Me llamo Rafa Martínez. Me dedico al periodismo, que ejerzo habitualmente en las páginas del diario La Vanguardia desde 2004. También he coordinado diversas publicaciones. Mi interés por la edición me ha llevado a poner en marcha iniciativas como La Futura –en torno al libro de artista– o Dos Payos Ediciones de Arte –obra gráfica en general– con varios compinches.
Estos son algunos de mis rincones favoritos de la ciudad, pero no los únicos.
IVAM
Bordeemos el precipicio del tópico: cierta biblioteca familiar –es decir, la de mi tío abuelo– me inclinó hacia el mundo del arte moderno; es decir, el del periodo histórico de la modernidad: las vanguardias históricas. En los 90, que era cuando la frecuentaba y uno sentía toda la curiosidad del mundo por todo, allí podías encontrarte, además de catálogos de nombres para mí desconocidos entonces (de Jean Arp, lo recuerdo bien, había un catálogo editado por la galerista Denise René que incluía poemas y obras de él y de su esposa ya fallecida, Sophie Taeuber; hoy ese ejemplar está en la biblioteca del IVAM), así como catálogos de librerías de medio mundo. Mis favoritas eran o bien las que tenían un buen surtido de libros de arte a precios módicos (como la neoyorquina Strand Book Store) o las que ofrecían ediciones especiales de literatura francesa, ediciones por lo general que cuidaban los papeles y las tipografías, y a menudo incluían ilustraciones.
Todo ello me llevó a frecuentar el primer IVAM de la mano de mi tío abuelo. No insinuaré que fue su mejor época; no se trata de eso. Sí recuerdo haber disfrutado especialmente –y en esto coincido con Ernesto Casero, artista y compañero de tertulia– con la época en que, por un lado, en el Centro Julio González se podían ver exposiciones de grandes nombres del panorama internacional ligado más o menos a la citada modernidad histórica; y, por otro, en lo que entonces era Centro del Carmen, se mostraba la obra de destacados contemporáneos como Adolfo Schlosser o Navarro Baldeweg.
En aquella época me gustaba pasar las horas muertas del domingo en su antigua cafetería, mucho más espaciosa y sencilla que la actual. También echo a faltar la librería de entonces, donde podías encontrar magníficas selecciones de libros relacionados con el arte, la literatura o la música de sellos poco habituales como Colegio de Arquitectos de Murcia / Librería Yerba (que editaba aquellos volúmenes tan apetitosos con escritos de artistas de muy diverso pelaje) o Mario Muchnik, donde aparecieron las memorias de George Grosz, otro artista cuya obra hemos tenido la oportunidad de ver de cerca en nuestro museo.
El IVAM sigue siendo, después de dos décadas y media de existencia, con sus muchas luces y sus muchas sombras, un lugar de referencia de la ciudad. Lo ha sido, como he referido, para uno. Y lo seguirá siendo, desde luego: un lugar donde aprendizaje y disfrute se dan la mano con frecuencia.
Librería Olmos
Hay librerías que uno echa de menos; también tiendas de discos. Entre las primeras, Dávila en su última ubicación de la calle Pérez Pujol, donde pude hojear –pero no comprar; me acordaré toda la vida de las quince mil pesetas que costaba– el ejemplar de la biografía de Andy Warhol obra de David Bourdon que editó Anagrama*; también la Librería Madrid, detrás de la Lonja, una librería de viejo donde abundaban (no me pregunten por qué: no lo sé) los ejemplares de la Série Noire de Gallimard y las revistas de moda de los 60. Entre las segundas, la exquisita Vuelo a Berlín, que se ubicaba en una calle Ribera más despejada y más limpia que la actual; Ritmo, en la plaza del Ayuntamiento, y Radical Records, en Joaquín Costa.
Hay librerías –también tiendas de discos, desde luego– que resisten el paso del tiempo. Ahí están Soriano, Viridiana o París-Valencia, cuya sección de saldos nos habrá dado mil y una alegrías inesperadas. Sin embargo, uno se queda con Olmos, una librería de lance que tiene muchos años de historia –siempre en la calle de La Nave– y que atiende Salvador Lizondo. En ella puedes encontrar prácticamente de todo, pero básicamente literatura: desde ejemplares de Azorín en Biblioteca Nueva de comienzos del siglo XX (Salva recuerda, a propósito de Azorín, la visita de Vargas Llosa hace unos años buscando, precisamente, libros del maestro de Monòver) a tomos de la Biblioteca Clásica de Gredos que algún antiguo alumno de filología debió de llevarle ante un posible cambio de rumbo vital. Con suerte, uno se da de bruces con alguna edición de la mítica Trieste o con ese otro libro que llevaba años buscando. Es cuestión, como todo en la vida, de paciencia.
*Unos días después de escrito este texto, descubro el libro de David Bourdon sobre Warhol en la biblioteca del pintor Roberto Mollá. Nada extraño: Roberto tiene todos –repito: todos– los libros de arte que a uno le gustaría tener.
