Una familia reunida para celebrar que el hijo ha terminado la carrera de piano. Ese hijo que les llama y les dice que no le esperen. Una madre, un padre y una hermana que se enfrentan a la ausencia de manera diferentes. Unos fantasmas que se desperezan y se pasean por un clan que no es tan modélico como aparentaba.
La casa del dolor (Teatre Principal, del 11 al 13 de marzo) es la última obra del valenciano Víctor Sánchez Rodríguez, que firma y dirige el montaje. Sobre el escenario, Antonio Escámez, Amparo Fernández, Júlia Genís, Lina Lambert, Pol Monen y Carles Sanjaime. Víctor nos atiende, vía móvil, poco antes de desembarcar en València.
¿Cuál fue el origen de La casa del dolor?
El origen fue la voluntad de hacer una obra, precisamente, sobre el dolor y partir de una situación dramática que permitiera sondear cuál es el mayor dolor que puede impactar dentro de una familia. Al principio, partí de la muerte de un hijo, pero como esta obra formaba parte del Laboratorio de Dramaturgia Ínsula Dramataria, a lo largo del proceso de escritura fue cambiando y llegamos a la conclusión de que aquello que era más doloroso era la desaparición de alguien porque genera una herida que no cicatriza y está ahí de por vida. De desapariciones sabemos bastante en este país que tenemos las cunetas llenas y muchos desaparecidos.
¿Cuál fue la primera imagen que tuviste de la obra?
La familia de la obra, el padre, la madre obsesionada con la música y la hermana gemela, esperando al hermano e hijo y que este se retrasa. Y que además empezaban a hablar de un poema que había escrito el hijo, generando una neurosis sobre qué quería decir en ese poema, empezando a encontrar significados ocultos precisamente porque esa persona que nunca se retrasa, que es perfecta, no llega a la cena que van a celebrar en su honor porque ha acabado la carrera de piano.
El texto de la obra, como has dicho antes, fue uno de los que formó parte del III Laboratorio de Dramaturgia Ínsula Dramataria Josep Lluís Sirera. ¿En qué se tradujo en el resultado final, sobre todo si lo comparas con la elaboración de otras obras tuyas anteriores?
Cuando acabé tuve la sensación de que había dado un salto cuántico en la escritura, que me había asomado a abismos que no me había asomado antes, al mismo tiempo que sentía que trascendía muchas cosas. A todo ello podría haber acabado llegando pero con mucho más tiempo. Lo que hace un laboratorio de dramaturgia es acelerar ese proceso, que cuando es en solitario lleva un tiempo, porque dejas la obra, la dejas respirar, te enamoras de una idea, de algo que has leído y te hace reflexionar y cambiar la concepción. De hecho, la estructura dramatúrgica de La casa del dolor es bastante compleja, es un texto surcado de muchas obsesiones, de muchos referentes, y eso me lo dio por una parte el laboratorio y la visión del otro, de los distintos compañeros y compañeras, y se enriqueció con el confinamiento. Fue una salvación estar encerrado y escribiendo porque el único bálsamo que encontrábamos era en la ficción. Repasé muchas películas, leí muchas obras de teatro… toda esa ficción afectó porque no había vida, no nos pasaban cosas. Muchas influencias y homenajes de la obra surgieron así.
En el libro que recogía las obras de aquel laboratorio, dices en el prólogo que sientes que La casa del dolor es tu primera obra. «O al menos siento algo parecido a la primera vez que acabé una obra de teatro». ¿Qué sensaciones fueron esas que te acompañaron durante su escritura? ¿Y esas sensaciones se mantuvieron después en las otras partes del proceso (ensayos, representaciones…)?
Hubo algún momento de pérdida, de no saber acabar, una sensación de vértigo constante porque realmente estaba haciendo un texto muy poético, abismado, y no quería perderme en el laberinto de la creación, o descenso más que laberinto. Durante la escritura me acompañaba la sensación de consuelo, como lo escribí durante el confinamiento era como de estar amarrado a la vida a través de la creación, sentirme vivo, sentir que estaba haciendo algo. Creo que ha sido la obra que más feliz me ha hecho escribir porque en esos momentos no tenía otra cosa mejor que hacer y eso fue maravilloso.
