Casi al inicio del libro Desconexión. El gran reemplazo digital (Barlin Libros), su autor, Manuel Alcántara Plá (Madrid, 1978), confiesa que lo escribe «después de comprender dos cuestiones básicas. La primera, que los avances electrónicos no me están llevando a donde creía. La segunda, que resistir en el mundo digital es impostergable y trascendental». Ambas se convierten en el esqueleto sobre el que gira este ensayo, tan necesario por lo que cuenta como por lo que alerta. Además de por el efecto espejo que proyecta para que nos reconozcamos en él y no apartemos la mirada como si no fuera con nosotros.
Escribes: “Las tecnologías están diseñadas para ser adictivas”. Hablas también de la dopamina, de que «la intensidad de las recompensas dadas por una app como WhatsApp es menor a la que producen las drogas, pero su repetición y su carácter impredecible las convierte en adictivas (…) El número de personas afectadas por cualquier otra adicción es mucho menor que el de quienes no conseguimos separarnos más de medio metro de nuestro teléfono móvil.” Si tenemos tan identificado, y reconocido, el problema, ¿por qué no nos lo tomamos más en serio. ¿El hecho de que el teléfono forme parte de nuestra vida, y sea tan fácil acceder a él, puede hacernos creer que entraña menos riesgos?
Gracias por la pregunta, porque es algo a lo que le he dado bastantes vueltas (ríe). Creo que ha habido una especie de deslumbramiento con las tecnologías, que es completamente natural, porque la verdad es que son increíbles. Cada novedad que sacan es alucinante. Enseñas hace 20 años cualquier móvil que tenemos hoy en día y pensarían que es ciencia ficción. Nos tienen con los ojos como platos. Es difícil de reaccionar porque no paran de sacar cosas. El otro día, en otra entrevista, lo comparaba con un niño al que le dan un juguete que quiere mucho y no se separa de él, en la cama, en la ducha, va con él a todas partes, y pasado un tiempo lo va colocando en otros sitios y le presta menos atención. Nosotros, con las tecnologías, estamos todavía en ese momento del juguete a todas partes, pero puede que esté llegando la hora de empezar a colocarlo en su sitio, de pararnos a pensar que a lo mejor no es bueno todo lo que nos está trayendo, que tenemos cierta obsesión con estos aparatos. No hemos sido muy maduros en nuestra relación con las nuevas tecnologías, nos hemos lanzado a ellas sin mucha reflexión y mucha responsabilidad.
Hablas de ese deslumbramiento en el libro, que además lo es de manera literal con las notificaciones que recibimos, los colores que se emplean. Todo bien estudiado para provocar adicción. Y toda adicción tiene sus síntomas de abstinencia. De hecho mencionas las «sensaciones fantasmas del teléfono», cuando crees que te vibra el móvil en el bolsillo y ni siquiera lo llevas encima. Los hemos incorporado a nuestras vidas incluso cuando no están.
Si pensamos en la relación que tenemos con el teléfono móvil, por ejemplo, en la frecuencia que lo miramos o lo tocamos es mucha. Por lo tanto, es normal que lo echemos de menos. La media, según estudios empíricos realizados con gente, hablan de unas 120 interacciones al día, que son como unos 70 desbloqueos al día. Al margen de cuántas horas estemos despiertos salen a muchas interacciones por hora. Estamos cada 15 minutos, como mucho, desbloqueando el teléfono. Entonces, obviamente, si dejas de hacer algo que estás haciendo continuamente, lo echas en falta. Estos fantasmas afectan al músculo que acaba teniendo el acto reflejo de la vibración, aunque no haya.
Quizá el objetivo, para mí, más importante del libro sea darnos cuenta por lo menos de esto, de pararnos a pensar. Esa cifras indican que lo uso para todo, hay que asumir que eso es raro, un electrodoméstico que consultas continuamente a lo largo de tu vida, en tu cotidianidad. Y tomar medidas.
Hablas del automatismo y dices “Me descubro realizando automatismos con internet y las app de mi móvil. Acciones que no parecen brotar de mí, sino de un apremio irracional”. Unas páginas más adelante, también, de la recursividad, del hecho de que las personas solemos repetir comportamientos. ¿Se están reduciendo nuestra capacidad reflexiva y lo que sería todavía más peligroso, nuestra capacidad crítica?
Una cosa importante y que hay que tener clara de que miremos muchas veces el móvil, es que efectivamente no es nuestra voluntad. Cuántas veces pasa que miras el móvil, te preguntan la hora y no tiene ni idea. Miramos el móvil no porque tengamos la necesidad de consultar algo concreto, lo hacemos porque el teléfono nos llama y pecamos porque las notificaciones tienen luces, brillan, parpadean, incluso a veces en colores. Es algo muy estudiado, no es casual, y nos obliga a interactuar con él. Una vez que lo desbloqueas es peor porque volvemos a perder un poco la voluntad. Están muy bien diseñados para captar nuestra atención, más allá de que nos haga falta a nosotros.