Jardines de Monforte
Debería decir que me llevó de vuelta a los Jardines de Monforte el gusto por la sobriedad clásica de su trazado o el silencio inhabitual en una ciudad cada vez más ruidosa; en fin, algo así. Pero no estamos ya para engolamientos: volví a visitarlo con cierta frecuencia debido a un cuadro del sevillano Javier de Winthuysen, perteneciente a la colección Orts-Bosch, que se encontraba en el Museo San Pío V; precisamente en la sala donde se ubicaba antes de que empezaran las obras de rehabilitación del edificio buena parte de la pintura moderna de dicha colección junto con otros lienzos destacados, como un Ricardo Verde que perteneció a la familia de un amigo de la infancia. El cuadro en cuestión representaba otro jardín con una alameda en su parte central. De la noche a la mañana fue reemplazado por otro. Alguien sabrá dónde se encuentra, espero.
El descubrimiento del cuadro de Winthuysen me llevó a querer averiguar algo más sobre este pintor del que lo desconocía absolutamente todo. Así, supe que además de pintor era jardinero. Y que participó en la remodelación de los Jardines de Monforte. Cualquier día me haré con un ejemplar de sus memorias. Me he quedado con las ganas de saber más de él: del pintor, del jardinero, de la persona.
Edificios Siena
Me gustan los edificios singulares. De todas las épocas. Y más aún si forman parte de mi ciudad. En Valencia los hay a decenas: podemos citar a bote pronto unos cuantos, los habituales (la Lonja, el Mercado Central, los modernistas de la calle la Paz y el Ensanche, etc.) y los no tanto. Entre estos últimos, el de Miguel Fisac (Edificio Moroder Gómez) en la plaza de Tetuán o los que quiero destacar hoy, los edificios Siena de las calles Luis de Santángel y Doctor Sumsi en Ruzafa.
Si nos vamos a la Guía de Arquitectura de Valencia (según Inma Pérez, de Librería Dadá, uno de los best sellers de la tienda), leemos, en relación a esta construcción, que “las fachadas constituyen una reivindicación de la arquitectura moderna del periodo de entreguerras a través de la cuidada dimensión de sus huecos horizontales y de sus tersos paños blancos”. Su autor fue Emilio Giménez, discípulo de José Antonio Coderch en Barcelona. Este arquitecto valenciano, recientemente fallecido y al que la ciudad le debe, como poco, un homenaje, proyectó también, con Carlos Salvadores, el IVAM.
Más allá de la impresión que a uno le ha procurado siempre este edificio (y me estoy refiriendo al que recae sobre la calle Luis de Santángel, que es el que uno conoce), hemos de decir que gran parte de su encanto reside en el hecho de que en su entresuelo se halle la editorial Pre-Textos. En él coincidimos con algunos escritores como nuestro Vicente Gallego o el mexicano Vicente Quirarte, director de la Biblioteca Nacional de México.
También en uno de sus pisos llevamos a cabo una singular tarea: durante un año entrevistamos a Manuel Borrás, codirector de la editorial, para un libro que al fin y a la postre quedaría inédito. Y no por falta de editores interesados en publicarlo. Tanto Borrás como sus compañeros en la que es una de las iniciativas culturales más importantes de las últimas décadas en esta ciudad, Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba, han configurado un catálogo magnífico que hará las delicias de cualquier lector mínimamente exigente. Ahí están los nombres de Ramón Gaya, Tomás Segovia, José Jiménez Lozano, Andrés Trapiello, José Antonio Muñoz Rojas y tantos otros escritores admirados.
Mi Valencia de otros tiempos
Debido al paso del tiempo, a los cambios que ha ido sufriendo la ciudad en las últimas décadas, a menudo me acuerdo, durante mis paseos (como a Rafa Prats, el amigo y colega recientemente fallecido, me gusta andar por la ciudad sin rumbo fijo), digo, me acuerdo con frecuencia de lugares que ya no existen. Algo de ello he insinuado ya anteriormente en relación con las librerías y las tiendas de discos.
Se trata de lugares muy significativos que echo de menos. Las papelerías de la calle de las Barcas; la tienda de estilográficas de Miguel (Olber) en Periodista Azzatti; la sala Arena Auditorium en Emilio Baró cuando venían a tocar Ramones, Pixies o Radio Futura; incluso el Colegio Mayor Luis Vives, donde también acudíamos al reclamo de los conciertos que se programaban: cito de memoria algunos excepcionales, como los de Dominique A., Piano Magic o At Swim Two Birds. Estoy seguro de que no soy el único que recuerda con cierta nostalgia todos estos lugares que acabo de enunciar.
Hace ya algún tiempo leí un libro de Teodor Llorente hijo (su padre, poeta de la Renaixença, fundó el diario Las Provincias) donde recogía sus artículos sobre la Valencia de su tiempo, la de finales del XIX y comienzos del XX. Y sí: siento, como él, cierta nostalgia de aquella ciudad que conocí porque formaba, como esta otra que vivo ahora, parte de mí. Sin ánimo de caer en sentimentalismos, diré que en ella he crecido y aprendido y sufrido y gozado: la he vivido con intensidad. No insistiré sin embargo: sigamos con la Valencia viva, la que merece –la que a uno le merece; y tal vez por ello a ti que estás leyendo– la pena.