Releo el estupendo artículo de Toni Sabater sobre el despertar del barrio del Carmen en los años 70, en el número 4 de la revista Lletraferit. Cuando menciona Capsa noto un pinchazo en la sien. Cuando menciona El Forn mi cabeza abandona la lectura y se sumerge en la peligrosa ciénaga de la nostalgia. Capsa, El Forn y Welcome constituyeron durante muchas noches nuestra ruta festiva. Sin embargo, no sé porque la mayoría de recuerdos que tengo nos sitúan en la calle, andando de un lado a otro o hablando. Imagino que será cosa del tiempo transcurrido que todo lo distorsiona.
Por entonces, Capsa ya no era la Capsa 13 de su años buenos, pero quedaban vestigios como aquel hombre de bigote imposible que tanta gracia nos hacía cuando despedía la noche y pinchaba «My way». El Forn siempre lo recuerdo vacío o casi. Igual es que íbamos muy pronto. Allí tengo presente una noche tumbados en aquella especie de cueva codiciada, mientras sonaban Tequila o los Doors y uno de mis amigos apuraba lo culines de los vasos que alguien se había dejado. Welcome fue algo posterior y la música que sonaba, más reciente. Bailar a Nirvana como si no hubiera un mañana me sirvió para borrar (o intentarlo) un desagradable incidente con un yonky y 500 pesetas que cambiaron de bolsillo.
Entre la peculiar población que habitaba aquellas calles nunca he olvidado, vete tú a saber porqué, a un tipo más bien menudo, de esos que cuando andan parece que se van a desmontar, cara de buena persona y adicto a todo lo que se podía ser adicto. Puede que sólo nos cruzáramos una vez y me pidiera dinero. Ni idea. Lo único que acabó registrado en mi memoria, además de su aspecto físico, es que decía que era Laudrup. Apostaría a que el encuentro fue en un callejón que había entre Capsa y Revólver. Donde poco tiempo después alguien juraba y perjuraba que había visto a un hombre con una pistola en la mano rumbo al segundo local mencionado. Pavor me da que mi confuso cerebro esté alterando los hechos, pero el escalofrío al oír la palabra «pistola» y el miedo vivido y concentrado en unos segundos lo sigo teniendo presente si me esfuerzo en buscarlo.
Muchos, muchos, muchos años después volví a ver a Laudrup en la calle de las Cestas. Tremendamente desmejorado, pero con el mismo rostro de bonhomía y un importante bigote como gran novedad. Caminaba, cojeando, de la mano de una mujer mayor, su madre supuse, con una guitarra y unas gafas de sol que denotaban una ceguera o serios problemas de vista. Discutían acaloradamente como lo hacen los alcohólicos, sin motivo aparente, de manera obsesiva y puede que hasta defendiendo la misma postura. Se detuvieron de repente y él se puso a rasgar el instrumento y a cantar. Su voz le daba mil patadas a la mayoría que puedes escuchar hoy en día en la radio, los bandcamps o el spotify. Era una voz castigada, pero que sonaba con personalidad y no sólo porque se inventara algunas letras sin inmutarse. Cantaba a Serrat en catalán. Y rumbas. Y cantaba a Serrat en catalán como si fuera una rumba. Era imposible irse de allí. Daban ganas de tener un hotel, o un club, o lo que fuera y contratarle para que todas las noches, o todas las tardes, hiciera su set. O dejarle tocar en la calle si es lo que le gusta, pero a cambio de una remuneración fija.
Le he visto más veces en esa misma calle y en otras cercanas a la Lonja, ya sin acompañamiento, pero con el mismo repertorio y algo mejorado físicamente. La sensación es la misma. Pensé en alguna ocasión acercarme y saludarle. Algo así como «Hola Laudrup», para ver cómo reaccionaba. Aunque dudo que se acuerde de aquella noche y no sólo por su estado tóxico. Lo verdaderamente extraño de todo esto es que yo sí lo haga. Sólo nos vimos una vez y yo no frecuentaba esos ambientes hiperfestivos y perjudicados. Para él fui una de las miles de personas con las que te acabas cruzando con los años. Para mí no. Igual si coinciden con él y le escuchan cantar, a ustedes les pasa lo mismo.
Afortunadamente, aquellos amigos de diversión por el Carmen siguen siendo mis amigos. Y con uno de ellos cené anoche. Es el 50 % de Tulsa Café. Acogían una degustación brasileña por 3 euros (apunten para la próxima temporada sus miércoles gastronómicos, una manera de pegar un bocado muy rico, de manera informal y alternando cada semana además de la mencionada, sushi y mexicana) y aún ando con el recuerdo de la carne mechada en el subconsciente. Para beber, unas cuantas cervezas Zeta y los postres de El Carabasser de enfrente. Ay, las noches de verano.