Josep Sorribes es economista, profesor de la Universidad de Valencia y entre 1983 y 1989 fue Jefe de Gabinete del alcalde de Valencia, Ricard Pérez Casado. Sin embargo, si aparece en las páginas de Verlanga es porque es uno de los mayores conocedores de esta ciudad. De su presente, pero también de su pasado, de su historia. Y, tal vez lo más importante, una persona que se cuestiona continuamente sobre el futuro de la misma, invirtiendo su tiempo y conocimientos en pensar cómo podría mejorar.

Nadie más adecuado, pues, para que nos hable de su València.

Foto: Diego Obiol

Hace ya unos cuantos meses mis amigos de Verlanga me propusieron participar en un espacio especialmente atractivo para mí: La ciudad que nunca se acaba. El «juego» es sencillo. La persona invitada (les agradezco sinceramente la deferencia) selecciona 5 lugares de la ciudad que tengan para él un significado especial. Realizada la selección de lugares (siempre hay bastantes más candidatos que los que permite el formato) ellos se encargan de elaborar un survey fotográfico de los lugares y de elegir the winner. Al invitado (en este caso un servidor) “sólo” le queda parir un texto explicativo a ser posible ágil y relativamente interesante. Y en ello estoy intentando encontrar “el tono” e iniciar de este modo el por otra parte agradable encargo.

Como el lector puede suponer no me resultó fácil seleccionar 5 lugares que tuvieran algún significado especial para mí. Durante varias semanas le di bastantes vueltas al asunto mientras iba o venía de quehaceres varios. Al final, opté por elegir algunos escenarios que de alguna manera habían “marcado” o estaban relacionados con diferentes etapas de mi existencia. De ese modo,los lugares tendrían algo de “flashes” autobiográficos aunque con 63 tacos recién cumplidos elegir 5 “etapas” era necesariamente un simplificación con mayúsculas. Decidí de todas formas intentarlo y éste es el resultado.

Morata y el verde

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Fotos: Miguel Ángel Puerta.

Fotos: Miguel Ángel Puerta.

La memoria es esencialmente caprichosa y retenemos siempre una pequeña parte. Y si hablamos, como es el caso, de la infancia, las neuronas sabrán lo que se hacen. Morata: una serrería ubicada a escasos metros del cruce de la calle Quart y Guillén de Castro en dirección a la Avda. Fernando el Católico. Allí, en la acera esperábamos al «Verde», un  studebaker con un enorme morro que albergaba el motor y una estética autárquica. Era el autobús del cole que nos llevaba y traía cuatro veces al día del lejano Colegio de El Pilar. Y ello tuvo lugar, aproximadamente, desde mis cinco años hasta mis once o doce cuando cambié el Verde por el tranvía de circunvalación (el «cinco») acompañado por mi hermano Paco, dos años mayor que yo. Bajábamos en el Puente de Real y «chino, chamo» hasta El Pilar. Cuatro veces al día. Desde luego hicimos piernas.

Pero volvamos a Morata y al Verde. En la parada éramos 4 o 5 y no íbamos a estarnos quietos hasta que viniera el bus, así que  nos inventamos algunas distracciones. La más importante y habitual era «robar» de la serrería un taco de madera de  dimensiones adecuadas e improvisar un partido de fútbol en el que el taco era, claro está, la pelota y dos de los alcorques de perfil metálico que había en la acera, las porterías. El apasionante partido podía durar 5 o 10 minutos, dependiendo de la puntualidad del Verde, pero si la memoria no me falla nos los pasábamos en grande. Claro que, de vez  en cuando, creo que casi siempre, el taco iba a dar al tobillo de los viandantes y tenía preferencia por el género femenino y sus medias. Cuando nos caía la reprimenda, dejábamos de jugar y agachábamos la cabeza en señal de contricción hasta que el o la afectaba se perdía en el horizonte. Había otro damnificado pero éste no se quejaba:las gruesas botas de Segarra que mi padre nos compraba todos los años antes de empezar las clases.

Cuando no jugábamos al taco, el mismo lugar nos proporcionaba otra distracción no exenta de emoción. Cogíamos un chavo (la moneda de 10 céntimos de peseta de la época) y después de mirar a derecha e izquierda por si pasaba algún coche (pocos circulaban por entonces), corríamos a la vía y depositábamos la mercancía. Cuando pasaba el «cinco» en dirección a Xàtiva , a unos pocos metros de la acera, reteníamos la respiración. Cuando había pasado, alguno de nosotros  corría a por el botín: el chavo se había convertido en un enorme (o eso nos parecía) círculo de metal que ya no tenía poder adquisitivo pero era un preciado tesoro.

