Foto: SIAM Ayuntamiento de Valencia.

Foto: SIAM Ayuntamiento de Valencia.

Se pueden concretar en cuatro los símbolos que representan fielmente la esencia de un club de fútbol: el nombre, los colores, el escudo y el estadio; si bien los tres primeros deberían ser lo más intrínsicamente inmovilistas posible, el estadio, en cambio, consecuencia de su valor inmovilizado, es susceptible de traslados, a veces traumáticos, con el fin de nivelar balances presupuestarios de la sociedad. Pero, independientemente de su temporal ubicación, el estadio es siempre la casa de esa gran familia que forma el club y, como cada hogar, cada estadio tiene su propio ambiente, calor, estructura, diseño, todo aquello que le otorga ese sello particular y singular y  que conforma ese hábitat donde el aficionado se reconoce y se encuentra cómodo, donde, en definitiva,   se siente y ejerce como auténtico anfitrión.

En  muchas ocasiones, la nostalgia o el remordimiento consecuencia de la decisión del traslado del estadio, origina que al nuevo se le bautice con el nombre del anterior añadiéndole el adjetivo “nuevo” (Nuevo Altabix, Nuevo José Zorrilla, Nuevo Colombino, Nova Creu Alta…), como rindiéndole un último y permanente homenaje. Si bien en esa idea del tributo merecido, los clubes últimamente están definiéndose por la tendencia de mantener su recuerdo, no ya en el nuevo campo, sino en el  propio lugar donde estuvo y fue testigo de tantas alegrías para la entidad.

En ese sentido cabe mencionar que Highbury, el glamuoroso estadio donde el Arsenal cosechó gran parte de sus éxitos deportivos, y que se encontraba rodeado de las típicas casas victorianas, es en la actualidad una manzana de lujosos apartamentos londinenses, dispuestos de forma que ocupan lo que eran las gradas del estadio, con una gran plaza verde central, respetando lo que, en su día, fue el terreno de juego; también se mantiene la fachada exterior de la tribuna, magnífica representación del art decó. Asimismo, De Meer, seña de identidad del Ajax durante gran parte de la segunda mitad del siglo pasado, es ahora un conglomerado de casas y de calles bautizadas, a modo de homenaje, con nombres de estadios de todo el mundo, y con una plaza , en la que  se señaliza como tal donde se localizaba exactamente el círculo central del mítico estadio holandés. En España, el nuevo San Mamés, con una de sus gradas de fondo construída sobre lo que era un lateral del viejo campo, adquiere una simbología de continuidad, totalmente alejada de la transgresión y de la ruptura; en su concepto de solape estructural,  este San Mamés no es un nuevo estadio, sino una fase más del ciclo vital de una metafórica metamorfosis larviana del estadio del Athletic.

Foto: Eva M. Rosúa.

Foto: Eva M. Rosúa.

En una  línea similar se postulan los dirigentes del Valencia CF respecto al devenir futuro de Mestalla, cuando, para el nuevo proyecto inmobiliario previsto tras su demolición, pretenden que se diseñe una gran plaza verde, a imagen de lo de Highbury, que distinga lo que fue el terreno de juego del templo valencianista.  Y es que mantener estos signos supone un respeto al pasado para generaciones futuras: un conocimiento y reconocimiento a la cultura de su pueblo.

Desgraciadamente no siempre ha sido así en el transcurso de la historia, y si bien hoy aún podemos ser testigos del legado de obras en el ámbito religioso y militar (catedrales, iglesias, conventos, castillos, palacios..), más complejo resulta en el orden civil lúdico. Así, en Valencia ciudad, que llegó a tener censados más de trece trinquetes donde se jugaba a pilota valenciana, en entornos cercanos a las actuales Plaza de la Merced, San Nicolás, Poeta Querol, o a Caballeros…, no queda vestigio alguno referente a ellos, aunque, afortunadamente para nuestro deporte autóctono, bien es verdad que podemos presumir de tener en el mismo centro neurálgico de la ciudad al que es el recinto deportivo en uso más antiguo de Europa: en la calle Pelayo, y llevando su mismo nombre, ese trinquete acoge partidas de pilota desde 1868. Escondido en un  patio de luces en pleno corazón de Valencia, esta auténtica joya debería estar presente en cualquier visita turística que se precie; ahora que parece se va a promocionar al que, custodiado en la Catedral, se acepta por la iglesia católica  como el auténtico Santo Grial, se podría aprovechar para incluir al trinquete de Pelayo como otro punto de referencia de un circuito alternativo al conocido e insípido de las obras de Calatrava.

