Ana Elena Pena. Foto: Carlos Rubio.

El videoclip Thriller de Michael Jackson, la revista Vale, Bruce Lee, Rosa León, los rotuladores Carioca, unos gusanos mutantes, la Interviu, la Lib, los besos con lengua, la Creepy, semillas de gominolas, Prozac y Katovit, la primera regla, una niña del cole que se muere, miedos de todo tipo, el malsano arte de vomitar cuando y donde se quiere, el infierno del espejo, jugar a matar gatos, la España de los 70, niñas traficando con fotos de mujeres desnudas, el potaje más escatológico e inocente del universo, la España de los 80, el sexo, la infancia, la adolescencia, la maternidad, la España de los 90, brutalidad vs inocencia,… todo cabe en el nuevo libro de Ana Elena Pena, Aquelarre de muñecas (Aguilar, 2018).

Un viaje por su infancia en un pueblo de Murcia (prolongado también a sus años adolescentes y actuales) que va más allá del simple relato autobiográfico o la novela de iniciación. Ana Elena escribe desde la libertad con que los niños ven y viven la vida, con su curiosidad, con la indisciplina innata de esos años, con la presencia sin exhibicionismo de los conflictos generacionales, pero sin juzgar a nadie por sus comportamientos, ni regalando moralejas. Y disfrutando mucho del placer de contar (y muy bien) historias, que al fin y al cabo es lo único que debería preocupar e importar a los escritores … y a sus lectores.

¿Cómo surge Aquelarre de muñecas?

Empecé a escribir relatos sobre la niñez y adolescencia en un pueblo hasta que me di cuenta de que podía recopilarlos en un libro. Eso junto a apuntes de otro tipo, poemas… Recordé juegos infantiles macabros, medité entonces cómo proyectábamos en nuestros muñecos y juegos lo que queríamos ser de mayores y cómo nos afectaba lo que sucedía alrededor. La magia entra en escena casi por imperativo biológico, las mujeres y nuestro pensamiento mágico, nuestro deseo de sanar a través de conjuros, rezos y plantas. Somos portadoras del misterio de la vida, siempre tendremos una relación muy especial con la magia, muy cercana.

¿Por qué combinar prosa y verso? ¿Cómo crees que se complementan?

Los poemas son una especie de “clausura” de cada capítulo. La prosa es siempre muy directa, el poema es más críptico y siempre da más juego, te evade. También es una manera de “desengrasar”, de devolverte a un terreno más vaporoso, más cercano a la imaginación, sobre todo después de alguna que otra narración prosaica y, en ocasiones, grotesca o descorazonadora.

Perteneces a una generación, tal y como se refleja en el libro, para la que la televisión y los videoclubs fueron muy importantes en su educación. ¿Hasta qué punto crees que eres lo que eres por ello? ¿Cómo serías hoy de haber tenido el inabarcable internet entonces?

Creo que me alegro de no haber tenido internet ni smartphones en la adolescencia, seguramente habría testimonios gráficos vergonzantes en manos de mucha gente. Un aspecto positivo de mi generación es que hemos podemos reinventarnos, no hay pruebas que revelen lo gilipollas que llegamos a ser, aunque siempre dejamos pistas… En cuanto al lenguaje, éramos más cuidadosos porque todo aquello que escribíamos se quedaba reflejado en un papel (ahora prima la inmediatez, escribir es como pensar en voz alta) Teníamos las cartas de papel, escritas a mano, de amor, de desamor, de amigas que se iban en verano y a las que contabas tus experiencias nuevas con todo detalle, escritas con mucho mimo y cuidado, rotuladores de varios colores y pegatinas de los grupos de moda. Podían tardar en llegar una semana. Eso se ha perdido y sería difícil rescatarlo. Si nos desespera que alguien tarde más de una hora en responder un whatsapp imagina cuatro días… Por otro lado, no puedes oler ni acariciar un mail.

En Aquelarre de muñecas cuentas cosas de cierta gravedad, pero casi siempre utilizas cierto humor negro para ello. ¿Lo haces por desangrasar, por una actitud ante la vida, porque de alguna manera era como lo concebías de pequeña, como un recurso literario,…?

Es importante desdramatizar, para eso sirve el humor (aunque muchos se empeñen en censurar ciertas manifestaciones, sin éxito) Algunas situaciones las viví con cierta “naturalidad” porque todavía era muy pequeña para entenderlo: la violación de la hermana de Pili, la muerte de la niña, el abuelito que quería que le tocaran el rabo, la casa de putas… Los niños son geniales (hasta Charles Manson lo dice), y tienen muchos recursos para afrentarse a facetas duras de la realidad, siempre que tengan apoyo sólido emocional en casa y en su entorno más cercano.

