Hay que reivindicar el placer de los bocados sencillos sin más aderezo que una buena materia prima y algo de gracia en forma de aceite, o un buen condimento. Al igual que uno visita una ciudad atraído por un único monumento, a estos lugares valdría la pena acudir con burreras para catar ciertos tesoros de su carta. Ojo, no son hallazgos a precio de oro. Porque reivindicamos el placer de lo exquisito y sencillo.
Como la burrata (foto) del restaurante italiano La Cantinella. Este prodigio elaborado a partir de leche de vaca en este caso (también se hace con búfala) directamente traída de la zona de la Campania, esa que tan sordidamente retrató Roberto Saviano. Y su vida útil es de exactamente 48 horas a partir de las cuales dejaría de estar fresca y en su punto. Una vez la pruebas, la mejor mozzarela pasa a una segunda división. Lo mejor de la burrata está dentro, cuando la partes y todo el suero se desparrama con una mantecosidad directamente proporcional a su calidad. Si la abres y todo se queda igual, no es burrata, o al menos no de la mejor.
Tras el entrante lácteo el cuerpo pide otro psicolabis. En Crudo Bar hay una conserva de ostra ahumada cuyo sabor indescriptible la aleja de la hermana ostra cruda. Y no pensemos en un precio prohibitivo. Es de esos placeres que solo necesita de una copa de vino o cava para acompañar. En este restaurante que posee una parada en el cercano Mercado Central, la sirven con una muselina de albahaca, y la ostra poderosa en su sabor y textura yodada nos hace desear más.
El plato principal nos acerca hasta El Aprendiz, en Benimaclet. En su carta de tres vías la gamba roja cruda y picante activa los resortes de la imaginación. Las gambas con un picadito de cebolla roja, tomate, lima, naranja y cilantro se acevichan con un golpe (o dos) de tabasco que las sitúan en el culmen de esta comida diletante.
Y en la búsqueda de un postre, también simple pero no simplón, a la altura de este menú exquisito y caprichoso, la brújula marca, en el mismo barrio, dirección norte: L’Amagatall. La primera vez que leí sobre la posibilidad de mezclar helado con aceite de oliva, fue en el libro «La cocina italiana» de Jamie Oliver. En este pequeño local de reciente apertura, la sopa de chocolate con helado de mandarina, sal y aceite, es un islote que brilla como una pepita de oro. Nos recuerda que lo bueno y sencillo, dos veces bueno.
Este artículo fue originalmente publicado en el numero ocho de la newsletter Paladar que, todos los jueves, llega al correo de sus suscriptores. Para apuntarse gratuitamente ir aquí.