Los coches oficiales son como los mundos paralelos. Allí dentro no se ve la realidad y la que se encuentran los que viajan en ellos, cuando se apean, está maquillada. Parece mentira que con unos gobernantes obsesionados con la imagen por encima de todo, con la apariencia como modus vivendi, mantengan una ciudad tan sucia como Valencia. O unos accesos a la zona marítima tan abandonados si uno decide acercarse andando desde la calle Doctor JJ. Dómine. Ellos nunca lo harían y esperar que piensen que alguien (muchos turistas incluidos) tenga esa intención es sobrevalorarles intelectualmente. Un terreno irregular, una acera mínima, un calor sofocante, un circuito de karts que parece un estercolero (pedir responsabilidades a quien se le concedió la licencia también es esperar demasiado), y sigan sumando.
Cuando se llega al Paseo de Neptuno cuesta más creer el pequeño Vietnam vivido antes. El paseo y las vistas ejercen un efecto amnésico en el visitante. Incluso el clima cambia. La oferta gastronómica también ayuda lo suyo. El nunca bien ponderado esfuerzo de los restauradores que viven al margen de estrellas, congresos, presencia mediática y proyección subvencionada. Recetas y materia prima de calidad componen su orden del día. El Restaurante Azahar es uno de ellos. Negocio familiar desde hace casi 10 años. Y eso se nota.
La camiseta firmada de Ever Banega es lo único que resalta de una decoración austera. Como si todos los esfuerzos se hubieran destinado a la cocina. La disposición del local (y el de todos los de la zona) regala una brisa impagable, sobre todo cuando los termómetros asustan superando los 30 grados. Un carpaccio de gambas nos da la bienvenida al sentarnos. La mejor manera de empezar la desgustación. Meloso, sin una tormenta de especias que escondan su sabor, regado con un estupendo aceite de oliva. Todos los prólogos del mundo deberían ser como este. Un salteado de ajos tiernos con gambas (con un huevo oculto en la base interna aportando un interesante contraste) confirma que el producto es bueno, muy bueno.
Sigue el homenaje a la cocina marinera con unos calamarcitos a la plancha. Los que tenemos cierto miedo a mascar este pescado (y la sepia) y creer que es un nuevo y exótico sabor de chicle, siempre nos enfrentamos a este plato con cierta prevención. Por eso solemos aprovechar algunas patas que quedan huérfanas para un primer acercamiento. Suelen estar más hechas y tienen menos cuerpo. Aquí están deliciosas. E invitan a degustar el resto. El corte fácil con el cuchillo augura lo que el paladar acaba confirmando. Cheiw, Bang Bang y Boomer deberán esperar otra ocasión para resucitar. Unas clóchinas que no despiertan pasiones (puede que la conversación en la mesa provocará en ellas sus letal efecto enfriamiento) son la antesala del auténtico protagonista.
Cuentan que el arroz rojo, lejos de ser el invento estrambótico de un cocinero aburrido, tiene su historia y tradición. De hecho, es conocido como el arroz de los pobres. Los carabineros eran el marisco al que tenían acceso y es suyo el caldo que genera esa curiosidad cromática (más un poco de colorante, como reconoce Jaime Contreras, jefe de sala). El sabor es muy similar al del arroz a banda. El grano está en su punto, perfecto de sal y en boca es una delicia. Nada que ver con algunos arroces que aspiran a entrar en nómina en alguna cementera. Para culminar la velada, una selección de postres caseros, en los que una tarta de varios chocolates y otra de queso ganan al sprint al resto.
Los vinos llevaron la etiqueta Lagar d’Amprius. Empezamos con un Chardonnay 2013, de sabor prolongado y aromas frutales que maridaba a la perfección con las sensaciones marinas de la comida. Seguimos con una de las botellas numeradas del Vendimia Selección 2012, más seco que el anterior en primera instancia, pero igual de fresco y persistente. Y cerramos con un Syrah + Garnacha del 2010, robusto e intenso en sabor y olor, que va ganando en sucesivas tomas.