Nuestra manera de enfrentar esas cosas era pillarle la broma, captar el punto grotesco y exprimirlo. Recuerdo que hice un cómic sobre un puticlub enorme dotado de varias plantas: en la primera estaban las prostitutas más bellas, exóticas y exuberantes, y de ahí para abajo… La idea era dominar al mundo a través del sexo porque las prostitutas eran alienígenas que sorbían el seso a los clientes mediante el coito, a la vez que les succionaban el pene. La última planta la llamaba “Sección Mugre” (parecía un edificio del Corte Inglés). En la Sección Mugre estaban las mujeres monstruosas: leprosas, tísicas o de cuerpos enormes y cubiertos de granos, etcétera (me autocensuro). Me gustaba especialmente dibujar estos seres con detalle. (que nadie me juzgue ahora por esto, ejem, que yo era solo una cría, igual tenía doce años) Esto lo llevaba con unos amigos (uno de ellos es ahora muy católico, mire usted) y la llamábamos La secta de La Komadrona, que era quien regentaba el club y quien asistía los partos de las rameras del espacio. No sé por qué no puse esta historia en el libro, acabó realmente mal. Mis padres me pillaron los cómics y me liaron una gordísima, con castigo de meses.

Reíamos con miedo, y con asco a veces, pero reíamos. Sin deseo de herir ni de dañar a nadie. Yo recuerdo, de niña y adolescente, estar siempre, siempre riendo o, al menos, querer estarlo aunque te prohibieran hacerlo porque, claro, “te puedes reír de esto sí pero de esto no, que está feo o es pecado o es indecente”. Entonces, seguíamos descojonándonos de lo que nos daba la gana, pero a escondidas. Y era principalmente una forma de ahuyentar el miedo.

Hay dos temas que rondan por todo el libro (y yo diría que por buena parte de tu obra) que son el miedo y, de alguna manera, formando parte de él, el miedo a hacer daño involuntariamente. Ambos temas, de alguna manera, son muy de la tradición religiosa.

¿Tú crees? Yo pienso que todos tenemos miedo a hacer daño sin querer. Cuando lo haces deliberadamente, de alguna forma estás dispuesto a asumir el castigo o a enfrentar la carga, pero cuando no es así, te pilla totalmente desprevenido y te dices, «no es justo, no era mi intención, no puedo volver atrás”. He hecho muchas veces daño sin querer, y también sin querer queriendo.

No deja de ser curioso que tengas ese miedo, pero luego seas muy fan de la literatura y del cine de terror en todas sus variantes.

El cine de terror para mí es una droga, aunque no suelen hacerse películas muy buenas, la temática y los recursos son muy repetitivos. Me gustan sobre todo las series de capítulos cortos tipo Cuentos Asombrosos o Historias de la Cripta porque los malvados (humanos) siempre son castigados por monstruos o fuerzas sobrenaturales y tiene pequeñas dosis de humor, bastante malo, por cierto. Hace poco leí un estudio que aseguraba que el cine de terror aliviaba la ansiedad en personas con esta tendencia, resulta paradójico pero tiene sentido. Mira qué mal lo pasa la chica de la pantalla, ahí con las tripas fuera y qué a gusto estoy yo aquí en mi cama con mis problemitas de mierda.

¿Cuánto tiene de exorcismo personal este libro?

Todos tenemos demonios que exorcizar y quizá escribir, actuar, o cualquier otra cosa que tenga que ver con el arte nos ayude a sacarlos fuera, aunque quizá de vez en cuando necesitemos también llamar al padre Karras. Escribir sobre los demonios de cada uno es, de alguna manera, darles forma, nombrarlos, y una vez los tienes de frente y puedes reconocerlos, derrotarlos. De todos modos, surgirán nuevos demonios después de matar a los viejos. La vida es un como un videojuego y en cada pantalla tienes que vencer un monstruo diferente. Lo que intento transmitir siempre es que nada es tan grave, “shit happens”, que todo, hasta pasarlo mal, es una lección y vale la pena. No siempre lo consigo, claro.

A lo largo del libro van apareciendo temas como los maltratos infantiles, la violencia con los animales, los trastornos alimenticios, el feminismo, la educación (o su ausencia) sexual, los abusos sexuales,…pero sin ningún afán adoctrinador, más como testimonio de una realidad que como denuncia. Sin embargo, sí consigues transmitir al lector tu posicionamiento (y por tanto algo de denuncia) sin necesidad de panfletadas ni proclamas al viento.

