La vida de Manuel Altolaguirre fue fascinante. Por eso no hay ninguna serie que nos la cuente. Fue uno de los fundadores de Litoral. La revista, no la fabada. Dirigió durante la guerra civil La Barraca, aquel grupo teatral que crearon Lorca y Ugarte. El golpe fascista lo trajo a Valencia. Aquí coincidió con Octavio Paz. Militó en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Aunque dos hermanos suyos fueron fusilados durante el conflicto bélico por las tropas republicanas. Estuvo preso en un campo de concentración francés. Incluso en un manicomio. Huyó a Cuba y después a México, donde acabó trabajando de guionista. También dirigió una película que acabó costándole la vida. Se titulaba «El cantar de los cantares». Volvió a España para presentarla en el Festival de San Sebastián. Pero nunca lo consiguió. De camino tuvo un aparatoso accidente con el coche en el que viajaba. Su segunda mujer murió en el acto. Él, tres días después. Fue el gran tapado de la Generación del 27. Cuenta el profesor Francisco Caudet, en uno de los artículos recopilados en las magníficas «Crónicas de la transición valenciana», de Jaime Millás, que Altolaguirre hacía papel con las camisas de los muertos en combate. Duele pensar en tan magno esfuerzo cuando ahora el papel se utiliza para imprimir libros de Belén Esteban, Chimo Bayo o Mario Vaquerizo. Sus vidas sí son conocidas. Y vacías, como queda, después de volcarla en un plato, una lata de Litoral. La fabada, no la revista.