Por esa misma dificultad de preservar el hombre sus obras a lo largo del tiempo, es por lo que, hasta hace bien poco, no se supo que, en la Valencia del imperio romano, existió un circo romano para goce y disfrute de nuestros antepasados. De popularidad similar al fútbol actual, las carreras de caballos concentraban a los ciudadanos en el circo, donde, agrupados en equipos (blancos, rojos, verdes y azules), ejercían de auténticos hinchas en pos de la victoria final de sus ídolos. Los aurigas (jinetes), y también los caballos, gozaban de fama y admiración entre las masas populares, hasta el punto de, fruto de ese fanatismo, haberse encontrado en las tumbas de sus seguidores epitafios como : “A Coecilio Prudens, partidario de los azules…”. Asimismo a partir de una lápida mortuoria, se ha podido reconstruir parte de la vida del que llegó a ser el mejor auriga en tiempos de los emperadores hispanos Trajano, y su primo  Adriano, un lusitano llamado Diocles, quien, gracias a sus triunfos en 1462 carreras y a los desembolsos por su fichaje, llegó a amasar una fortuna de 35 millones de sestercios.

Se desconoce si en el circo romano de Valencia, construido sobre el siglo II d.C.,  pudo competir el famoso Diocles, pero seguro que por su arena correrían los carros guiados por otros grandes aurigas como esos que aparecen en restos de mosaicos de las majestuosas  mansiones. Y en sus gradas, de diez a quince mil valencianos, y de sus alrededores, jaleaban sus victorias. Con unas dimensiones de 350 de largo por 70 de ancho, algo así como si enlazáramos tres actuales «mestallas», las gradas ocupaban los laterales largos y la zona de curva, dejando la opuesta a esta para los cárceres, con doce compartimentos alargados y cubiertos de donde, por medio de un mecanismo sincronizado que abría las puertas a la vez, salían los carros con sus aurigas y dos o cuatro caballos, para dar siete vueltas al circo, y cuyo conteo se llevaba por siete delfines colocados en la espina central y que se iban inclinando conforme se completaba cada vuelta. Otorgando a la espina la zona más monumental, con obeliscos, estanques y templetes, el resto arquitectónico del circo era más bien funcional, con un graderío totalmente uniforme, sólo con una pequeña zona (Tribunal Iuducum) situada junto a la línea de meta destinada a los jueces, y otra privilegiada en el centro para las autoridades (Pulvinar). No en el caso del de Valentia, pero sí en aquellos circos de grandes ciudades, al Pulvinar se accedía directamente desde el palacio imperial (estratégicamente situado frente a estos hipódromos), y, así, fue en ese corredor del Circo Máximo de Roma donde asesinaron al emperador Calígula.

Normalmente construidos en las periferias (como el de Valencia) o ya fuera de los recintos amurallados de las ciudades, en Hispania sólo se conocen de la existencia de nueve de ellos, de los cuales sólo tres eran de capitales provinciales: Tarragona, Córdoba y Mérida.. Al no haberse considerado la Valentia romana una gran ciudad y el hecho de que hubiera un recinto de carreras ya cercano, en Sagunto, dificultó inicialmente asociar los primeros restos encontrados con la presencia de un circo.

