Ilustración: Eva M. Rosúa.

Ilustración: Eva M. Rosúa.

Ciertas circunstancias extraordinarias y temporales pueden llegar a influir, causal o casualmente, en la composición de las plantillas de los clubes de fútbol. Retrotrayéndonos en el tiempo, en  la composición de los equipos en España, en sus inicios era lógica la presencia de estudiantes ingleses, como embajadores de este incipiente deporte en la península. En años posteriores, y de acuerdo a su natural desarrollo, los clubes fueron acogiendo a más  futbolistas españoles y, en mayor medida, de las propias provincias donde cada entidad se ubicaba. Y así sucedió hasta que un acontecimiento de tan gran incidencia como la guerra civil propició unos cambios tan curiosos por contranatura: tras finalizar la contienda en 1939, los años cuarenta no fueron sino los de reanudación de las competiciones, interrumpidas por tan nefasto suceso que, entre otras consecuencias, produjo la migración de futbolistas, desde sus lugares de origen, a otras parte del país. En ese sentido, en el Valencia CF fue significativa la aportación de jugadores vascos en los éxitos cosechados por el club en esa década. El equipo titular de la temporada 1944-45 estaba integrado por tres jugadores valencianos y hasta ocho de la actual Euskadi. Las paradas de Eizaguirre, el juego de Juan Ramón, Lecue, Iturraspe y, sobre todo, el arsenal ofensivo personalizado en los delanteros Epi, Igoa, Mundo y Gorostiza resultaron  determinantes para la consecución de esos tres títulos de Liga y dos de Copa, que coronaron una de las etapas más gloriosas de la historia del conjunto blanquinegro

La década siguiente, en cambio, se caracterizó más bien por la frecuente presencia de estrellas mundiales en los equipos de la liga española. Los madridistas Di Stéfano, Santamaría y Kopa, el atlético Ben Barek o el genio holandés del Valencia Wilkes, a los que se añadieron aquellos que inmigraron a España como exiliados de sus países, tras el nuevo mapa geopolítico constituído años después de la finalización  de la Segunda Guerra Mundial (Puskas, del Real Madrid, o los húngaros barcelonistas Czibor, Kocsis o Kubala). De nuevo, el conflicto bélico incidía como causa indirecta en la formación de las plantillas de los clubes.

Otro de los factores que ha contribuido, continua y decisivamente, en  la composición de los equipos ha sido el legislativo, del que son evidentemente destacables tanto aquella norma que imposibilitaba fichar jugadores foráneos (tuvo lugar durante dos periodos: de 1954 a 1956, y el más importante entre 1962 y 1974) como la conocida ley Bosman, vigente desde 1995. En ambos casos, la legislación modificó el margen de maniobra de los clubes para confeccionar sus plantillas, de modo que, consecuencia de la primera de ellas, se provocó una presencia abrumadora durante años del jugador español , con la única aportación distinta y aceptada que la de aquellos jugadores extranjeros fichados con anterioridad a 1962 o la de esos conocidos como oriundos (extranjeros con ascendentes emigrantes españoles). En ese periodo, el Valencia CF se proclamó doble campeón de Europa de Copa de Ferias, así como de Copa en 1967 y de Liga en 1971, con prácticamente todos sus jugadores nacidos en territorio español, con las notables excepciones entre otros del brasileño Waldo y del argentino, oriundo, Valdez. Y es que, cual ley represora, esta de impedir la entrada de jugadores extranjeros, posibilitó la picaresca moda del oriundo, que aunque pervivió durante unos años aún tras la apertura de mercados en  1974, finalmente, terminó diluyéndose por  anacrónica e irrelevante.

El magnífico extremo izquierdo Óscar Rubén Valdez fue de los contados oriundos de real valía que jugaron en España en esa época. Campeón de liga y triple subcampeón de copa con el Valencia, Valdez se erigió en el ídolo del valencianismo, poseedor de esa mística tan reconocida por el aficionado che y posteriormente elevada a los altares con Kempes y Piojo López: calidad, zurdo, argentino y gol. Curiosa corriente esta del oriundo, con situaciones hilarantes como señalar algunos de ellos a Celta y a Osasuna como lugares de nacimiento de sus progenitores, y otras más preocupantes reflejadas en las denuncias que, en ciertos casos, llegaron a recibir por falsedad documental. Quizás, por todo ello, y unido a la posibilidad, por normativa legal, de poder ya fichar  un par de  jugadores extranjeros, los clubes se caracterizaron durante veinte años (los comprendidos entre la apertura en 1974 y la libre circulaciónen territorio de la Unión Europea en 1995) por cubrir sus dos plazas de foráneos, la mayor de las veces siguiendo unos mismos patrones en la contratación, tal como lo fue fichar a jugadores de países que lideraban en ese momento el concierto internacional, ya fuere como campeones de Europa o de Mundiales. Resultó común, pues, tener en la plantilla futbolistas que hubieran  destacado en el último campeonato del mundo disputado. Y, así, tras la Eurocopa del 72 y el Mundial-74, llegaron al Barcelona y al Real Madrid finalistas de estos torneos, como Cruyff y Neeskens, o Breitner y Netzer respectivamente. Situación que fue posteriormente extendiéndose a equipos más modestos, que optaban por los traspasos de jugadores de segunda fila, como ocurrió con el salvadoreño Mágico González yéndose al Cádiz al acabar el mundial de 1982, o el marroquí Timomui al Real Murcia después de México-86, o los colombianos Higuita, Leonel Álvarez y Valderrama fichando por el Valladolid tras el gran campeonato realizado en Italia-90 por la selección sudamericana.

