Como si The Clash hubieran surgido en los años cincuenta. Como si Bob Dylan se hubiera levantado un día con la voz de Darren Hayman. Como si John Lennon hubiera cambiado al Maharishi Mahesh Yogi por la discografía de Violent Femmes. Como si New York Dolls hubieran visitado a Willy Wonka con Lou Reed y Marc Bolan. Así es la música de Ezra Furman. Así y de muchas maneras más. Es lo que tiene mezclar, sin prejuicios y con acierto, el archivo sonoro que guarda en su cerebro con solo 29 años.
A pesar de su juventud ya tiene seis discos a sus espaldas. Los tres primeros firmando como Ezra Furman & The Harpoons, pero sin variar sus obsesiones sonoras. Basta escuchar la primera canción («Mother’s day») de su ópera prima («Banging down the doors», 2007) para admitirla como base fundacional de su carrera (voz nasal, guitarras espasmódicas, el espíritu de Joe Strummer, el judío de Minnesota aullando,…). Abrir un álbum dedicándole una canción al día de la madre y cerrarlo con otra a la mayor gloria de Lydia Sherman (una especie de psychokiller del siglo XIX) da buena cuenta de lo convulso que puede ser su yo creativo.
Los otros dos trabajos de esta primera etapa («Inside the human body» y «Mysterious power», de 2008 y 2011 respectivamente) siguen la estela de su debut con distinto resultado. En el primero de ellos parece que Frank Black se haya tragado a Dylan (sí, otra vez) y cante cada vez que recibe una sacudida digestiva. En el segundo, siguen llamando a las puertas del punk, aunque suene con menor frescura que en sus entregas anteriores. Los aires cabareteros o el deje del Neil Young más ególatra no ayuda a que el disco fluya. Abandonar Minty Fresh (el sello donde antes que ellos grabaron bandas como Papas Fritas, Veruca Salt o Tahiti 80, con los que podrían tener algún punto en común) no fue una buena decisión. Es un disco que huele a final de etapa y así fue.
Regresa solo un año después firmando en solitario un álbum con el explícito título «The Year of no returning» (2012). Foto en portada con la nariz ensangrentada. La misma indefensión que parecen contagiar unas composiciones que han abandonado la energía y efervescencia hasta cuando no quiere que ocurra («Cruel Cruel Wolrd»). Como si fuera el Dr. Jekyll / Mr. Hyde a los que ofrenda en el primer corte, muestra la cara de un Furman comedido, que incluso modula la voz para alejarse definitivamente del fantasma dylaniano. El músico de dibujos animados quiere que le tomen en serio y acaba resultando aburrido.
Con «Day of the dog» (2013) reconduce los últimos dos tiros erráticos. Si cuando se acompañaba de The Harpoons cantaba que quería ser una oveja o que le ignoraran, ahora desea destrozarse a sí mismo. Vuelve la energía, las contracciones melódicas, el descaro, el aura de ser el nuevo cronista de nuestro siglo, en definitiva vuelve el Furman (guiño incluido a Bob Didley) que tanto se echaba de menos. Retomando los ejemplos del principio, es como si The Modern Lovers montaran un grupo de versiones de The Velvet Underground.
Algo debe de tener el aire de Chicago para los músicos, ese mismo que al igual que Furman han respirado Benny Goodman, Curtis Mayfield, Wilco, Tortoise, The Fiery Furnaces o el actor John Belushi (con los que no sería difícil establecer conexiones). Aunque cuando alguien firma un disco como «Perpetual Motion Picture» (2015) la opción paranormal se esfuma. Puede que resulte muy trillado decir que es un álbum redondo, con trece canciones que funcionarían como singles explosivos en cualquier país en el que David Bisbal no fuera más que el nombre de un linier de segunda división, que recorre todas las décadas de la historia del rock exprimiendo lo necesario, que respira rock and roll del bueno, de ese que se expulsa desde el tuétano. Una pequeña obra maestra.
Este artículo fue originalmente publicado en el numero seis de la newsletter Bis que, todos los jueves, llega al correo de sus suscriptores. Para apuntarse gratuitamente ir aquí.