Me llamo José Ricardo March y soy de Patraix, donde vivo desde hace casi cuatro décadas. En un pasado que ahora me parece remoto formé parte de las redacciones deportivas de la 97.7 Radio y Agencia EFE. Hace años que me dedico profesionalmente a la docencia en Secundaria, aunque siempre he procurado mantener vínculos estrechos con los medios de comunicación. He sido colaborador de diarios impresos como Levante-EMV, digitales como L’Informatiu y empresas audiovisuales como Levante TV o Amunt Radio. Desde 2016 escribo una columna semanal de temática futbolística, «Silla de enea» en Las Provincias. También me dejo caer de vez en cuando por À Punt Ràdio. Mi interés por la divulgación de la historia del deporte me ha llevado a escribir varios libros sobre el Valencia y el fútbol valenciano como Bronco y liguero (2012), 25 historias del Valencia que quizá no conozcas (2016), Moneda al aire y Aproximación a la historia del Valencia (ambos en 2019). También he colaborado en volúmenes como Historia del Llevant UD, La voluntad de querer llegar y una quincena de publicaciones. Me confieso amante de las buenas historias, las hemerotecas, el fútbol popular y el de sabor clásico.

José Ricardo March, Carlos Rosique, Alfonso Gil y Paco Lloret. Foto: Paula Lerín.

El 4-3-3 de José Ricardo March

¿Un equipo?

Soy un valencianista declarado y apasionado. Antes de mí lo fueron mi padre y mis abuelos y ahora lo son, también, mis hijos -aunque el menor todavía no lo sepa-. La que guardo al Valencia es, de hecho, mi fidelidad más antigua y duradera, y en esta se hallan algunas de las respuestas a cómo concibo y he organizado mi vida. Más allá de mi militancia valencianista comparto afecto por otros dos clubes: por razones familiares guardo lealtad a la Unión Balompédica Conquense, a la que sigo desde hace casi un cuarto de siglo y de la que soy socio y ferviente propagandista en la distancia. Y hace dos años, en plena pandemia, me involucré en la transformación del histórico Club Deportivo Cuenca -la agrupación deportiva de mi barrio, que llegó a ser filial del Valencia en los cuarenta- en un club de accionariado popular al estilo del FC United of Manchester o el Unionistas de Salamanca. En este tiempo de fútbol hipermercantilizado y desprecio de los grandes propietarios de los clubes por sus aficionados, mi pertenencia al Cuenca me ha permitido redescubrir la pureza del fútbol de a pie y disfrutar de él a otro nivel.

¿Un futbolista?

Aunque el primer jugador del que guardo recuerdos es Fernando Giner -mi primera camiseta llevaba, por él, el 5 a la espada-, el gran impacto llegó a cargo de Pedja Mijatovic. Nunca he visto a un jugador del Valencia hacer lo que él hacía sobre el césped: era sencillamente increíble. Además de hacerme gozar e ilusionarme, el paso de Mijatovic por el Valencia me proporcionó una lección impagable: el futbolista es pasajero, el club siempre permanece. Por ello, aunque con posterioridad he disfrutado con muchos otros futbolistas -Fernando, Mendieta, el primer Ilie, Baraja, Albelda, Vicente, Mata, Villa…-, jamás he llegado a idolatrarlos. Supongo que la proximidad física con los jugadores al ejercer la profesión contribuyó a que relativizara este asunto.

¿Un partido?

El Valencia-At. Madrid (3-0), en Sevilla, de la final de la Copa del Rey del 99. Lo es por infinidad de razones: fundamentalmente, porque se trata de uno de los recuerdos futbolísticos más hermosos que conservo de mi padre: nos plantamos en Sevilla sin entradas y, tras un día vibrante, vimos ganar a nuestro equipo por la tele en un bar en penumbra mientras cenábamos. Pero también es especial porque aquel, Intertoto aparte, fue el primer título que viví y pude celebrar; porque fue la culminación a una temporada espectacular; por la plasticidad y la belleza de los goles que se marcaron en La Cartuja. Y porque aquel partido tiene los ingredientes de los mejores encuentros de la historia del Valencia.