Cuando llegaba el Verde no nos contrariábamos porque sabíamos que nos aguardaba más de media hora de jolgorio. En el asiento de detrás estaba el casino donde con la mano hueca levantábamos los cromos de futbolistas que luego cambiábamos en el cotidiano rastro motorizado. Y así pasaron 5 ó 6 cursos y la tira de tacos, chavos y cromos. ¿Cómo olvidarlo?

Todo eso, y muchas más cosas, sucedieron «gracias» al empeño que tuvo mi madre para que fuéramos (los siete hermanos y todos pagando) al muy ilustre colegio de El Pilar. Vivíamos a 100 metros de Morata, en la calle Quart 71 (ahora 61), al lado de la ferretería Dolç, que ahora está enfrente. Mi padre era perito industrial de la Papelera Española, en la Malvarrosa,  y tenía un pequeño sobresueldo por dar clase de matemáticas cuando acababa el trabajo (su otra pasión además del fútbol) en la Escuela de Peritos en la Avda. José Antonio (hoy Antic Regne). Éramos, por tanto, de «clase media» y nos hubiera tocado ir a las Escuelas Pías de la calle Carniceros donde mi tía tenía un horno en la  hoy reformada Plaza de la Encarnación. Pero a mi madre alguien, con ascendiente, le dijo que «en el Pilar hacían hombres» sin especificar que hacían en los otros centros educativos. Y como mi madre mandaba más que el guerra (a pesar de la imponente estampa de mi padre, corpulento, calvo precoz, con bigote espeso y mirada fulgurante), allí fuimos los siete y allí se quedó entero el sobresueldo paterno (o más). Las derivadas y las ecuaciones diferenciales tuvieron siempre un ávido perceptor. Y así fue, para bien o para mal y de no ser por el «consejo» recibido y las ínfulas maternas no hubiera habido ni Morata ni Verde.

El Forat de la Vergonya

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Fotos: Diego Obiol.

Fotos: Diego Obiol.

Daré un salto de quince años. La imagen: un estrecho y bajo agujero practicado en un muro al  principio de la calle Agustín Lara en Els Orriols. La fantástica obra de ingeniería permite a los vecinos del barrio acceder a la antigua carretera de Barcelona (hoy Avda. de la Constitución) en su tramo final tras el cruce de Salesianos, sin necesidad de dar un largo e incómodo rodeo. Si la memoria no me falla, yo caí en la cuenta del sin par agujero en 1970 o 1971 cuando temporalmente viví por allí, como luego explicaré. Luego he vuelto al lugar varias veces. La penúltima  a principios de la primavera para asegurarme que todavía seguía allí y la última en el pasado mes de Mayo, acompañando a Diego Verlanga para que hiciera las fotos de rigor. En alguna de mis visitas intermedias alguien había pintado con alquitrán: «No teniu vergonya». De ahí el título.

Pero vayamos al principio porque, de alguna manera, el dichoso agujero me recuerda lo que podría ser «mi juventud». Cuando lo «conocí» tenía 19 o 20 abriles. ¿Qué hacía un chico de la calle Quart por aquellos andurriales?. La cosa tiene su enjundia sobre todo por ser una prueba más de la importancia del denostado azar. Yo ya había ido a Orriols en sexto de Bachiller cuando no recuerdo porqué, el padre Antonio (un corpulento y simpático cura con el que me confesaba porque no solo era franco sino que no comportaba peligro pedófilo) me envió en misión de «apostolado» a un club de jóvenes que estaba en Hermanos Machado en la parte del barrio. No sé para qué coño (perdón por la expresión) me envió allí y sólo recuerdo estar como un pasmarote mientras el personal bailaba. Cogía el tranvía bajo de casa y ….

