorial. Allí tiene que lidiar con la precariedad ecónomica, con la escritura de fajas de libros que detesta, con sus jefes y con una nómina de autores a los que no aguanta. Hasta que fichan a una nueva escritora, Inés Caparrós. Paralelamente a su vida laboral, convive con su deseo de ser madre soltera, con la ausencia de su progenitora y con sus particulares relaciones con su padre y su mejor amiga.

Irene colabora en el programa de radio Podríem fer-ho millor (À Punt), coordina clubs de lecturas virtuales, tiene dos canales de Youtube (Léeme y Llig-me), da charlas, imparte formación, lleva redes sociales de varias editoriales, hace un podcast sobre literatura (Realitat o (ciència) ficció?, junto a Mariló Álvarez), tiene dos newsletters (Pensamientos circulares, con Marina Rodrigo, y Próxima estación) y escribe.

¿Cómo nació Tres lunas llenas? ¿Cuál fue el germen de la historia?

En realidad, creo que el germen de la historia de Helena se sitúa en mis propias ganas de ser madre. En los meses en los que la idea empezó a gestarse, yo estaba atravesando una época en la que mi cuerpo me pedía a gritos ser madre. De forma muy irracional, sentía, como Helena, que si tenía hijos no iba a necesitar nada más en la vida, que ellos vendrían para solucionar todos mis problemas. En ese momento tenía pareja y nos planteábamos ser padres juntos a medio plazo, pero no enseguida, y yo sentía una fuerte disonancia entre lo que mi cuerpo necesitaba hacer y lo que estaba haciendo realmente. Tres lunas llenas empezó siendo una historia de tres generaciones de mujeres, abuela, madre e hija, cuyos deseos y frustraciones estaban íntimamente entrelazados, y donde el deseo o el no deseo de maternidad tenía un fuerte peso. Sin embargo, todo fue mutando hasta que en el centro de la narración estuvo solo Helena, la hija en la idea original.

Creo que desde el principio tuve claro que Helena deseaba ser madre soltera, no me acaba de gustar este concepto, pero no encuentro otro que explique mejor esta realidad. Por un lado, la maternidad en solitario, otro concepto que tampoco me gusta, pero bueno, es algo que, de forma un poco abstracta, yo siempre he tenido en mente, no como última opción en caso de plantarme en los cuarenta sin un potencial padre para mis hijos, sino como posibilidad real independientemente de mi edad, algo que se puede materializar teniendo en cuenta solamente mis ganas de ser madre y cierto contexto económico y material que me permita serlo. Por otro lado, me apetecía explorar qué miedos y prejuicios puede experimentar una mujer con treinta años recién cumplidos para quien ser madre soltera no es que sea una posibilidad, sino que es la opción prioritaria. Creo que fue esa pregunta la que hizo que la novela anduviera los caminos por los que ha andado.

Además, por supuesto, hubo lecturas que me influyeron: El vientre vacío, de Noemí López Trujillo; Apegos feroces, de Vivian Gornick; Permagel, de Eva Baltasar; Maternitat, de Sheila Heti… No en todas la maternidad es un tema protagonista, pero tratan asuntos que contribuyeron a mi imaginario a la hora de escribir la novela.

Helena, la protagonista, como dices, desea ser madre soltera y de alguna manera ese es el eje vertebral de la novela. ¿Qué interés literario tenía para ti abordar ese tipo (o cualquier otro) de maternidad?

Cuando empecé a desarrollar Tres lunas llenas, supongo que por esas ansias de ser madre de las que te hablaba, estaba leyendo y viendo mucha ficción en la que la maternidad es un tema presente, aunque no siempre principal. La maternidad con muchas formas distintas, no solo la idealizada, que es la que tenemos más interiorizada. Sin embargo, me faltaban ficciones sobre madres solteras por elección. No es que yo pretenda cubrir ningún hueco ni nada por el estilo, pero sí tenía la necesidad de responder a preguntas sobre este tipo de maternidad, ya que no las estaba encontrando. Luego, durante el proceso de revisión de la novela, me topé con varias novelas recientes que abordan la maternidad en solitario desde ángulos muy particulares: Dicen los síntomas, de Bárbara Blasco; Gina, de Maria Climent… Recientemente también he leído Mamut, de Eva Baltasar. Supongo que, a medida que se resquebrajan los tabúes, todas nos vamos atreviendo a escribir sobre ellos, o quizás se resquebrajan gracias a que los narramos, o es un proceso que se da en las dos direcciones. En respuesta a la pregunta, supongo que el interés literario era, como te decía, responder mis propias preguntas a través de la ficción.