¿Un gol?

Los dos tantos de Baraja ante el Espanyol la noche del 27 de abril de 2002. Cuando durante la pandemia repusieron el partido en À Punt comprobé que me seguían emocionando muchísimo. Podría verlos a lo largo de toda mi vida y cada vez se me volvería a erizar el vello como en la primera ocasión.


¿Un Valencia?

Crecí con un Valencia, el de Hiddink, que jugaba con una alegría y desparpajo contagiosos. Al situar al equipo formado por Sempere, Quique, Fernando, Roberto, Penev, Eloy, Arroyo, Álvaro, Tomás o Leonardo junto a otras plantillas míticas (y con mayores logros deportivos) no creo que saliera perdiendo en la comparación. Todo lo contrario.

¿Un futbolista del Valencia?

Para no repetirme echaré mano de los recuerdos de mi padre: Claramunt fue, en su autorizadísima opinión, el mejor pelotero que pisó Mestalla. No soy quién para contradecirlo. Hay, además, unos cuantos mitos cuya peripecia vital me atrae enormemente y a los que creo que habría que rendir culto de manera permanente: Cubells, Molina, Juan Ramón o Puchades, por ejemplo.

¿Un jugador que te hubiera gustado que jugara en el Valencia?

Mi yo noventero hubiera deseado que jugadores como Gica Hagi, Matt Le Tissier o Michael Laudrup hubieran jugado en mi equipo.


¿Un entrenador?

Aquí echaremos mano de la historia: Anton Fivébr, el primer técnico profesional con que contó el Valencia, al que contrató por primera vez en 1923, que llevó al equipo a Primera en 1931 y que tuvo una última y desdichada etapa a mediados de los treinta. Fivébr es un personaje esencial en el crecimiento del Valencia: además de implantar métodos profesionales en la dirección técnica del equipo sentó las bases de la cantera plantando una semilla que posteriormente sería recogida por el mejor de sus discípulos: «Rino». Fue un adelantado a su tiempo en materia deportiva y, además, un excelente publicista, tanto de sí mismo como del Valencia. Por eso la afición no tardó en idolatrarlo y reclamaba su presencia cada vez que venían mal dadas.

¿Un periodista deportivo?

Es, como todas, una pregunta muy difícil, pero creo que Alfonso Gil condensa todas las cualidades que un periodista deportivo habría de reunir: seriedad, rigor, olfato, buena expresión, oficio, memoria histórica y humor. Aunque ya lo admiraba antes de conocerlo, Alfonso me marcó profundamente como profesor y jefe, me hizo ser mejor profesional, me animó a investigar y escribir y posteriormente confió en mí en sus trabajos. Tampoco querría dejar de citar a Jaime Hernández Perpiñá, del que disfruté de niño como cronista histórico del fútbol valenciano y con el que compartí una entrañable, aunque breve, relación poco antes de su muerte. Entre los clásicos, hoy olvidados -o casi-, me quedo con la polivalencia de Almela y Vives, la socarronería de Sincerátor y la honestidad de Simón Barceló. Y entre los actuales, con mi amigo Vicent Chilet, que escribe los textos futbolísticos más bellos que se pueden leer hoy en día.

La primera vez que estuve en un campo de fútbol…

No recuerdo con exactitud la primera vez que estuve en un campo de fútbol, aunque estoy convencido de que vi mi primer partido en el campo municipal de Benetússer, donde acudíamos cada fin de semana. Tengo grabados en la memoria un puñado de imágenes y olores: la tierra batida, fresca y matizada por la blancura de la cal; el aroma de los puros recién encendidos; el rumor de la cercana piscina; los gritos de las madres de los jóvenes futbolistas; la omnipresencia de las pizarras y las rifas; la claridad de aquellas mañanas de sábado. Escribí en cierta ocasión que a pesar de que he podido volver nunca lo he hecho: no quiero que los recuerdos de la infancia queden desdibujados.