Aquello  duró sólo aquel curso y si he hablado del azar es porque cuatro años después volví al barrio. Y esta vez sí me acuerdo el cómo y el porqué. Cuando acabé el PREU me enrolé (o me enrolaron) en un grupo seglar de apostolado de los marianistas (dos de mis hermanos picaron con la vocación y fueron temporalmente de la orden) que respondía al cursi nombre de CEMI ( Congregación Estudiantil de María Inmaculada). Nos reuníamos en una casa de planta baja y piso que, ironías de la historia, estaba al lado de Morata, donde ahora está el Centro de Salud. Allí me encontré con los “mayores”: José Antonio Noguera de Roig y Eugenio Burriel, que había estado con mi hermano mayor de marianista pero al que debió sentarle mal el noviciado de Elorrio y volvió al cabo de un año. También andaba por allí el ya fallecido Jose María Coll, que luego fue Conseller de Agricultura y algunos conocidos del cole de mi promoción o promociones anteriores: Javier Quesada, mi amigo Roberto Campos y otros muchos que no logro recordar.

Jose María Coll nos “propuso” ir el verano en el que yo había hecho primero de Económicas en los Mercedarios a ayudar a plantar tomates en Pulpí (Almería) y allí fuimos a ejercer de cristianos comprometidos: un finca en pendiente, 40 grados, un dolor de riñones cotidiano y la farra habitual. Volví literalmente negro, con la piel tiznada, pero en la estancia  un cura zalamero nos había vendido a Rober y a mí la cabra de ZYX, una editorial anarco-cristiano- sindicalista con gente de la HOAC y de USO. A la  vuelta a Valencia, lo habitual: contactos, charlas y … a vender libros. A pesar de mi proverbial torpeza yo metía la persiana, los hierros y la caja de libros en la trasera de la bicicleta y cada día iba a donde estaba planificado a montar la paraeta y vender libros no carentes de interés. Había, claro está, cosas de Mounier y Theillard du Chardin pero también de Abad de Santillán, «El Poder de la Banca en España» de Jose Luis García Delgado y un sinfín de libros (casi todos tipo folleto de tamaño cuartilla).

Como “complemento”, con la  pertinaz oposición de mi santa madre y el respetuoso silencio de mi padre, me largué de casa y durante un par de años (más o menos) viví en un piso de Torrefiel, en la calle Santiago Rusiñol (muy cerca de la carretera de Barcelona) y allí  conocí a mis compañeros Josele, Pepe el Cartagenero y David Serrano. Además de vender libros(y eventualmente  estudiar algo e ir a alguna clase) recuerdo, vagamente, alguna reunión en la asociación de vecinos de  Orriols , donde había  un tal Castellote, del PCE, que había estado en la cárcel y un secretario muy formal que firmaba las actas poniendo aquello de «En Valencia del Cid». Por allí andaban también Xust Ramírez, Carles Dolç, Ramir Reig y Gregorio  Martín (el incansable articulista). También daba clase en la escuela nocturna a gente joven que quería sacarse el graduado escolar y frecuentaba el club 14/17 (llegué a entrenar a baloncesto al equipo del club), lugares ambos patrocinados por un cura progre de la parroquia.

Y fue en aquel periodo extraño e inolvidable, lleno de dudas y juventud cuando tuve el honor de conocer al «forat de la vergonya». Al volver a visitarlo y ver el continuo reguero de gente que lo utiliza, he pensado que cómo es posible que los sucesivos ayuntamientos no hayan  eliminado el tapón (un conjunto de casas y almacenes antiguos enquistados) que  originó el agujero. Cómo yo mismo, cuando estuve de Jefe de Gabinete del Alcalde en el Ayuntamiento de Valencia entre 1983 y 1988, sufrí la lamentable amnesia de no recordar aquel agujero y gestionar su desaparición. Y de cómo los vecinos han aguantado estoicamente tantos años lo que objetivamente es una estúpida humillación porque no se trata de un portal de obra de dimensiones razonables sino de un mísero agujero por donde hay que pasar casi de lado (por estrecho) y agachando la cabeza si superas el 1’70. Muchas preguntas. Pero ahí está el agujero. Visítenlo. No tiene desperdicio.

San Miguel de los Reyes y las cenas de El Roure

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Fotos: Miguel Ángel Puerta.

Fotos: Miguel Ángel Puerta.

Esta vez el salto es de órdago. No por la distancia física (Sant Miquel está muy cerca de Orriols y Torrefiel), sino por los años transcurridos y los cambios de contexto vital que ello comporta. De los 20 años a los 45. De la juventud a la supuesta madurez. Entremedio el final de la carrera; mi época de PNN entre 1973 y 1979; la lectura en 1978 de mi tesis doctoral; mis diez años de trabajo en el Ayuntamiento; mi vuelta, forzada y afortunada, a la Facultad  facilitada por Ernest Reig y por el  ostracismo al que Clementina Ródenas me sometió, sin que yo sepa todavía porqué, desde la dimisión de Ricard Pérez Casado hasta mi incorporación a tiempo completo a la Universidad en Octubre de 1989. Luego vino mi oposición a Titular el 8 de Marzo de 1991 y mi segunda integración (con reservas hasta el día de hoy) en el peculiar mundo universitario.