Odio las panfletadas, las consignas, los hashtags de moda… y lo que se esconde tras ellos. La manipulación mediática y el deseo atroz de querer estar moralmente por encima de los demás haciendo uso de ellos cuando todos estamos en la misma mierda. Estoy hastiada de ciertas palabras que, a fuerza de repetirlas casi a modo de mantra y cuando no vienen al caso, ya no significan nada. O empiezan a bifurcarse en discursos con los que no acabo de comulgar. El movimiento se demuestra andando, haciendo, y siendo una persona justa en tu vida diaria. Nunca me he sentido inferior, ni más débil, por el hecho de ser mujer. Siempre he sido consciente del poder que me confiere, y es posible que lo haya usado mal alguna vez, no somos seres de luz. Tampoco han sido rosas y vino, me han machacado y humillado más de una vez pero yo siempre miro al frente.

En el libro relato capítulos de crueldad, de hombres a mujeres más débiles, de mujeres hacia hombres enamorados, ¿y qué me dices de la crueldad entre nosotras mismas? ¡Qué refinada y retorcida puede ser! Pero me centro en la peor crueldad de todas, que es la crueldad hacia uno mismo. Los hombres por lo general explotan hacia fuera, su agresividad es más visible y en ocasiones se cobra víctimas. Las mujeres, solemos dirigir la agresividad hacia nosotras mismas. Por eso hay muchas más mujeres que se autolesionan, que mortifican su cuerpo para gestionar su frustración. Todos nos hacemos daño, a nosotros y a los demás, ahora bien, intentemos minimizar el daño, ser más amables los unos con los otros. Creo que vamos en una buena dirección. Y aunque batallas entre sexos siempre habrá, porque el sexo es una llama roja, estamos llegando a un consenso. Estamos educando niños más empáticos y sensibles, niñas más asertivas y seguras de sí mismas.

Si no nos desviamos del tema y nos perdemos en discursos de odio, creo que la próxima generación puede ser sexual y emocionalmente muy sana.

¿En qué medida crees que el libro está condicionado porque durante su escritura estuvieras embarazada (más allá de que hables de ello en sus páginas)?

Para empezar era lo único de lo que me apetecía hablar, de la niñez. De la mía y de la de mis amigos, porque es la que conozco, claro. Por otro lado me resultaba muy difícil mantener el mismo tono porque había días en los que me encontraba fatal, mi cerebro estaba low battery. Otros en cambio estaba exultante…Me acordaba también de pasajes ocurridos con mi madre muy dolorosos, y me aterrorizaba que pudieran repetirse con mi hija. ¿He sido una buena hija? Me preguntaba. Todos nos lo preguntamos alguna vez. ¿Podría haberlo hecho mejor? ¿Cómo? Y mi madre, ¿qué podría haber hecho ella para entenderme, para acercarse a mí?. Mi generación tiene muchas deudas con sus progenitoras, el salto generacional y cultural es bestial y todas arrastramos cosas sin resolver. Quizá por eso nos hemos rezagado tanto con la maternidad. Si he tenido una relación tan complicada con mi madre, ¿por qué voy a tener que ser madre yo también y repetir lo mismo con mi hija? Afortunadamente descubres que eso puede cambiar. Luego está ese rollo de que cuando eres muy joven te crees más feminista por decir que no te gustan los bebés y que no vas a tener hijos porque sería cumplir con el rol tradicional, blablabla… Y vaya gilipollez. Ahora, que cada una haga lo que quiera, yo pienso como John Waters, que decía algo así como que está a favor del aborto porque no quiere que ese hijo desgraciado y no deseado algún día crezca y le asesine.

Escribes: «Una siempre acaba volviendo al pueblo, a las raíces, donde aún viven los padres. El sentimiento de pertenencia es particular de cada una, yo me decanto por el desarraigo». Sin embargo, durante todo el libro los recuerdos en tu pueblo gozan de cierta añoranza por tu parte, puede ser porque sabes que es pasado y no volverán.

Más que añoranza del pueblo, siento añoranza de mi infancia ocurrida allí. Volver al pueblo, a Calasparra, es volver a sentirte un niño. Un niño desubicado y viejo. Quizá es porque la única que perteneció a mi pueblo durante generaciones fue mi abuela paterna. Por parte materna cada abuelo era de un lugar, mi madre se crió en Moratalla de donde era mi abuelo, mi abuela materna en Águilas, mi otro abuelo en Benizar. Yo que sé.

Una cosa es sentir añoranza y cariño y otra es pertenencia. No me quiero enrollar con esto por no meter la pata. Siempre me alegra volver allí porque cada esquina que visito, cada puerta por la que paso, recuerdo. Aunque lo haya hecho cientos de veces.