¿Cómo crees que ayuda, ee deseo por ser madre, en la construcción de los personajes, en sus relaciones, sus reacciones…?

En realidad, la única a la que verdaderamente influye este deseo de ser madre soltera es a quien lo siente, que es Helena, la protagonista. Helena no comunica este deseo al resto de personajes debido a sus propios miedos y prejuicios, así que la influencia sobre ellos no es consciente, pero yo creo que sí inconsciente, porque todo el comportamiento y las actitudes de Helena para con ellos están marcados por ese deseo secreto que guarda y que no quiere compartir bajo ningún concepto, como si fuera algo vergonzoso. Yo he intentado que esa tensión que siente Helena se manifieste también en las relaciones que mantiene con su padre y con Natalia, su mejor amiga. Con ellos principalmente, y de forma más sutil también con el resto de los personajes.

En la novela, además, confluyen otros temas. Por ejemplo, la precariedad laboral y económica, parejo a cierto desencanto (no sé si generacional, porque afecta a varias generaciones distintas) por esa situación de inestabilidad a la que condena lo anterior.

Mientras escribía la novela, yo no era consciente de estar construyendo un relato contextualizado en la precariedad laboral que, como dices, afecta a varias generaciones, incluida la mía. Es algo que me han hecho notar algunos lectores posteriormente, con la novela ya publicada. Supongo que esta precariedad es algo que tengo tan asumido y con lo que he convivido tanto que ya ni me doy cuenta de que se filtra en todo lo que escribo. Da un poco de miedo pensar que la precariedad pueda formar parte incluso de tu identidad, y que quizás por eso no la vuelco conscientemente en mi escritura, sino que simplemente sale, como sale, supongo, el hecho de haber sido socializada como mujer, o el hecho de ser blanca o universitaria. Que Helena trabaje en condiciones precarias y no le quede otra que dejarse explotar por sus jefes mientras fantasea con una realidad paralela en la que es escritora y vive tranquilamente en una aldeíta no fue algo que tuviera que cavilar largamente, surgió así y ya está, supongo que porque es lo que he vivido, lo que veo en la gente de mi generación y a lo que siento que estamos más o menos condenados.

Otro tema que late en el libro es el crudo destripe que haces del sector editorial.

Esto sí que fue más consciente, la verdad. Mi experiencia en el mundo literario es corta, solo llevo siete años dedicándome a la divulgación literaria y los dos primeros lo hacía por puro amor al arte, pero es cierto que en este tiempo he ido observando dinámicas, costumbres y juegos de poder que no me gustan nada y sobre los que me apetecía satirizar un poco. La precariedad generalizada del sector; las personas que se creen súper importantes por haber publicado un libro; los talentos que nunca acabarán de despuntar comercialmente porque su escritura no es digerible por el mercado, o no encaja con las modas del momento; los que, al revés, se cubren de gloria y se mediatizan durante una buena temporada porque dan en la tecla exacta de la tendencia… Mi principal ocupación en este mundillo es la divulgación, y ya te digo que yo ando como pollo sin cabeza, siempre sintiendo que no estoy leyendo lo que tendría que estar leyendo para poder participar en el debate de turno, siempre pensando que llego tarde al último fenómeno editorial indie, o que no sé lo suficiente sobre la última autora del siglo XX que la industria ha decidido recuperar para volver a olvidarla dentro de tres meses… Para mí es súper complicado encontrar un equilibrio entre mi honestidad como lectora y comunicadora y las hipotéticas necesidades del público, porque al final yo hago de transmisora entre el libro y el lector, y me pregunto si tengo la potestad de hablarle solo de lo que a mí me gusta o si debería flexibilizar y asomarme a una literatura que no me llama tanto la atención, pero que desde todos los medios, pódcasts y cuentas de bookstagram te están diciendo que «hay que leer». En esto creo que las fajas, que es un elemento que Helena odia y yo también (porque Helena, en todo lo relativo a rajar sobre el sector editorial, es yo), han hecho y siguen haciendo mucho daño. Pero al mismo tiempo son divertidas.