Fue ya avanzada la década de los 90 cuando tomó cuerpo un invento societario que tuvo en San Miguel de los Reyes su período de «esplendor». A los amigos de mi época del Ayuntamiento (Carlos, Octavi, Guillem, Evarist, Javier, Tito  Llopis, Luis Perdigón …) había yo ido incorporando algunos otros (Alfonso Moreira, Pau Rausell, Núria Sanchis, Agustín Rovira, Luis Bellvis,…) y se me ocurrió la feliz o infeliz idea de montar una asociación cultural (con registro , logo y toda la faramalla) a la que propuse bautizar como El Roure de Quart. Ahora me da una cierta vergüenza el nombre porque la utilización de mi icono particular (las Torres de Quart) le confería a la asociación una excesiva vinculación con mi persona. El caso fue que, poco a poco, empezamos a reunirnos y a pensar en cómo podríamos funcionar. Como no teníamos más pretensión que la de ser un grupo de amigos que se lo pasaba bien, pronto acordamos el modus operandi: cada 2 o 3 meses nos reuniríamos, buscaríamos un lugar para hablar de algún tema (la excusa) y luego cenar (el verdadero objetivo). No era fácil ponernos de acuerdo en el día, inventar la excusa ni encontrar ellugar adecuado para 15 o 20 personas.

Y aquí fue cuando apareció Vicent Monfort. El personaje merece un corta explicación. En  1991-92 fue alumno mío en un curso de doctorado sobre «Teoría y Política del Crecimiento Económico de las Ciudades», aunque luego sólo hablábamos de vez en cuando. Fue a principios de la primera década  del siglo XXI cuando me lo volví a encontrar en la Conselleria de Urbanismo donde yo acudía con frecuencia para cumplir un encargo de infausto recuerdo (un estudio sobre la demanda de vivienda con un equipo mal avenido). Incrementamos el contacto y nos hicimos amigos con rapidez (el mérito es suyo).

Enseguida me enteré de que había sido Director de Estudios del ITVA, con García Reche de Conseller, pero que a raíz de una serie de artículos críticos con Terra Mítica había caído en desgracia. «Expulsado» del ITVA, el 1 de Enero de 1998 empezó un peregrinaje por distintas consellerias (era funcionario sin plaza fija) en un ambiente de ostracismo que hacía palidecer el que yo padecí (y además, sólo 9 meses y no años como Vicent).

El destino quiso que en su tercer destino «provisional», entre 2003 y 2008, se hiciera  cargo de la gestión de San Miguel de los Reyes bajo las órdenes (es un decir) de Vicente Navarro de Luján, que aparecía hacia las doce y se iba a a casa a comer. Aquello fue providencial para El Roure. Vicent, seis o siete años más joven que yo, es un  xativí de bona cepa, socarrón y con una capacidad envidiable para hacer reír al personal y estar siempre dispuesto a ayudar. Además, sabe, a pesar de las circunstancias, lo que no está escrito sobre turismo, su verdadera especialidad aunque también es un economista «multiusos» de calidad. Yo iba con frecuencia a visitarlo en su «celda» o cenaba con él en Chez Lyon y nuestra amistad se fortaleció. Fue él quien me propuso utilizar el «marco  incomparable» de San Miguel de los Reyes, el «Escorial Valenciano», una magnífica joya renancentista que  había sido cárcel y almacén municipal antes de su restauración y conversión en sede de la Biblioteca Valenciana, cosa que la mayor parte del personal todavía ignora.

