El 8 de octubre de 2016 el corazón del periodista y escritor Ignacio Carrión no pudo más y se paró para siempre. Perdíamos a una de las plumas más incisivas y sinceras que se han podido leer por estos lares en mucho tiempo. Conocerle fue uno de esos regalos que te hace, sin pedir nada a cambio, esta profesión. La «culpable» fue Almudena Amador, de la Llibreria Ramon Llull, a la que Carrión se refería como «mi librera favorita». No era extraño que el propio Ignacio, solo o con la compañía de su perrete Blues, recorriera andando la distancia que separaba su casa al principio de Blasco Ibáñez de la librería en su antigua ubicación, en la calle que le da nombre aún hoy en día.

Con Carrión compartí la presentación de un libro suyo, algunas pocas conversaciones, varios mails que certifican su lucidez hasta solo dos días antes del fatal desenlace y la admiración por el trabajo de una de las mejores librerías de la ciudad. Precisamente una de mis últimas visitas a su anterior emplazamiento fue para llevarme, el mismo día de su salida, los últimos libros que acababa de publicar Carrión y que su librera favorita acabo regalándome. Les hice una foto y se la mandé por whatsapp. No contestó. Como en una de esas casualidades que pensamos que solo existen en las películas, salí de la librería prácticamente al mismo tiempo que entraron dos de sus hijos. Seguramente nos cruzaríamos sin vernos, claro que no nos conocíamos. Llevaban muy malas noticias que luego el destino, en una broma pesada de las que le hubieran gustado escribir a él, acabó mitigándolas para recuperarlas de manera definitiva poco más tarde. Ese día Almudena escribió un pequeño texto sobre Ignacio Carrión. Los que le conocen saben que es, posiblemente, la persona con menor afán de protagonismo del mundo. Que lo comparta con nosotros es una suerte y el mejor homenaje posible hasta que le brindemos el que de verdad se merece.


Almudena Amador (Llibreria Ramon Llull)

A Ignacio Carrión le debo horas de lectura placentera y estimulante.
Le debo la admiración de quien contempla una vida tan vivida, exprimida y llena.
Le debo el afecto, el cuidado y el cariño que me ha regalado.
Le debo la elegancia de sus palabras y sus pasos, sus camisas y sus gafas, su exquisita escritura y su perfecta dicción.
Le debo haber visto el mundo a través de sus ojos y de sus diarios.
Le debo el sonreirme de sus «maldades», las que comparto y las que no.
Le debo la que parece ser su máxima, y es que es imposible aburrirse con él.
Le debo haberme emocionado, alegrado y preocupado.
Y le debo lo más bonito que me han dicho en mi vida de librera. Y que probablemente me dirán nunca.