Cierra el videoclub Teles. Aquel al que Sokolov le dedicaron una canción. Dentro de un mes, todo su impresionante fondo de armario reposará en la distintas casas de los clientes que llevan ya unos cuantos días visitando el local. Yo sólo he estado dos veces en el Teles. Una hace dos años por una cuestión laboral (el Teles era la columna vertebral de un programa de cine en el que trabajé) y otra la semana pasada. La primera vez fue como entrar en otra dimensión, en un mundo paralelo. Como un viaje a la infancia cuando uno tenía la capacidad de sorprenderse intacta. Viendo aquellas paredes atestadas de películas y más películas, debí quedarme con la boca abierta. La segunda mi mirada se fijó (además de en los títulos que aún estaban a la venta) en el ir y venir nervioso de la gente. Un chico daba vueltas en círculo con un puñados de deuvedes como el animal que defiende a sus crías de ataques externos. Un señor canoso hacía fotos a las estanterías que acogían clásicos imperecederos. Un hombre trataba de explicarle a su hija que «en esa parte no pueden entrar los niños, que es sólo para mayores». Dos mujeres festejaban, como si les hubiera tocado la lotería, que Intocable estuviera disponible.
Pero como digo nunca fui cliente del Teles. Yo era del San Luis, del Waksman, del Flamingo y del Cristy. Imagino que la calle donde uno vive acaba marcando esas militancias. Esos cuatro videoclubs fueron los que me inocularon el amor por el cine. Los que forjaron mi atolondrada formación, mezclando géneros, nacionalidades y películas sin ton ni son.
El San Luis, hoy reconvertido en una especie de tienda de lámparas o cachivaches varios, fue todo un acontecimiento en el barrio. Aquel señor gordo que lo regentaba, aquellas estanterías llenas de vhs con películas de acción que hoy nadie recordará, aquellas fundas de color chillón, aquel ambientador que tantas veces se repetía en otros videoclubs. Desde el balcón lo veía. Soñaba con ver todas las cintas que allí tenían, incluida El baldiri de la costa, cuyo título me llamaba, tanto, la atención. Cada semana, después de devorar la revista Vision 3 (yo llegué tarde y de rebote a Fotogramas), bajaba con la esperanza de alquilar los films que había señalado. Cuando me compré (por correo) el libro Las 1000 mejores películas en vídeo de José Luis Mena la obsesión fue mayor porque este incluía al lado de cada ficha una casillita para poner una cruz una vez visionada la cinta. Aquellas páginas y yo nos volvimos inseparables. Aún sabiendo que mi fobia al género de terror me iba a impedir culminar con éxito mi propósito de verlas todas.
Si el San Luis fue una especie de escuela de iniciación (recuerdo perfectamente lo que tardé en decidir cuál sería la primera película que vería en mi reproductor de vhs, como si aquella decisión fuera a significar algo en mi vida. Al final fue La fuga de Alcatraz. La segunda, Sé infiel y no mires con quién), el Waksman fue la fiesta del cine. Cada fin de semana me llevaba hasta ocho películas. Un par de novedades, algo de comedia española, un clásico por aquí, un título que Carlos Pumares había recomendado en su Polvo de estrellas, una carátula que me había llamado la atención y otras cintas a las que siempre encontraba algún atractivo. Mi cabeza llegaba al domingo con un potaje audiovisual de lo lindo. De Alfredo Landa a Lee Van Cleef, pasando por Paul Newman, Henry Fonda, Diane Keaton, Matt Dillon, Ava Gardner o Nastassja Kinski. Era un ansia por ver películas que no he vuelto a sentir. Podía montarme un programa triple, para la tarde del sábado, con pausas, sólo, para merendar y ver la serie del Profesor Poopsnagle.
El Flamingo era el videoclub pijo. Sus carteles, su luminosidad, su amplio espacio, el hecho de que prácticamente se nutriera de novedades, el precio de las mismas. Ir a él era como una fiesta de domingo en la que tus padres te consienten un capricho. Nunca llegué a estar tan a gusto como en los otros (pequeñas cuevas, todo sea dicho), pero en ocasiones eran los primeros en tener algunos títulos y, sobre todo, tenían varias copias. Resulta curioso que de todos los videoclubs que formaron parte de mis primeros años como devorador de películas es el único que permanece abierto (dejó su exótico nombre por una franquicia más de la cadena Rados). La cantidad de comedias americanas tontas que me proporcionaron no lo he podido olvidar. El culmen fue el viernes noche que mi hermana apareció con 13 asesinatos y medio. Difícil olvidarlo.
Al Cristy llegué adolescente. O incluso más mayor. No era un videoclub cercano. O te llevaba alguien o ibas en bus (hoy esas distancias sería ridículas no hacerlas a pie). Pero tenía buen fondo. Creo que fui poco y, que en realidad me hice cliente asiduo cuando tuvieron la excelente (¿y pionera?) idea de alquilar cd’s y videojuegos. Pero también lo añado al recuerdo nostálgico-visual de mi memoria videoclubera. Esa en la que Akira Kurosawa y Fernando Esteso caminan de la mano. Y que, a veces, tanto echo de menos, por lo que tenía de desprejuiciada y pasional. Larga vida a los videoclubs que aún resisten.