Como, según sus propias palabras, era el «amo del calabozo», nos reunimos los de El Roure, 5 o 6 veces. Quedábamos hacia las ocho, íbamos a alguna de las magníficas salas a ejecutar la excusa (discutir sobre alguna exposición previa, ver fotos etc… ). Luego hacia las 9 o 9´30, íbamos al altillo del bar (que abría para nosotros) y cenábamos la mar de a gusto. Todo un placer por el entorno, el buen humor y la compañía. Fue como ya he dicho, la época de esplendor de El Roure. Razones políticas (un vulgar enchufe) desplazaron a Vicent Monfort a un miserable trabajo en la sede de la Conselleria de Sanidad de Micer Mascó (tenía que llevar la contabilidad en fichas manuales porque la jefa no se «fiaba» del ordenador) y, cuando ya le flaqueaba la moral, el gobierno de Zapatero lo nombró director del Instituto de Estudios Turísticos en  Madrid  donde estuvo algo más de dos años. La victoria de Rajoy lo desplazó de nuevo a Valencia, otra vez a Sanidad y luego a informar sobre fiestas de interés en Turismo en la Avda. de Aragón. Luego a la Conselleria de Economía y de nuevo a Turismo, esta vez «a la pressó»,… Y ahí sigue. Sacó la plaza de titular de la Facultad pero la austeridad de Wert- Montoro dejó la plaza sin dotación y tuvo que volver al redil.

En El Roure nos reunimos dos o tres veces más después de «nuestra» sede en San Miquel. Pero aquello empezó a languidecer, aunque todavía hoy más de uno me pregunta cuándo volvemos a las andadas. Segundas partes nunca fueron buenas. Valió la pena, nos lo pasamos de categoría y siempre recordaré el «entorno incomparable» del Monasterio de San Miguel, que por cierto se llama de “los Reyes” porque en el ábside  de la Iglesia están Melchor, Gaspar y Baltasar, detalle que yo desconocía y del que me informó Josep Palomero en Burriana.

Chez Lyon

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Fotos: Eva M. Rosúa.

Fotos: Eva M. Rosúa.

Chez Lyon, el conocido y tradicional restaurant de la calle En Llop es, para mí, un lugar muy especial pero, contrariamente a los anteriores, no es «encasillable» en ninguna época específica de mi periplo vital. La razón es muy sencilla: hace un pila de años que lo frecuento, lo sigo frecuentando y, salud mediante y si Francisco consigue mantenerlo abierto, no tengo la más mínima intención de cejar. Fue, de nuevo, Vicent Monfort el que me descubrió el local  hace ya  cerca de 15 años. Él y su padre eran clientes habituales y Vicent se movía como en su casa ayudado, eso sí, por una simpatía muy difícil de describir y más todavía de ejercer que es de la que hacía y hace gala Francisco, el propietario. Hombre menudo, que habla siempre muy bajito y pausado con unos agradables toques de ironía. Francisco, además, es poeta y en los últimos años nos hace escribir poesías a los clientes (aunque no tengan oficio como es mi caso) que luego embotella y subasta para financiar a los que padecen una de esas enfermedades «raras». Todo un personaje tan entrañable como ejemplar.

Cenar (que es lo que yo suelo hacer) en Chez Lyon es sumergirse en una atmósfera tan familiar como agradable. Una buena parte de la clientela son «fijos» desde hace años y Francisco ha mantenido el local sin apenas reformas, manteniendo esa agradable sensación de déjà vu, de familiaridad, pero sin menoscabo de la higiene y la comodidad. Una antigua y discreta barra flaqueada por dos botelleros añejos y por una discreta cortina tras la cual se esconde la guardarropía te dan la bienvenida. Cinco lámparas de estilo castellano proporcionan una suave luz amarillenta que invita a la relajación con la ayuda de canciones de jazz clásico de Ella Fitzgerald y compañía, que Francisco suele poner con el volumen muy bajo.

Las dos plantas del restaurant (a la de arriba se sube por una discreta escalera que enlaza con la que baja a la cocina) le dan una cierta capacidad que en verano se incrementa con la terraza en la calle peatonal. La carta, de calidad más que aceptable, tampoco sufre muchos cambios, como queriendo complacer a los fieles: la memoria me trae al recuerdo sabrosos entrantes como la brandada de bacalao, la coquille de frutos del mar, las crudites o la habitas tiernas con foie. Luego, buenos pescados, el steak tartar (muy demandado), el magret de pato o la  carne de caza muy bien cocinada. Los apetitosos postres (el sorbete de Marc de Champagne está de lujo), los buenos vinos y los excelentes orujos se encargan de rematar cenas que dejan muy buen recuerdo en el paladar.