Fue tras la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (caso Bosman), en 1995, en que, refrendando un profundo espíritu de progreso y libertad, se declaraba ilegal el cupo de extranjeros para jugadores nacidos en estados miembros de la Comunidad Europea, cuando el escenario cambió radicalmente para siempre. Desde entonces, no resulta ya extraña la mínima presencia de jugadores nacionales en los onces titulares de los más importantes clubes europeos, lo que ha supuesto un vuelco en la relación de identidad de los aficionados con su club. Si la proximidad siempre representó un factor de alto valor incardinante , que los clubes la ignoren por sistema podría ser contraproducente si el fin por el que han abnegado de ella no se consiguiese. La cercanía que representa la presencia en la plantilla de gente de la tierra produce un fuerte nexo entre el club y la afición. Esa identidad tan vital y necesaria en todo vínculo de pertenencia  grupal.

Imbuidos por el halo especial de lo foráneo como excelso y barato, los clubes decidieron  renegar de lo nacional, embarcándose en proyectos muchas veces tan ambiciosos como vanos. Un claro ejemplo de ello fue el Deportivo, brillante subcampeón de Liga en 93-94 y campeón de Copa en 94-95, en ambos casos sólo con la dupla de extranjeros Bebeto y Mauro Silva arropada por un gran número de futbolistas españoles. Pero la ley Bosman le obnibuló y, sólo tres años más tarde, se convirtió en una Torre de Babel, con tan sólo siete jugadores nacionales en toda la plantilla. El desastre deportivo y económico le hizo virar hacia sus raíces y, cuatro temporadas después, se proclamó campeón de Copa por segunda vez en su historia, en el famoso «centenariazo», en el Bernabeu y contra el Real Madrid, esta vez ya mucho más reconocible, con siete seleccionables por España en su once ideal.

También el FC Barcelona, después de vagar durante años buscando su filosofía de juego (desde aquel fútbol directo de los ochenta con el jugador vasco e inglés en su plantel, hasta llegar  a tener, en la liga 1999-00, siete jugadores holandeses en su once tipo, con  sólo  Puyol y Guardiola como referencia de la Masía, y no sin antes  haber pasado  incluso por la experiencia de la magia brasileña de Romario y Rivaldo) consiguió, paradójicamente, la máxima excelencia cuando apostó por su prolífica cantera. Llegando a alcanzar su punto culmen en la final del Mundial de clubes de 2011, donde el club blaugrana dio toda una lección magistral de fútbol al Santos brasileño con nueve jugadores en el terreno de juego formados en sus categorías inferiores. Al margen de lo futbolístico, posiblemente el  legado más importante de ese partido, jugado en Yokohama el 18 de diciembre, radicó en oponer un modelo triunfal canterano a esa corriente monopolista, derivada de aplicar  la ley Bosman, basada en considerar la contratación indiscriminada de jugadores foráneos como indiscutible garantía de éxito.

Desgraciadamente, no es común este reto voluntario para con la política de cantera. Habitualmente se recurre a ella cuando la situación económica lo requiere, como así le ocurrió al Valencia CF a mediados de los ochenta, en los años posteriores al descenso, esos en los que el valenciano fue, con sumo orgullo, el idioma vehicular predominante en el vestuario che. En  la temporada 1987-88, resultaba frecuente encontrar formando el once titular a nueve productos de los terrenos de Paterna (Sempere, Arias, Voro, Giner, Revert, Fernando, Arroyo, Fenoll y Subirats), junto al valenciano Nando y al madrileño, pero valencianista de pro, Quique. Sumándoles los también canteranos Camarasa, Juárez, Ferrando y Montes, y los castellonenses Alcañiz y Torres. En aquella plantilla estaba garantizado ese sentiment que cimentó las bases de recuperación del equipo blanquinegro: el tercer puesto y el subcampeonato ligueros conseguidos en las dos campañas ligueras siguientes no hicieron sino corroborar y honrar la importancia del esfuerzo de ese último Valencia CF más valenciano.