Dices que al fin y al cabo tu pueblo era como cualquier otro, pero describes una galería de personajes (el Don Julián, de la página 70 es puro Berlanga) que son un brillante en bruto desde el punto de vista literario. ¿Cuándo has descubierto eso, que las historias y la gente de tu día a día de aquellos años guardan un valor que dentro de esa «normalidad» rural no se apreciaba?

Más que los personajes en sí, lo importante es la mirada de los niños hacia esos adultos. Cómo gestionábamos todo lo que pasaba delante de nuestro ojos. Cuando llegué a Valencia y contaba historias de mi pueblo, la gente se asombraba. Los amigos que también venían de los pueblos tenían historias similares, y aquello acababa pareciendo un guión para la segunda parte de Amanece que no es poco mezclado con Los Santos Inocentes y La casa de Bernarda Alba. A la gente de ciudad le asombra la brutalidad que se vive en los pueblos, pero también envidian la familiaridad con que nos tratamos unos y otros. Cuando alguien hace algo que se sale de la norma todo el mundo le señala porque así se ejerce el control social, podría decirse también que nos vigilamos unos a otros. En ocasiones es puro aburrimiento. Cuando alguien se muere todos van al entierro y si alguien enferma o necesita algo, enseguida se moviliza la gente para ayudar. Hay más cohesión social que en la ciudad, aunque esto tenga su reverso coñazo. En los pueblos hay personajes muy auténticos, son precisamente los que se rebelan contra el orden establecido los que se recuerdan o, al menos, los que recuerdo yo.

Más allá de cambiar nombre y alterar situaciones para que no resultaran reconocibles, ¿te has censurado en algo?

Yo lo que no quería era comprometer a nadie o hacer daño trayendo memorias viejas. Aún así, he contado cosas vergonzantes, pero vergonzantes para mí, que es a quien tengo que rendir cuentas. Por lo demás, todos nos autocensuramos, especialmente en estos tiempos, dime quién no lo hace. Todos conocemos verdades incómodas pero no nos atrevemos a decirlas en alto. Verdades de todo tipo.

El libro acaba con un bonito y tierno capítulo dedicado a tu hija Muriel, pero inmeditamente después se cierra con una frase de Charles Manson. ¿Define esa dualidad tu universo personal, creativo, …? 

Es posible. Dudaba un poco sobre si ese último texto era acertado, tratándose de un personaje tan deleznable (y a la vez tan fascinante). Pero es que me emocionó, aún lo hace (sale al final de la película Manson Family Vacation de J.Davis). Quizá porque resulta chocante vislumbrar algo de humanidad en un monstruo, un monstruo que pudo haber sido una persona normal si no hubiera sido rechazado y maltratado por su propia madre, si no hubiera pasado toda su vida de reformatorio en reformatorio. Charles Manson nos dice que los hijos son geniales, que ellos siempre sobreviven, que lo harán mejor que nosotros, sus padres. Él sabe que su hijo lo hará mejor que él, pero a la vez estas declaraciones encierran una crítica, “mamá, lo hiciste mal conmigo pero sobreviví”.

Yo no soy un ser horrible, pero quiero que mi hija lo haga mejor que yo, que no se equivoque tanto. El por qué me conmueven esas declaraciones, debe ser por esto. Seguro que no soy la única.

Literariamente hablando, ¿qué te proporciona hablar de tus experiencias personales? ¿No tienes miedo del desgaste emocional que puede ocasionarte? 

No. No tengo miedo y no suelo mirar atrás. Lo hecho, hecho está. Parto de la idea de que no soy nadie especial. Lo que me ocurre a mí le ocurren a millones de personas. Cuando he trabajado con temas como la bulimia, la autolesión o la infertilidad, ha sido porque me han tocado de cerca y esperaba que otras personas pudieran encontrar consuelo en esas líneas. Funciona también a modo de catarsis. La literatura no consiste únicamente en desplegar tus habilidades con la palabra y relatar hazañas fantásticas o bucear en otros mundos, también sirve para comunicarnos los unos con los otros de un modo sencillo y cercano, para compartir pequeñas miserias y reírnos de ellas. “Esto también me pasa a mí, no estoy solo”. A mí en su momento me sirvió mucho leer Cuando comer es un infierno de Espido Freire, o Quién quiere ser madre de Silvia Nanclares. De todos modos, incluso el escritor que escribe ficción, está contando mucho de él mismo. Fíjate que los escritores que somos amigos y vivimos en la misma ciudad no solemos leernos entre nosotros, por algo así como que “ya nos conocemos”. ¿Qué puede sorprendernos? Bien, pues deberíamos hacerlo más, porque sí, podemos sorprendernos.

🔴 La portada de “Aquelarre de muñecas” contada por Carlos Rubio, su diseñador.