Javier Pérez Alarcón. Foto: Jesús Jornet.

¡Epa! Aquí Javier Pérez Alarcón, traductor audiovisual de profesión (que si rima, ya se sabe que es verdad). ¿Y qué significa eso? Pues que seguramente haya estado en tu casa sin que lo sepas y… ¡No, no! ¡Suelta ese teléfono! ¡No llames a la policía! Me refiero a que me dedico a traducir guiones de series y películas para que los repartos de doblaje hagan su arte, aunque de vez en cuando subtitulo. Vamos, que si los actores de doblaje son los equivalentes a los actores de imagen del original, yo vendría a ser el equivalente al guionista. ¿Me he explicado? ¿Sí? Perfecto, pues seguimos.

Nací allá por noviembre de 1990 en Valencia, y aunque también he vivido en Salford (el Mislata de Manchester) y en Madrid, al final la familia y los amigos son lo que más tiran y me quedo aquí, en la terreta. Soy un tipo tranquilote, de los de batín en ristre y pantufla en astillero, que tiene la suerte de poder trabajar en lo que le gusta y, más aún, hacerlo desde casa.

Desde que me gradué en Traducción e Interpretación en la Universitat Jaume I, allá por 2013, y entre croqueta y croqueta, he traducido más de 150 obras para doblaje, o sea que de esto se vive. Que si El cuento de la criada por aquí, que si The Terror por allá, que si ahora me pones un Good Omens, que si una tapita de Love, Death and Robots, que si una ración de Mister Link: el origen perdido… En fin, para mí es un placer poder aportar mi granito de arena a la difusión de la cultura para que ustedes puedan gozar viéndola igual que yo gozo traduciéndola: muchísimo (y en pijama). También soy profesor en el Máster en Traducción Audiovisual de la UEV, pero ahí no me dejan ir en pijama. De momento.

Pese a ser, como decía, más bien tranquilo, también me apunto a un bombardeo, así que no es raro verme en unos cuantos saraos o recorriéndome las ciudades españolas b̶u̶s̶c̶a̶n̶d̶o̶ ̶d̶ó̶n̶d̶e̶ ̶s̶e̶ ̶c̶o̶m̶e̶ ̶b̶i̶e̶n̶ dando charlas sobre esto del traducir, lo que aúna tres de mis grandes pasiones: la traducción, conocer ciudades distintas y ponerme como el Tenazas. ¡Tremendo combo!

Me gustan las croquetas, las boinas, Twitter, Tom Waits, hablar, ser un viejoven (aunque cada vez más vie y menos joven), el cine, la música pocha, la ciencia ficción (tanto la de diálogos como la de robots gigantes y láseres que hacen piu piu), Nick Cave & the Bad Seeds, los superhéroes (desde pequeño, de esta adicción no se sale, amics), Terry Gilliam, hablar, ir a esmorzar, los chascarrillos (buenos o no), Leonard Cohen, hablar (en público esta vez, por variar), Guillermo del Toro, las tartas, los Eels, Ben Caplan, ir al teatro, el cine de Nacho Vigalondo, Ray Bradbury, las patatas bravas, Terry Pratchett, las bolitas de coco, ir a ver comedia en vivo, Tarantino, los juegos de palabras, Neil Gaiman, el folk, la gente que consigue contagiarte sus pasiones, los hermanos Coen, Faemino y Cansado, hablar, el café, y hablar tomando café. También procuro estar bien hidratado y pagar mis impuestos sin hacer chanchullos para así evitar que los servicios públicos se vayan a la mierda.

No me gusta que me pregunten que a quién doblo (a nadie, joder, ¡A NADIE!), que por qué los traductores cambiamos los títulos (¡los decide la peña de marketing!), los recortes en servicios públicos, la ingeniería fiscal para ahorrarse impuestos, la escatología, los políticos que legislan para llenar el bolsillo de sus amigos a costa de putear al ciudadano de a pie, el brócoli, la gente que habla o saca el móvil en el cine, ni la intolerancia.

Un disco: Complicado quedarme con solo uno [ya empieza jodiendo el tío], pero creo que sería La Mandrágora, esa joya disfrutona e irrepetible del maestro Javier Krahe, Joaquín Sabina y Alberto Pérez, grabada en un garito madrileño y con perlas como la atea El cromosoma, la macabra La hoguera, la burlona Un santo varón o la melancólica Pongamos que hablo de Madrid. Es uno de esos discos que escuché 700 veces siendo pequeño y yendo en coche con mis padres (y otras tantas ahora) y que me sirvió de droga puente a la sátira dura que era (es) Krahe en solitario.

Una película: Ed Wood, escrita por Scott Alexander y Larry Karaszewski y dirigida por un Tim Burton en plena forma. Siento debilidad por las historias de gente con más pasión que talento, y Ed Wood es posiblemente la quintaesencia de esto: un pobre diablo que tenía muchas ideas, pero muy pocos medios y oficio para sacarlas adelante. Martin Landau hace un Bela Lugosi soberbio y Johnny Depp sabe mantenerse en la línea del histrionismo justo y necesario. ¡Y está en glorioso blanco y negro! Entrañable donde las haya.

