Si el tipo que escribió, por primera vez, aquello de «son los gajes del oficio» lo hubiera registrado, hoy tendría avión privado y nadaría como el tío Gilito en una piscina llena de monedas. Es una de esas frases que incorporamos a nuestra habla diaria y que sirve para justificar aquellos momentos en que todo salta por el aire. En lugar de convertirnos en un personaje de «Happy Tree Friends», soltamos «son los gajes del oficio» y parece que amaina la tormenta. Algo parecido me pasa cuando tengo que aplazar mi ruta turística del día por una urgencia. Si estuviera fuera, alguien la hubiera asumido por mí. Como paso las vacaciones en mi propia ciudad, es mi turno. Al fin y al cabo, es algo que llevo esperando muchos meses. Pero esa es otra historia.
12 de la mañana, 33 grados y ninguna sombra. Que nadie me vuelva a hablar de la epicidad y el esfuerzo de los corredores del Tour, que ellos tienen avituallamiento en el camino y yo tengo que conformarme visualizando el Häagen-Dazs que hay en el congelador de casa. Cruzo andando el Puente de Monteolivete. Entre el mal estado en que se encuentra, el Palau de les Arts despellejado como un conejo a punto de ser cocinado, el monolito a la memoria del Papa que parece un cántico al suicidio por su emplazamiento y las canoas navegando por las aguas que envuelven L’Hemisfèric, empiezo a sospechar que estoy sufriendo una insolación.
Me dirijo a la Ciudad de la Justicia. Siempre que paso por ella me llama la atención el ambiente que hay en su exterior, digno del parking de cualquier discoteca de la Ruta del Bakalao. Aunque la crisis ha cambiado el perfil de sus visitantes y se ha globalizado todo. Lo que sigue igual es el adefesio en forma de monumento que hay en su exterior. Dentro, la cosa cambia. La grandiosidad del edificio te teletransporta a ciudades, de otros países, modernizadas con criterio. Dos chicos repletos de músculos y tatuajes y una chica superfan del colágeno esperan fuera de una sala. Por un momento creo que se trata del plató de «Mujeres y Hombres y viceversa».
El que decidió el nombre del complejo no pudo estar más acertado, porque la sensación cuando dejas atrás el detector de metales es que entras en una ciudad. Eso sí, con sus mini-árboles de mentira, con naranjitas de mentira. Y con mucha gente vestida con toga. Como en el recreo de los colegios abundan los corrillos, pero aquí lejos de conspirar contra este o aquel o contar algún secreto, sirven para que abogados y clientes repasen los casos.
Cuando cojo el ascensor me percato de la fastuosidad del edificio. Y descubro que es una mezcla entre estación de tren y centro comercial. Pero sin el ruido de la primera ni el gentío del segundo. Da la sensación que en cualquier momento va a entrar un convoy por algún lugar y se van a apear cientos de viajeros. O que Jason Lee va a bajar los escalones de diez en diez suplicándole el perdón a Shannen Doherty. Un hombre con ganas de hablar, enfadado porque mañana tiene que volver, me saca de mi película. Cuando baje lo tengo claro. Cascos y música y que nadie me prive de las vistas. Y así es. Sigo pensando que las cosas más interesantes de esta ciudad no salen en las guías. Puede que el raro sea yo, pero me consuela pensar que Fritz Lang hubiera hecho maravillas con este escenario.
Me tienta acercarme a Carrefour. Sigo asociándolo a Continente y fueron tantas las visitas a la mayor gloria del cajón de discos con la pegatina (tan difícil de quitar sin dañar la portada) de Serie Media, que cierto cariño flota en el ambiente. Por suerte recapacito y me acuerdo del duro viaje de vuelta que me queda. Ahora son 35 grados los que me acompañan y el helado no es suficiente aliciente para caminar sin arrastrar los pies. No deja de tener gracia que el día con (aparentemente) menos turismo, sea el que más estoy sudando. Estoy a punto de aplaudir a la gente que se adentra hacia el Umbracle y demás partes de la Ciudad de las Ciencias. O a los voluntariosos que, en bici o corriendo, hacen deporte a estas horas. La voz de Claudine Longet se apaga. El mp3 se ha quedado sin batería. Mi cabeza es un horno y sólo pensar en la siesta me mantiene en pie. No puedo saber, entonces, que me será imposible descansar después de comer. Unos niños, chillando como si quisieran ser tertulianos, me lo impiden. Un absurdo grito, «¡Marco Polo!», se clava en mi cerebro. Forma parte de un juego que dudo hiciera millonario a su inventor. Espero al menos, que no fuera el mismo que el de la frase de los gajes del oficio.