El plato de arriba es uno de los más humildemente bellos que he comido últimamente: Agua de tomate con salazones y habas (con dos tropezones de pan). Ocurrió en Ciro el nuevo, por llamar de alguna forma, el traslado de hace un año (en abril se cumplió) a una ubicación en la que gana en amplitud y visibilidad. El plato de arriba es un prodigio de la sencillez, y de los colores. No hay que describir cómo sabe porque las huevas de maruca, la mojama (todas ellas en salazón), las habitas verdes y tiernas y la gelatina de tomate (con su agua que es mágicamente transparente)… no necesitan explicación. La tapa de arriba es un ejemplo, y hasta cuatro, de un menú que solo admite genuflexión.
Unos buñuelos de bacalao en tempura negra (el color de la tinta de calamar dota de misterio la comida) que parecieran rebozados con un pergamino crujiente, etéreo, que envuelve el libro del mar en cada bocado. Unas melosas patatas asadas con espuma de mostaza que engatusan hasta ablandarnos. Unas alcachofas a la plancha con lascas de jamón y trufa negra que desprenden un aroma que es suficiente como carta de presentación. Y un arroz con mejillones y ajos tiernos que es puente de tradición, para seguir con los tres mini-postres que homenajean a los clásicos desde el clasicismo: Una mousse de fruta de la pasión, un trocito de bizcocho de calabaza y una trufa de chocolate rebozada en kikos.
Condensar en el pequeño espacio de una tapa los sabores de nuestras referencias más cercanas con técnicas que las subliman, es hacer lo sencillo doblemente deseable. Capturar el tiempo, provocando que dentro de este ruido infernal en el que vivimos, otro tiempo suene más despacio. Un prodigio de la concreción sin palabras de más. Y no hay tiempo que perder, oigan.
Restaurante Ciro. C/ Rascaña, 16.
Este artículo fue originalmente publicado en el numero veintitres de la newsletter Paladar que, todos los jueves, llega al correo de sus suscriptores. Para apuntarse gratuitamente ir aquí.