El título no engaña. Las cuatro historias cortas (más una quinta intercalada entre ellas) del cómic de Pau Valls son solo ficción. Tal vez falte añadir que ni falta que le hace que sean otra cosa. Las dudas ante una cita, el fin de un verano que se va evaporando, dos trabajadores de una editorial cumpliendo un recado de un dibujante con agorafobia o una peculiar escena vista desde un balcón, son las excusas del autor para abrirnos las puertas de unas vidas normales en las que el lector se sorprenderá al verse reflejado en más de una ocasión.
El trabajo como ilustrador de Valls huye del efectismo, del relleno gratuito y de la moda abominable. Sus dibujos son elegantes, premia lo que quiere contar y no se pierde en fondos detallistas o minuciosidades obsesivas. Y como era de esperar (y desear) todo ello se refleja en sus historias cortas. Hay ocasiones (en «Barba», la primera de ellas, por ejemplo) en que lo lleva al paroxismo, y en algunas viñetas desaparece cualquier referencia espacial salvo la que sitúa a los protagonistas. Una decisión valiente, arriesgada y magníficamente resuelta. Porque lejos de responder a la comodidad del autor, acaba jugando un papel muy importante en la narración.
Son todas historias costumbristas, cotidianas, intimistas, cercanas, reconocibles (por momentos), divertidas (a su pesar o el de sus protagonistas en algún instante), bien estructuradas, que con unas pequeñas pinceladas avanzan en su recorrido. Tienen el aire del primer Fermín Solís o de Juan Berrio. Resulta imposible no empatizar con lo que se cuenta. No, no son meras anécdotas o bromas privadas. Son historias universales, pero al mismo tiempo personales. Historias que no empiezan ni acaban cuando las abordamos. Historias que no nos necesitan para seguir vivas. Por eso, cabe agradecer a Pau Valls que las haya querido imaginar y compartir. Y ojalá esa generosidad se prolongue muy pronto.