Soy Sergio Villanueva, alguien a quien suelen preguntar si es actor o escritor. Para mí son todo facetas del mismo oficio: contador de historias. Eso soy. Y también valenciano. Según Azcona, García Sánchez y Galiardo, como actor, he sido desde bien jovencito, “un galán latino acanallado y prematuramente caduco”. Me puedes ver actualmente en El pueblo, en Prime, serie a la cual me incorporé en la tercera temporada. Como Chicho Ibáñez Serrador en El Ministerio del Tiempo o Lorca en Viento del pueblo, ambas de TVE, donde también he participado en Cuéntame o Tarancón; y en alguna de las películas en las que he participado. Mi última puesta en escena es Ondas gravitacionales, de la que también soy autor. Porque también dirijo teatro, documentales y tengo en proyecto largometrajes. Con el primero, Los comensales, gané el Premio del público del Festival de Málaga en 2016.
He publicado hasta el momento teatro y tres novelas entre las que destaca El secreto de los nocturnos, de EdicionesB, donde Lope de Vega y Guillem de Castro investigan unos crímenes en la València de 1589. Vivo entre Madrid y Rocafort, pero trato de viajar por todo el mundo. Tanto en Manaos, en Hong Kong, en París, Londres, la Habana, Berlín, Cuenca o Peñafría, no he parado de conjugar el verbo “regresar a València”, porque quien ha nacido en esta ciudad única sabe que es imposible despegarse de ella y de toda esa buena vida que ofrece, en cada una de las estaciones del año. Creo que los que hemos pasado la infancia en este lugar del Mediterraneo somos absolutamente afortunados. Por eso, y como agradecimiento a mi ciudad, siempre que puedo, la coloco como un personaje protagonista más en cada una de mis novelas. Estos son mis lugares favoritos de ella:
Las Arenas
Mis padres se conocieron en la playa de Las Arenas. Donde pasé buena parte de mi infancia, cuando llegaba el verano. Recuerdo a menudo el maravilloso Balneario. Me encantaba ir allí, jugar a los futbolines descalzo, ir corriendo de un lado a otro, entre los árboles y los columpios, hasta alcanzar el mar, que es como una madre, una patria, para todo aquel que ha nacido en el Mediterráneo. Regresaba por el caminito de madera con el sol acariciando la piel húmeda, después del baño. Y casi siempre me colaba en la piscina para quitarme el salitre saltando desde los trampolines. Cuando me cansaba, le decía a mi madre que me diera cinco duros para un helado. Me subía entonces por las escaleras del ajado Partenón, y desde sus inmensas y agrietadas columnas azules, y con mi polo de limón de Avidesa, con siete años, espiaba a las mujeres que tomaban el sol sin sujetador. Cada vez que he vuelto a ver una mujer en bikini, ese momento me sabe a limón, a naranja o a fresa. Todos esos recuerdos permanecen en mi memoria como fotogramas de una película de Fellini.
Plaza Vicente Iborra
Otro lugar que para mí es muy importante es la Plaza Vicente Iborra, en el barrio del Carmen. En el número 7 vivían Paco y Joaquina, mis padres, cuando nací hace ya unos cuantos años. Ahí también, al poco tiempo, se nos unió mi hermana pequeña, Merche. Las primeras fotos que nos hicieron mis padres con su cámara Werlisa, y que aún conservo en los viejos álbumes, fueron en ese mismo parque, en esa misma fuente que todavía hoy permanece igual. Cada vez que paso por ahí sonrío ante esa enorme cantidad de dulces recuerdos que tengo. Fue en esa misma parroquia, la de Nuestra Señora del Puig, donde me bautizaron. Y se llega desde allí, muy fácil y casi directo, a mi más querido templo, el Mercado Central. ¿Vamos?…
Mercado Central
Para todo aquel que, como yo, tiene la colección de los pequeños placeres como religión, el Mercado Central es sin duda su catedral. Mi abuelo Paco tuvo dos puestos allí mismo cuando la vida era en València en blanco y negro. Mi madre y mi abuela me llevaban desde niño a comprar con ellas. Los embutidos de Lloris, los comté y morbier de la Boutique del Queso, las verduras y frutas, las charcuterías y pescaderías son únicas en el mundo. Sobre todo esas mujeres guapas que te piropean desde sus puestos, tras los productos frescos, con delantales inmaculados, bien maquilladas y cabello cuidado. “Qué vols, bonico? Preciós!!!… ” En serio, si no tienes abuela, date una vuelta por el Mercado. Y al salir, ve hacia el carrer de la Corretgería a por un par de botellas en Bodegas Baviera. Me encanta comprar el vino y whisky allí. Sobre todo por las charlas con Vicente, que es una de las personas más especiales del barrio y de la ciudad.
Para comer podría hablar de muchos sitios, pero reconozco que a mi chica y a mí nos gusta darnos homenajes en Bar Ricardo. Un lugar tradicional, con calidad en el producto y excelente trato. Las huevas de sepia y las alcachofas en tempura con huevo trufado y foie son magia. Y los mejores bocatas en La Pérgola. Allí siguen Juan, David, Javi y el resto de la familia que te reciben como si fueras de la casa. Cada vez que vuelvo de Madrid, disfruto del bocata de sepia con dos salsas con amigos de los años de colegio. Ese momento lo vivo como una conquista o victoria al tiempo o al olvido. Después me suelo dar un paseo o bálsamo por los Jardines de Monforte, que es como entrar en una secuencia silenciosa de una película de Visconti o formar parte de un lienzo de Sorolla o Pinazo. Allí me siento en paz. Y, en ocasiones, hasta me cruzo con aquel adolescente que fui hace años que se sentaba con un cuaderno en el que dedicaba poemas a cierta niña que hoy debe de tener medio siglo.