Durante el proceso de ensayos lo más complejo, para mí, era mantener el tono de la obra, que es una tragicomedia, no es dramedia, es tragicomedia, y mantener ese código y que se contara una historia que es compleja. Después de la primera escena la obra se bifurca en tres tramas, la de la madre, la del padre y la de la hija y su búsqueda de expiación, una bajada a los infiernos de la familia, y no es fácil entrelazar y trenzar estas tramas, romper el espacio único en una unidad de tiempo, romperlo todo, y ponerlo en escena, es complicado. Estoy muy contento con el resultado y con el equipo que me ha ayudado a crearlo. La sensación de vértigo se mantuvo durante los ensayos, pero también de placer, porque lo pasamos muy bien, exceptuando la llegada de ómicron que nos hizo caer como moscas, aunque nos hizo unirnos mucho y volver con una fuerza increible.
En una ocasión comentaste para Verlanga, una a una, todas tus obras. En muchas de ellas, en su génesis, había un vínculo personal contigo. ¿Ocurre de alguna forma, también, en esta?
Hay un vínculo muy personal, pero creo que está muy oculto y prefiero que se mantenga así.
La casa del dolor tiene muchas referencias cinematográficas.
Hay unas que están más directamente dentro de la ficción y es que Júlia, el personaje que interpreta Júlia Genís, que hace de hermana de Juli, ante su desaparición se siente culpable porque siempre ha sido como una figura cainita, le ha tenido tiricia, rabia, envidia, tiene esa imagen de hija díscola que está muy presente en los melodramas. Se ve identificada en estos melodramas que ve y se encierra a ver los cien mejores melodramas americanos, que es una lista que no existe pero que nos hemos inventado, porque como ella misma dice “las desgracias ajenas me tranquilizan. Me imagino que todo lo que le pasa a la protagonista me pasa a mí y así me quedo dormida. Solo me duermo así. Es la única manera de no pensar en mi hermano”.
En cuanto al resto de las referencias cinematográficas, algunas son más visibles en la escenificación, desde luego está Twin Peaks, de David Lynch, sobre todo por el mundo del subconsciente, del sexo, con pasiones que se ocultan en casas aparentamente felices. Eso está, pero también bebe mucho de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) y en el libro en que se basa, Relato soñado, de Arthur Schnitzler, donde no sabes si lo que estás viendo ha sido un sueño o no. Eso me interesaba mucho para esta obra.
La pérdida, en alguna de sus muchas posibilidades, suele estar presente en tus obras. ¿Qué te interesa de ella creativamente hablando?
La pérdida estaba presenta de una manera radical en Nosotros no nos mataremos con pistolas con la pérdida de la amiga, también en A España no la va a conocer ni la madre que la parió con la de los ideales, también en Cuzco con la de la pareja y la de la esperanza en la vida. Aquí hay una desaparición más que una pérdida. Hay una parte de la vida que intentamos no mirar pero que está ahí, que es ir perdiendo años, pelo, ilusiones, seres queridos…, obviamente eso está ahí y cuando escribimos muchas veces intentamos conectarnos con aquello que tenemos para ayudarnos a vivir y superarlo. El arte siempre ha estado ahí para eso, en todas sus facetas, siendo más político o menos, para acompañar al ser humano, para entender y entenderse. Es lo que me interesa, el ir cada día, de alguna manera, curando esa herida que el ser humano tiene porque es consciente de que se va a morir y eso es doloroso. Ian McEwan dice, y me encanta, que los escritores nos ponemos siempre en lo peor y es realmente para sondear el alcance moral de los personajes, que no es otra cosa que los trasuntos de las personas que conocemos y de la sociedad. Creo mucho en eso, muchas veces no es necesario pasar por las situaciones, se juega a la imaginación, al «y si…» y a partir de ahí ir sondeando nuestra propia imaginación poniéndonos en lo peor. Muchas veces escribir es ponerse en lo peor.
El 24 de marzo, en el Festival de Málaga, se estrenará la versión cinematográfica de Nosotros no nos mataremos con pistolas, dirigida por Maria Ripoll y con guión tuyo y de Antonio Escámez.
Así es. Y el 17 de junio llega a los cines. Ha sido un proceso largo. He tenido la suerte, junto Antonio, de estar en el proceso creativo de la película. Es muy diferente a la obra de teatro, hemos intentado que sea muy cinematográfica. Era una obra que tenía una unidad de espacio que aquí se pierde y gana eso bueno que tiene el cine de ser más pornográfico que el teatro, enseña más, los personajes tienen menos texto, vemos el contexto y el espacio donde pasa, no lo sugiere, no lo conecta con la imaginación que es el arma que tiene el teatro, y creo que es muy poderoso verlo.