En todo estos casos, y en algunas situaciones «delicadas» de la novela, utilizas el humor, tanto como una válvula de escape, como una manera de afrontar las cosas, como incluso una forma de analizarlas.

El humor tampoco fue algo consciente y, de hecho, el primero que me dijo que había percibido un constante sentido del humor en la novela fue mi padre, que yo creo que fue la primera persona que se acabó la novela una vez se publicó. Es decir, yo había revisado el texto miles de veces, la editorial lo había editado, y ni yo ni nadie habíamos hablado del sentido del humor del libro hasta que vino mi padre y me lo dijo, y a mí fue algo que me extrañó muchísimo, porque yo he crecido pensando que no tengo sentido del humor, ya me estoy quitando esa idea, poco a poco. Los únicos puntos en los que yo era plenamente consciente de estar metiendo golpecitos de humor son los relativos a Aru Sabal, el pseudopoeta al que edita la editorial donde trabaja Helena.

Y sí, desde que he decidido fijarme más en mi sentido del humor, en cómo lo empleo y qué rutas escoge para expresarse, me he dado cuenta de que, en realidad, está muy presente en lo que creo. Ahora, por ejemplo, estoy trabajando en varios relatos y, mientras los escribo, me doy cuenta de que contienen giros y situaciones humorísticas. A veces me río yo sola corrigiéndome, cosa que no sé si significará algo bueno o malo, pero es así. Creo que estoy aprendiendo a tomarme la vida menos en serio en general, y que eso me permite sacar un sentido del humor, en la vida y en la escritura, que antes tal vez también estaba presente, pero del que yo no era del todo consciente y, por tanto, no podía emplearlo y dosificarlo a voluntad.

A lo largo de las páginas del libro esta bastante presente el concepto de «duda». Sin evidencia absoluta, pero salpicando decisiones y personajes, traspasando esa sensación a los lectores, evitando juicios de ningún tipo.

Para mí, Helena vive en una duda constante. Duda de si su última relación sexual tendrá como consecuencia un embarazo. Duda sobre si hacer partícipes o no a los demás de una decisión que ya ha tomado y que va a ser determinante en su vida. Duda sobre si escribir o no escribir, sobre si decir una cosa o la otra, sobre si contactar o no contactar con su madre ausente… Creo que solo empieza a tener un poco más de seguridad y certezas a partir de su estancia en casa de Inés Caparrós. Supongo que, como casi todo, esta presencia de la duda fue surgiendo durante la escritura. Cuando empecé la novela, Helena era una mujer joven que quería ser madre soltera y que escondía a los demás ese deseo, y poco más. El resto de su psicología la fui descubriendo a medida que escribía. Pero para mí sí era importante lo que comentas de evitar el juicio. Creo que para disfrutar escribiendo y disfrutar leyendo, o viendo una peli o una obra de teatro, es imprescindible dejar el juicio de lado. Yo, como autora, no estoy de acuerdo al 100% con todo lo que hace Helena, y creo que es normal que sea así. Helena no soy yo y yo no haría las cosas de la misma manera que ella las hace. Pero, como escritora de ficción, tengo que ponerme en la piel de personajes que son diferentes a mí, en varios o en muchísimos aspectos. Si juzgo a mi personaje, voy a contaminarlo con mis prejuicios y va a resultar una versión corrupta y minimizada de lo que podría haber llegado a ser. Y me alegra cuando algún lector me dice que esa ausencia de juicio se percibe en la lectura.

En el libro se intuye cierto disfrute tuyo personal en la descripciones tanto literarias como emotivas (de lugares, personas, relaciones, situaciones….), pero más que con un afán de inventario o detallista, como algo necesario para entender lo que se nos está contando. ¿Fue así? ¿Con qué parte de la escritura disfrutaste más?

