Vicent Molins

Conversamos con Vicent Molins sobre su último libro Ciudad Clickbait y sobre cómo el turismo masivo ha convertido las ciudades en marcas, sacrificando su identidad y a sus habitantes

Alquileres imposibles, lockers, franquicias despersonalizadas, negocios de alquileres de bicis, tiendas de souvenirs insulsos, barrios inundados de bajos turísticos, supermercados y bares temáticos. Ciudades convertidas en un escenario global  de disputa en el que el turismo y la especulación dictan las normas. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Por qué los espacios urbanos parecen diseñados más para los visitantes que para los ciudadanos? Y, sobre todo, ¿qué queda de ciudades cuando la mercantilización se impone sobre la convivencia?

Ciudad Clickbait, el nuevo libro del periodista y geógrafo Vicent Molins editado por Barlin Libros, trata de desentrañar cómo nuestras ciudades han dejado de pertenecer a sus habitantes para convertirse en marcas, escenarios diseñados para la viralidad y el consumo. Un análisis sobre  las causas económicas y políticas que han llevado a esta transformación, desde la turistificación masiva hasta el auge de los alcaldes-influencers , y expone sus consecuencias: vecinos desplazados, mercados inmobiliarios insostenibles y la pérdida de espacios de convivencia.

Ante este escenario, conversamos con Molins para comprender mejor las dinámicas que han llevado a nuestras ciudades a convertirse en escaparates globales y explorar posibles caminos para recuperar su esencia.

En el libro analizas cómo València se ha convertido en un producto turístico. ¿Cómo puede revertirse esta pérdida de identidad urbana?

València, Málaga, Vigo, Cuenca o Badalona. Todas nuestras ciudades, con cierta dimensión, se han convertido en producto turístico. Otra cosa es que ese producto funciona mejor o peor. En el caso de València, funciona muy bien. Básicamente porque los últimos 30 años de la ciudad han tenido como gran estrategia conseguir eso mismo. En el mundo, en 1998 se dieron cerca de 600 millones de viajes turísticos. En 2019 fueron 1.500. En 1998, España tenía 42 millones de turistas, ahora roza los 90. En València el acelerón ha sido todavía más grande: hemos pasado de 4,6 millones en 2014 a más de 10 en 2024.

¡Cómo una aceleración tan grande no iba a tener consecuencias en nuestras calles! No hemos sabido anticiparnos porque buena parte de la estrategia de la ciudad estaba fijada en un objetivo troncal: captar la atención del que busca destino. Y en esas seguimos.

Cambiar esa dinámica comienza por exigir promesas públicas que incluyan cosas en apariencia tan aburridas como la dignidad ciudadana. Hablar de vivienda pública, de usos mixtos, de renta per cápita es mucho menos sexi que declararnos la mejor ciudad del mundo o celebrar un incremento del 10 % en visitantes, pero definitivamente es la única opción de futuro si queremos que además de una buena marca seamos una buena ciudad.

¿Hay marcha atrás en este modelo?

No. Viajamos, en parte, como resultado de una conquista social que ha democratizado el desplazamiento. El nuevo orden digital (que situó en dos fases: desde que Ryanair no vendía billetes online, en 2000, y cuando Airbnb se fundó en 2008) ha hecho posible lo que parecía inimaginable. Y no hay motivos para creer que esa transformación cultural va a remitir. Por eso mismo, es inconcebible que nuestras ciudades hagan dejación de funciones. ¡No sois operadoras turísticas! Sois administradoras de urbes que necesitan intermediación, esto es, regulación, anticipación, estrategia.

Está bien que una ciudad tenga un departamento dedicado al turismo, al fin y al cabo una industria poderosa en nuestra ciudad. El problema es que los ayuntamientos parecen haberse convertido en una enorme oficina turística.

Ciudad Clickbait

En tu anterior libro València, el relat d’una ciutat explorabas cómo se ha contado la ciudad a lo largo del tiempo. ¿Crees que el actual modelo de ciudad espectáculo está distorsionando su relato y su identidad real?

Es preocupante, sobre todo, encontrarnos con ciudades —e incluyo a València—  donde para decirnos que somos una buena ciudad necesitamos apoyarnos en el número de visitantes o en esos informes un pelín sospechosos que le dicen a un montón de urbes que todas son el lugar donde mejor se vive en el mundo. Cuando nuestra autoestima como ciudad depende de capturar la atención del visitante, tenemos un problema. Es insano. Una ciudad necesita contarse a partir de sí misma, no de la imagen —casi siempre homogeneizada— con la que quiere lograr un clic, una visita, una conversión.

¿Está Valencia preparada para crisis como la DANA o seguimos construyendo vulnerabilidad?

No lo sé, no me siento preparado para analizarlo. Pero intuyo que hay pasos muy básicos que ni tan siquiera estamos recorriendo. Que València carezca de un organismo de gestión metropolitana es una aberración. Le imposibilita gestionar la ciudad real que, como hemos visto estos meses, no es la gente que reside dentro de un límite municipal, sino la que se mueve en un área de influencia en función de su trabajo y su vida social. València no son los 800.000 habitantes de su término, si los cerca de 1,5 millones de habitantes de su corona metropolitana. Gestionar los recursos de esa área de manera integrada es urgente y clave en asuntos como la vivienda, la gestión de recursos, los transportes o la prevención.

Conoces bien modelos urbanos globales. ¿Qué ejemplo debería mirar València para no perder su esencia?

Hay un gran ejemplo que imitar. Es el de una ciudad mediterránea bastante atractiva y donde, quien puede, vive razonablemente bien. Se llama València. Podría gustarnos ser Copenhague, pero me temo que los sueldos españoles no dan para tener una ciudad así. Por tanto, el afán debe pasar por tener una ciudad que se parezca a quienes viven en ella. Si a quienes viven en València les va bien, a la ciudad le irá mejor. Si a lo que aspiramos es solo a poder presumir de ese cuerpo extraño llamado marca-ciudad, seguramente a los ciudadanos les vaya peor. Tengo claro que modelo prefiero.