Circo simulado

Esos restos que han permitido su localización, que iría longitudinalmente desde la calle del Almirall hasta la del Cardenal Payá, con una anchura entre lo que sería la prolongación de la actual calle Comedias y la calle de San Cristóbal, y quedando ubicada a su vez una parte de la espina central en lo que es la iglesia de San Juan del Hospital.  Se ha logrado por ello conocer su delimitación gracias al hallazgo de estos restos: la pared de cierre del circo, dos basamentos de los cárceres, dos tramos del muro del graderío, así como una gran extensión de arena excavada, todo ello en la plaza de Nápoles y Sicilia; dos peldaños de una escalera de acceso al graderío en la calle del Milagro; dos tramos del muro oriental en las calles de Trinquete de Caballeros y de las Comedias; un tramo de dos muros curvados entre las calles de San Juan de Ribera y la de la Paz; y un muro y pavimento de uno de los estanques que adornaban la espina central en una cripta de la iglesia de San Juan del Hospital. Consecuencia de estos hallazgos, se conoce que el graderío tendría cinco metros de ancho y una altura interior de 1.80 metros y exterior de 2.70, lo que equivale a un grupo de cuatro filas de escalones donde se sentaría el público. Gracias a estos restos arqueológicos, se ha podido concluir que el acceso al circo se haría por unas escaleras pegadas al muro exterior, y que las dimensiones totales eran muy similares a las del circo de Sagunto, de 350 de largo, por 70 de ancho, medidas stándares de un circo de una ciudad provincial. De todos estos restos, sólo son visibles tres en la actualidad en la ciudad: el ya comentado de la espina en la iglesia de San Juan del Hospital, un tramo del muro interior del graderío en un restaurante en la calle del Mar, y tres grandes piedras de forma cónica, que pertenecerían a la parte superior de tres columnas que adornaban la espina, en un hotel de la calle Almirall.

Quizás, lo más significativo de todo esto es que, al callejear por esa zona del centro de Valencia, podamos fantasear con que fue el lugar donde, siglos atrás, la muchedumbre se concentraba para disfrutar de esas grandes competiciones deportivas. Aunque ha de ser un ejercicio imaginativo, pues bien es verdad que  de siempre ha resultado harto complicado compaginar la tradición y el progreso en el campo urbanístico (bien como hicieron los visigodos convirtiendo en zonas de cultivo los grandes edificios de espectáculos romanos, bien movidos por el mor especulativo de la actualidad), con la consiguiente damnificación en lo que podría haber sido un mayor disfrute, caso de haber perdurado en el tiempo unas construcciones más completas.

Por eso, debería ahora ser inexcusable la permanencia de, al menos, algún símbolo que referenciara y respetara la cultura de nuestros ancestros. Una posibilidad podría pasar por destinar el patio de la Iglesia de San Juan del Hospital, donde se encuentra visible  el resto de uno de los estanques de la espina central en la cripta de Santa Bárbara (donde está enterrada la emperatriz Constanza de Grecia, hija ilegítima de Federico II), como centro de enseñanza de lo que fue este hipódromo de la antigüedad, con maquetas, con una reconstrucción de un tramo pequeño del graderío y con carteles explicando su historia e  importancia dentro de la Valencia del imperio romano.

A imagen de esto, cuando un parque simule lo que en su momento llegó a ser el gran Mestalla, bien podría erigirse en él  una estatua en el mismo lugar donde Gorostiza marcó el gol que le dio matemáticamente el primer título del Liga al Valencia CF, al derrotar por 2-1 al Español el 22 de marzo de 1942, o bien  donde Fernando Morena anotó el gol al Nottingham en el partido de vuelta de la Supercopa de 1980, que le valió el último título oficial vivido directamente en el coliseo valencianista; quizás con ello ganaría en alma ese parque verde entre fríos y cotidáneos edificios. Lo mismo que el Levante UD podría intentar hacer en lo que fue el estadio de Vallejo. Pese a su mayor complejidad por encontrar un hueco debido a su urbanística actual, no estaría de más homenajear allí desde donde Valls anotó el segundo gol al Deportivo, rompiendo las tablas y dándole al Levante el primer ascenso de su historia a primera división en aquel junio del 63; o reseñar con alguna placa donde estaba la puerta de acceso al estadio; o intentar plantar de nuevo su famosa palmera, aunque sólo fuera por recordar a ese gato que un 5 de junio de 2004  resucitó para poder subir hasta ella.