cocido001Cada vez estoy más convencido de que tenemos dos vidas. La digital y la de carne y hueso. Nos tomamos demasiado en serio la primera y descuidamos la segunda. Creemos que estamos solucionando el mundo a través de una pantalla de ordenador y después, una conversación cualquiera, con algún miembro de la existencia terrenal, nos saca de nuestro error. Y eso afecta a todos los ámbitos. Incluido, por supuesto la gastronomía. Anda la gente pontificando, alabando, discutiendo o blandiendo sables justicieros, en la red, sobre cocineros, platos, recetas y restaurantes de los que la gran mayoría de los mortales jamás tendrá una opinión formada. Y eso no es que esté mal. El problema es que, a veces, esa otra realidad a pie de calle cae en el olvido.

Pocas cosas dan mayor satisfacción que una casualidad que termina bien. Por ejemplo, cuando un lunes con poco tiempo para comer y un bocata sencillo imaginado en la cabeza se entra en un bar de barrio, modesto y limpio, en el que ya se ha disfrutado algún que otro menú de mediodía, efectivo y sabroso. Se traspasa la puerta y al habitual ronroneo de la televisión se suma el de un lleno absoluto en las mesas, entregados los comensales a devorar las viandas que aún lanzan pequeños destellos de humo. Es el bar La Luna, en la calle Río Arcos, y los lunes toca cocido.

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El desfile empieza con un generoso plato de fideos. El caldo, suculento, tiene tanta sustancia que el paladar se recrea con cada cuchara hasta límites infinitos. En su justo punto de sal, como horas después comprobaré al no tener que estar saciando una sed imposible. El fideo, meloso, rico, impregnado de un aroma, cuyo dejo me acompañará durante toda la comida.

Los garbanzos alegran el asunto. Es uno de los alimentos más exquisitos y, a la vez, más maltratado en los supermercados. En La Luna tienen una cocción perfecta. Ni duros como bolas de petanca, ni protótipos de puré. Tienen cuerpo y sabor. Mezclados con el caldo alcanzan la plenitud.

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La celebración culinaria se culmina con el plato con carne y verduras. Una patata deliciosa, la zanahoria jugosa, el cardo contundente, la chirivía con la dulzura exacta, el jamón y el chorizo puro gozo, la carne se deshace y la pelota, elaborada por la dueña del bar, Esther Egido, un pasaporte a la gloria. Las prisas y el bocadillo perdiendo por goleada.

Un puchero del que se puede repetir cuanto se quiera, que no tiene que envidiar nada a otros de más renombre que han habido y hay en esta ciudad, y todo por 12 €.