Un montaje escénico: El musical de Ana Frank. No, en serio, el musical de Ana Frank. Eso es algo que existió (y que, vaya usted a saber por qué, no duró demasiado en cartelera) y que tuve el privilegio (¿?) de ver en Madrid allá por 2008 en un viaje con mi clase de bachiller… Bueno, una experiencia inolvidable, ¿eh? Más allá del dudoso gusto de la obra, es que encima cometía un pecado imperdonable: ¡casi todas las rimas eran en infinitivo! [el tío se irrita precisamente por eso] Ah, bueno, y lo de Hitler bailando un vals que culminaba en unas GIGANTESCAS banderas nazis desplegándose ya no sé si rozaba la apología o qué. Un delirio febril que me alegro de haber podido ver y que viene de maravilla como frase para romper el hielo: «Hola, ¿quieres que te cuenta lo de cuando fui al musical de Ana Frank? ¿No? Bueno, no te molesto entonces».

Una exposición: Recuerdo con mucho cariño y fascinación El cartel polaco: 1900-1939, una selección de cartelería de fiestas, películas y espectáculos en Polonia que exhibió el MuVIM allá por 2007. Yo era un jovencito confuso de 16 años y pico por aquel entonces, pero me acuerdo perfectamente de quedarme extasiado con el estilo de diseño, tan distinto del que estamos acostumbrados aquí. ¡Ojalá poder volver a verlo con ojos de ahora!

Un libro: Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett, más conocido como E, el líder de los Eels. Un compendio autobiográfico de putadas, amores, desamores, muertes, triunfos y fracasos que sirve (sin pretenderlo) como libro de autoayuda (insisto, sin pretenderlo, que detesto los libros de autoayuda), porque parafraseando su Wonderful, Glorious, «hasta un desdichado como yo puede salir adelante». ¿Es necesario conocer a los Eels para disfrutar del libro? Para nada. Yo lo descubrí en último año de carrera, en la biblioteca de la universidad, lo leí, y a raíz de eso me volví ultrafán. ÚNANSE A MÍ. SOMOS LEGIÓN.

Una serie: ¿Solo una? [vuelve a dar por saco con lo de que si solo una] Entonces me quedo, sin lugar a dudas, con Seinfeld, la que es para mí la mejor sitcom de la historia y que supuso una ruptura con el buenrollismo que imperaba en los 90 en el género. Aquí no tenemos personajes enrollados, guais y ultrasimpáticos. Más bien al contrario: quien más quien menos es despreciable a su manera, no hay moraleja, y de hecho una de las columnas vertebrales de los guiones es que «ni se dan abrazos ni se aprende nada». Yo, que fui un niño viejo, la veía en Canal+ y siempre la recordé con cariño. Años después, ya adulto, me regalaron el pack de la serie completa y la volví a ver con cierto miedo a que la mayoría de sus virtudes se debiesen al filtro de la nostalgia, pero nada más lejos: ¡me gustó más todavía! Recomendadísima para regodearse en el vinagrismo que todos tenemos en nuestro interior (el volumen en sangre ya depende de cada uno).

Una serie de animación: No es por barrer para casa porque la tradujese yo para doblaje, pero de verdad que Dedé y Phillip (Danger & Eggs, disponible en Amazon) es una maravilla moderna: aventuras, ciencia ficción y una representación queer brutal en una serie de 13 episodios con unos diseños coloridos, dinámicos y divertidos que cuentan las aventuras de Dedé, una niña muy echá palante y su mejor amigo Phillip, un huevo parlante (sí) inseguro y obsesionado con la seguridad. En cualquier otra serie, esto provocaría mil y una disputas y choques entre personajes, pero en esta lo que tenemos es una relación sanísima en la que se complementan mutuamente. Como dicen ellos, «es el sistema de compis: tú me cuidas a mí y yo te cuido a ti».

Una revista: La de números de Fotogramas que me han acompañado desde que era chaval y lo que he aprendido leyendo a titanes como Fausto Fernández es inconmensurable. ¡Un clásico!

Un icono sexual: No me escondo: las croquetas. O Christina Hendricks. ¿Christina Hendricks sabe hacer croquetas? Bueno, y Stefania Ferrario. Ay.

Una comida: Las croquetas ya están dichas (soy muy de comida casera, o como quieren vendernos ahora para sablarnos más pasta, comfort food), así que voy a tirar por el arroz con pollo al curry o un buen entrecot al punto, o directamente la carne a la brasa que sirven en el Cienfuegos. Manjares de dioses. Bola extra: cualquier cosa que sirva Òscar, del Àpat de Barcelona. Menudo templo del buen yantar, la virgen.

Un bar de Valencia: En abstracto, cualquiera donde pueda arrearme un buen esmorzar con mis amigachos, pero si concretamos, y más de tardeo, hay que ir al Rivendel, en el carrer de l’Hospital, liderado por la aguerrida Julia y el intrépido Martín. Personal amabilísimo, una terraza estupenda, un interior tan acogedor que le entran ganas a uno de ponerse el batín y las pantuflas, y una tortilla de patata que debería ser patrimonio hispanoargentino. Además, son cuna del Drawing Fighters, donde dibujantes de toda ralea se curten el pincel para disfrute del respetable, y cada dos por tres están organizando noches temáticas, conciertos, exposiciones… Más que un bar, un centro cultural.

Una calle de Valencia: Le tengo bastante cariño a la calle Cádiz, que no solo es donde está la maravillosa Librería Bartleby, sino que me sirve de punto de entrada a Ruzafa, donde tantas buenas tardes he echado en buena compañía. Lo de la gentrificación salvaje ya tal, claro.

¿Con quién te tomarías un vermut? Un vermut y lo que haga falta con Tom Waits, por favor y gracias. Y si no puede ser (por lo que sea), pues con alguien que tenga algo interesante que contar, que lo importante es salir de casa.