Compartimos con Felip Bens su reivindicación y querencia por Valencia. También su pasión por la literatura y la música. Pasear con él por sus sitios favoritos de la ciudad, tan ligados en su caso a la historia de la misma y sus propios recuerdos, ha sido un verdadero placer. Y como no somos egoistas, aquí lo tenéis:
Soy Felip Bens, aspirante a navegante y a escritor, y “fill del Cabanyal”. Con 17 años me embarqué en el Juan Sebastián Elcano para circunnavegar el globo y desde entonces aspiro a volver a navegar y a dar vueltas, al mundo o al golfo de Valencia. Mientras ahorro para comprarme el barco lo hago a través de los libros, escribiéndolos, leyéndolos o editándolos. En 2015 hará 20 años que montamos L’Oronella, que cuenta con 200 títulos en catálogo y edita la revista Lletraferit, de la que acabamos de publicar la edición 91 (3ª de esta 2ª época). Hace poco he publicado «El cas Forlati», en valenciano y castellano, una prometedora novela negra.
Mis cinco lugares favoritos de Valencia son:
Grada de Orriols
Fila 9, asiento 85 de Grada Central. Allí me siento desde que tengo uso de razón. No porque sea un fanático levantino, como dice mi madre. De hecho, el fútbol allí no es importante. Pero el Llevant es nuestro lugar en el mundo. Mi padre me llevó a Orriols antes de que andara. Allí crecí con sus amigotes (mis tíos) y sus hijos (mis primos). Allí viví de pie, conmocionado, el minuto de silencio cuando se nos murió. Allí sigo, con mi hijo, al que (doy fe) ya llevaba al estadio antes de andar, como fiel observador de las tradiciones que soy. Junto a los amigos con que estreché lazos en esa grada. Junto a sus hijos. Hemos celebrado goles como posesos y hemos maldecido árbitros, pero todo eso es circunstancial: Orriols solo es nuestro lugar en el mundo, un escenario irrepetible de nuestro ser.
Jardín de la Lonja
Cada martes y jueves recogía a mi hijo a las 5 de la tarde en el Colegio Cervantes. Yo miraba de reojo madres en edad de merecer, mientras él jugaba en el parque. Luego entrábamos en la ciudad por la puerta de Quart, paseando hasta el Tossal. Callejeábamos por un Carme que aún tenía mucho de Beirut hasta la plaça del Correu Vell, tan florentina; allí nos sentábamos sobre el pretil de la fuente y mirábamos las nubes recortarse sobre las cornisas. A veces tomábamos algo en la terraza del Negrito, escenario de andanzas muy distintas apenas unas noches antes, apenas unas noche después.
El destino era el Jardín de la Lonja, donde pasábamos horas sin que nadie nos importunara, recreando historias de gárgolas que al anochecer mudaban en seres de carne y hueso. Después, o mientras tanto, hacíamos los deberes. Había naranjos y la solemnidad de las almenas. Salíamos del jardín de casa por el salón columnario, con sus palmeras que cubrían un cielo estrellado. Una tarde escondimos una moneda entre las piedras de la fuentecilla y fantaseamos con que, muchos años después, mi hijo llevaría allí al suyo y, con la excusa de recuperar la moneda, le hablaría de las gárgolas y de su infancia.
La Dársena Norte
Antes de la Copa del America allí había una escollera que llevaba al paretó y al faro viejo. Allí fumamos los primeros cigarros furtivos y planeamos cómo sería nuestro barco, nuestras travesías, nuestros puertos, nuestras mujeres en cada ídem… Allí recogíamos gusanos para pescar, nadábamos y escondíamos tesoros entre las rocas inmensas dejadas caer sin ton ni son. Allí lanzamos años después las cenizas del padre de mi amigo.
Ahora voy en bici, especialmente en invierno y de noche, cuando apenas nadie se aventura. A veces me alargo hasta la dársena sur y hago unos abdominales junto a las patrulleras de la Guardia Civil; otras llego a la Estación de Radio, en la dársena norte, y me siento en el embarcadero a observar los veleros. Las menos invito a alguna incauta a admirar la costa desde el 39º 27N. En invierno el restaurante suele estar cerrado, pero se puede acceder a la terraza. Los días claros se distinguen los depósitos de combustible del Puerto de Sagunto y se intuye el castillo allá donde la majestuosa Serra Calderona languidece.
El Calypso
La noche valenciana ha tenido un sinfín de míticos garitos de rock, entre los que siempre descollaron el Pinball o el Swan, que cerró hace unos meses. Paco, Pili y Víctor le pusieron a Russafa una guinda de música virtuosa, copas con encanto y ambiente selecto, el Calypso. Uno puede quedar a media tarde en el Slaughterhouse con alguna intención intelectual, chisparse a base de vinos, cenar entre libros y marcharse a bailotear a la sombra de la iglesia de Sant Valero, el último icono del antiguo pueblo de Al Russafí. Russafa es amplia y poliédrica, pero buscadme en la cueva en que la hija del titán Atlas sedujo a Ulises.
Mercat del Cabanyal
Me gusta la forma singular en que el sol baña, penetrando vertical entre las casas bajas, la calle Escalante. Hoy es un esperpento de ruinas y patada en la puerta, pero no hace tantos años un viejo reparaba redes de pesca, con un caliqueño colgándole de la comisura de los labios, mientras la gente pasaba y lo saludaba o le preguntaba si pensaba que llovería. El pescador murió y el Cabanyal agoniza. A esa altura, pero en la calle la Reina estuvo (donde hoy hay un “bar de chinos”) el café El Polp, con su fervor levantino y sus bastidores de capellanets y pulpos secándose sobre la fachada trasera. Y muy cerca estaban Los Panchos. En el pub en que bailaban nuestros padres, con los rigores del régimen, se alza ahora el No hay nada mejor que 27 amigos, impulsado por Flo y Laslo, para alargar las húmedas noches de invierno a golpe de directos, djs y otras actividades culturales.
Es aconsejable que la noche no tome vida propia para pasar una dulce y suave resaca el sábado por la mañana en el Mercat del Cabanyal, comprar un poco de pescado y pensar en cómo cocinarlo tomando un quinto en el bar del mercado, entre la exuberancia hortofrutícola. Si el quinto sabe a poco, obligatorio el vermut en la terraza del Travessia.
Agradecimientos: Departamento de Comunicación del Levante U.D. y Calypso.