El periodo transcurrido entre los títulos de Copa de 1979 y de 1999, los subcampeonatos de Liga y de Copa obtenidos por el Valencia CF en la primera mitad de los noventa, con gran parte de esa generación de jugadores valencianos aún en su plantel, guarda cierta similitud con aquel triunfo en el torneo copero en 1954,  simbólico dentro de esa sequía que padeció el club a nivel de entorchados nacionales entre los títulos de copa de 1948 y 1967. Veinte años durante los que, si bien internacionalmente sí se alzaron dos copas de Ferias europeas, el conjunto blanquinegro sólo logró consagrarse campeón una sola vez. En esa de 1954, entonces, Copa del Generalísimo, genéricamente conocida como campeonato de España.

Clasificado tercero en el torneo de la regularidad 1953-54, la Copa, que se jugaba siempre al concluir la Liga, le ofrecía al Valencia la posibilidad de resarcirse. Favorecido por el sorteo, que le dejó exento de disputar los octavos de final, cinco partidos le separaban de coronarse campeón. El entrenador Quincoces, cosensuando previamente con su asesor técnico Cubells, eligió un once, por normativa exento de extranjeros, que mantuvo hasta el partido final. Sin más cambios autorizados en esa época que el del portero, esa misma alineación jugó íntegramente todos los encuentros de los cuartos, la semifinal y la final.

En la primera de esas eliminatorias, el Valencia eliminó a la Real Sociedad, goleándole por 2-5 en Atocha y por 4-1 en la vuelta, en Mestalla, destacando los cinco goles conseguidos por el ariete Badenes. Repleto de moral abordó el club valencianista las semifinales frente al Sevilla. El 6 de junio de 1954, en Nervión, el Valencia derrotó al equipo hispalense por cero a uno, con esta vez gol de Seguí. Una semana más tarde, refrendaba su pase a la final con un triunfo en Mestalla por 3-1, repitiendo Seguí como goleador, junto a Badenes y al interior catalán Buqué. Cuatro victorias y trece goles a favor era su bagaje para enfrentarse en la final al Barcelona. Con los recientes precedentes de haberle arrebatado al conjunto valenciano la copa de 1952 y la liga de 1952-53, el conjunto catalán partía como indudable favorito para alzarse con el triunfo final.

El 20 de junio, y en el Bernabéu como mandaban los cánones, saltaron ambos conjuntos al césped del coliseo madridista a disputar el partido que cerraba oficialmente la temporada. Ya desde el inicio, el Valencia se posicionó tácticamente mejor, con Puchades anulando al gallego Luis Suárez, y con Pasieguito y Buqué mandando en el mediocampo. A los catorce minutos, el valenciano de Benimámet, Antonio Fuertes, inauguró el marcador, llegando al descanso con ese resultado de uno a cero. En la reanudación, en tan sólo dos minutos (57 y 59), un golazo de Badenes y otro, de nuevo, de Fuertes sentenciaron la final. La última media hora fue una fiesta en la grada del valencianismo, con el Valencia gustándose en su juego y los aficionados disfrutando del espectáculo, desatándose el júbilo, primero con el pitido final, y luego con el alzamiento de la copa del capitán Monzón. Posiblemente fue este uno de los títulos ganado con más contundencia en la historia del equipo che, 3-0, y al mítico Barcelona de las cinco Copas.

Esta Copa de 1954, la tercera en sus vitrinas, no debería quedar como una más en su palmarés. Innegable resulta que sea superada en méritos por campeonatos de liga o europeos, pero todos esos títulos carecen del carisma que tiene esta Copa de España. Con independencia de que pueda ser conocida por tan aplastante superioridad tanto en juego como en resultado, o recordada por la anécdota de la fotografía inmortalizando al portero Quique subido en el larguero, su real valía reside en su singularidad. Un mismo once que compitió en todos los partidos de la competición: Quique; Quincoces II, Monzó, Sócrates; Pasieguito, Puchades, Mañó, Fuertes, Badenes, Buqué y Seguí. Un once formado por ocho valencianos (los defensas Monzó y Sócrates, el ídolo Puchades, los delanteros Mañó, Fuertes, Badenes y Seguí, más el portero Quique, si bien nacido en Valladolid, criado desde pequeño en Castellón y Valencia) y por Quincoces II, un vasco formado en las categoría inferiores del Valencia. Jamás en otro título ganado (ni, posible y desgraciadamente, en ninguno de los en un futuro ganables) hubo tanta presencia valenciana en su conquista. El valencianismo debería conocer esta Copa, reconocerla y enorgullecerse de ella. Representa  las raíces del club. Es la que más y mejor dignifica sus orígenes. Es la Copa de 1954. La más Auténtica.