Creo que tengo muy metido en la cabeza lo de que, para contar algo, hay que mostrar, no explicar. Una de las cosas que más difícil me resultó en la escritura de Tres lunas llenas fue precisamente huir de la explicación en puntos en los que sentía que, si no explicaba algo con las palabras de la narradora o de los personajes, la esencia de ese pasaje o conflicto no iba a llegar bien al lector, iba a resultar confuso u oscuro. Creo que en esta primera novela no he conseguido mostrar todo lo que quería mostrar y que a veces he caído burdamente en la explicación, pero mi técnica de escritura ahora mismo da para lo que da; espero que, dentro de unos años, cuando relea Tres lunas llenas, pueda reescribir en un periquete esos pasajes con los que me peleé en su momento y que al final di por buenos por cansancio y por ser consciente de mis limitaciones, también.

Todo esto lo digo para ilustrar que, sí, me gusta la descripción como mecanismo para mostrar lo que está pasando realmente en la historia. Qué está experimentando el personaje, cómo se relaciona con sus personas más cercanas, qué miedos y frustraciones tiene. Me gusta también el simbolismo: los colores, las formas, las partes del cuerpo, los elementos de la naturaleza… en ese sentido hay pocas cosas dejadas al azar en la novela, aunque en las revisiones me di cuenta de que había depositado ciertas “pistas” o elementos de forma completamente inconsciente, aunque luego tenían su sentido, su lugar.

No recuerdo ningún momento destacado de disfrute; creo que disfruté, o padecí, toda la escritura con el mismo nivel de intensidad. Sí recuerdo que, durante el último 10% aproximadamente, fluí mucho con la historia. Yo pensaba que iba a ser bastante más larga, y sin embargo hubo un día que me senté a escribir pensando que sería uno de tantos, y de repente redacté la última frase del borrador, que es la misma en la novela editada, y me dije: «Pero si ya está. Si no hace falta añadir nada más». Acabé el borrador de forma inesperada, y ese efecto sorpresa sí que recuerdo que me produjo mucha satisfacción.

La novela se divide en tres partes (la Luz, el Norte y Helena), en el paso de la primera a la segunda, da la sensación de que nos encontramos con otra novela nueva (que, incluso, podría, salvando las distancias de las cuestiones argumentales que se necesitarían para comprenderlo bien, ser una novela independiente al margen de la primera y la tercera parte), hay otro tono, otro registro, una intención más espiritual y pausada como el personaje de Inés Caparrós, contemplativa, como un detener el tiempo y no solo en la vida de la protagonista. ¿Cómo te planteaste la escritura de esa segunda parte, tenías miedo de que el lector desconectara narrativamente de lo anterior, qué crees que aporta a la historia?

De nuevo, no hubo un planteamiento extremadamente consciente, sino que la escritura me fue llevando a un tono distinto en la segunda y la tercera partes. Yo misma notaba que el lenguaje se iba transformando al margen de mi voluntad. Algo que he aprendido con el proceso de creación de Tres lunas llenas es que, para mí, la escritura tiene mucho de intuitivo, de no saber muy bien hacia dónde estoy yendo o mediante qué vehículos hasta que llego allí, miro hacia atrás y comprendo mejor el viaje. También, como te comentaba, la gente que ha leído la novela me ha ayudado a comprender y a completar ese viaje, la verdad. En las primeras conversaciones con lectores me daba un poco de vergüenza reconocer que no sabía cómo o para qué había hecho algunas cosas, o qué significaban, pero luego escuché al autor Joan-Lluís Lluís decir que a él sus novelas se las explican sus lectores, y se me quitó un poco el complejo.

Tampoco me planteé si el lector podría desconectar a partir de la segunda parte, supongo que porque nunca temí que fuera así. De hecho, me parece que esta segunda parte es la que más reconforta a los lectores, algo de lo que al principio me extrañaba enterarme, porque es quizás la más simbólica y menos fáctica. Para mí es en esta parte donde se produce la gran evolución de Helena, y yo traté de que fuera una evolución interna, poco evidente externamente, pero que el lector pudiese captar mediante detalles, pensamientos, y también, claro, a través del tratamiento del lenguaje, que, como digo, no fue algo que me propusiera muy conscientemente, sino que fue arrastrándome a mí hasta que me di cuenta de lo que estaba pasando y dije: vale, creo que es por aquí, creo que esta es la manera de expresar el cambio que se está produciendo en Helena.

Si Helena hubiera tenido que escribir la faja de este libro, ¿qué crees que hubiera puesto?

«No leas este libro. Solo es uno más».