En Chez Lyon he cenado, calculo que tres o cuatro veces por año desde hace más de dos lustros y he disfrutado como un enano de la compañía de la troupe, cogidos de dos en dos, de tres en tres o las más multitudinarias de 8 o 9. Los amigos de El Roure y también otros nuevos como Jose Azcárraga (otro personaje incansable, tranquilo e infinitamente benéfico en el mejor sentido del término), Ramón Marrades , David Estal, Sonia Sales, Víctor Pons y alguno más. . Tengo en el despacho un folio pegado con celo a la pared que es un mixing y que reza: «La amistad es una religión, sin Dios, sin juicio final y sin infierno. Mantengamos viva la llama, por amistad». Pues eso. Y Chez Lyon es un lugar perfecto para que no se apague.

Mi zoco – despacho

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Fotos: Diego Obiol.

Fotos: Diego Obiol.

Cinco,eran cinco y me faltaba uno. Tuve que desterrar el miedo al que dirán y a la crítica (más que aceptable) del ombligismo para atreverme a sugerir que el quinto y último lugar podría ser mi zoco-despacho. Que quieren que les diga, le tengo mucho cariño y paso bastantes horas en él, aunque trabajo con mucha moderación y sin excesivas pulsiones kantianas. Ciertamente, mi despacho no es un lugar público (aunque todos son bien recibidos), pero sí singular. ¿Qué tiene un despacho universitario de singular? La fotografía ayudará sin duda al lector más que el término «zoco-despacho». Como manías hay mil, a mí me dio en los 90 del siglo pasado a empezar a coleccionar objetos y trastos de la más variada procedencia y casi todos inútiles, que es lo que me atrae. No es ningún museo como algún compañero se empeña en propagar, sino un estricto zoco donde, eso sí, se puede encontrar una variedad «razonable». La cosa empezó por algunos muebles familiares (una percha, un reloj, un teléfono negro de baquelita de esos de pasillo, una jarra de vidrio azul que un día  me dio mi madre en un arranque, algunos retratos de familia y de las Torres de Quart…).

Poco a poco fui aficionándome a las más extrañas mini-colecciones (tapones de corcho de las botellas de cava de  Navidades, pelotas de goma de esas que saltan endiabladamente y que se venden en los kioscos, botellas vacías…) y el vicio de acudir con cierta frecuencia al rastro de los domingos (primero en Nápoles y Sicilia, luego donde ahora está el MUVIM y los últimos años al lado de Mestalla) fue literalmente mi perdición. Fueron apareciendo objetos variados: un antiguo artilugio para comer el pollo sujetándolo por el hueso y sin mancharse, joyeritos de bronce, relojes antiguos, una máquina de escribir de esas de alas de mariposa, un silla de barbero, otra giratoria pero sin ruedas, un buró, un pequeña colección de bastones, espejos antiguos, cerámicas varias, algunas esculturas de tamaño y precio asequible, buhítos de todas clases, peluches «heredados» de mi hija, medallones varios colgados de las púas de un artilugio de dragar pozos y tropecientas pelotas de goma de esas pequeñas que botan de forma diabólica… Tito Llopis me regaló una placa de la Plaça Rodona que sobraba después de la restauración y Néstor Novell un foto enmarcada de la escultura  de Antonio Miró sobre la Batalla de Almansa, que Torró ha «reubicado» por razones tan peregrinas como que «los de Madrid no la entendían» o que se vería mejor en una rotonda y no tan peregrinas cuando hablaba de escultura «catalanista».

Siguiendo con el contenido de mi zoco-despacho y sin caer en el pecado de la lista telefónica (ni yo mismo tengo hecho el «inventario»), añadiré simplemente que las fuentes de aprovisionamiento han sido algo más variadas. Por ejemplo algunas figuras de tornillos y un reloj daliliano que adquirí en Suerte Loca, un simpática tienda de barrio que regenta mi amigo Javier.

Al final, una colección diversa y dispersa de objetos inanimados, muchos de ellos de muy escasa o nula utilidad  y que, en un difícil equilibrio con los pocos libros que tengo en el despacho (el «grueso» está en un sótano y en la sede de Aula Ciutat), constituyen el marco que me acompaña, dejando tan sólo espacio para el ordenador y poco más. Las paredes, obvia decirlo, están llenas de planos, fotos y letreros varios con algún mueble de cd´s de música como complemento. El zoco ya cogió cuerpo en mi antiguo despacho de la Facultat d’Economia y ha llegado a la colmatación en la nueva sede del IIDL donde me trasladé hará unos 5 años. No me pregunten por el destino de tanta morralla. Ni idea. Pero eso es lo que hay y así lo hemos contado.

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