¿Que si eso nos hace menos críticos? Nos hace menos concentrados. De esto sí que hay estudios que lo han comprobado. Somos muchos menos capaces de hacer una lectura profunda, cada vez es más difícil mantener la atención porque tienes el teléfono, te vibra, es raro que leas tres páginas de un libro sin que ocurra algo en el móvil. No somos multitarea, no tenemos varios procesadores en paralelo como el ordenador o los teléfonos, sino que tenemos solo uno que centra su atención en algo y si no va a un lado o a otro y cuando cambia después necesita un tiempo de recuperación. Los estudios de los psicólogos dicen que es un tipo de recuperación bastante alarmante. Así se explican algunos accidentes de tráfico. Esa idea de que podemos whatsappear a la vez que conducimos es falsa porque no tenemos dos cerebros, es un cerebro que está saltando de un lado a otro y si te pilla en el salto algo como que se te cruza un animal o te despistas, pasa lo que pasa. La cuestión del espíritu crítico igual está más relacionada con las redes sociales, que sí pueden implicar problemas con el espíritu crítico.
El libro es como un espejo que nos muestra una realidad con la que convivimos y que, muchas veces, no queremos ver porque nos es más cómodo. Dedicas un capítulo al silencio. “El silencio, es algo que las nuevas generaciones podrían no llegar a echar de menos porque, quizás, no lo lleguen a conocer nunca. Esta realidad me aterroriza. El silencio no es solo la ausencia de sonidos, es el lienzo en blanco con espacio para la creación”.
Así es, el silencio no en el sentido de la ausencia de sonido, sino el silencio como el momento de aburrimiento, del momento de no tener la atención puesta en nada especial, sino simplemente aburrirse puramente. Y cada vez es más difícil aburrirse. No nos aburrimos. Ya nadie se aburre esperando el autobús, o esperando en cualquier sitio, porque está el teléfono. Y los niños, como ya han nacido en esa realidad, en esta dinámica, les pasa igual y tienen esos pocos momentos de aburrimiento. Creo que es un gran problema, porque son momentos mucho más profundos, mucho más especiales, de reflexionar, de darte cuenta de qué cosas están pasando por dentro, y los estamos perdiendo. La RAE define el silencio por negación y no es siempre la ausencia de algo.
“Las denominadas redes sociales están ahí, nos dicen, para ayudar a conectarnos los unos con los otros (…) lejos de darnos superpoderes para relacionarnos, nos estorban, incluso para ser nosotros mismos (…) el resultado, la privatización de nuestras vidas». ¿Se puede hablar de de fracaso de la parte social de las redes sociales o, realmente, nunca tuvieron esa intención por una cuestión de rentabilidad económica?
Intento no echarle mucho la culpa a las redes sociales porque, en realidad, todo lo que digo de ellas ya estaba antes. Las redes sociales han tenido éxito porque se alimentan de las tendencias que ya teníamos, de ir cada vez más rápido en la vida, de más eficiencia en nuestras relaciones… Digamos que esas tecnologías aprovechan que ya íbamos para allá para que nos gusten tanto, y además lo han intensificado. Sobre su rentabilidad habría que matizar la pregunta: ¿Rentables o suficientemente rentables? El problema es que como cualquier empresa, la mayoría buscan el continuo crecimiento, y su crecimiento depende de nuestra atención. Han llegado un punto en el que necesitan que estemos todo el rato con ellas para poder crecer y tener más ingresos de un año a otro.
“Nos hemos convertido en guionistas de nuestras biografías. Sentimos la responsabilidad de mantener a los otros actualizados sobre nuestras experiencias”.
Hay un concepto que es el de los extraños conocidos. Son gente que conocemos porque coincidimos siempre en el autobús o en la panadería, pero que no los conocemos de nada más, pero al verlos todos los días durante años al final te da la impresión de que hay como una relación. Y con las redes sociales es un poco al revés, gente con la que no has coincidido nunca, pero tienes la sensación de saber mucho de esas personas. Es muy extraño, un tipo de relación muy extraña. Además, el saber que tenemos que televisar nuestra vida de alguna manera o publicar lo que hacemos en las redes sociales también nos condiciona casi todo y nos hace, por ejemplo, buscar unas experiencias y no otras, porque son más fotografiables, hace que nos comportemos de una forma en particular, que vayamos a sitios concretos que mejoran nuestra historia.
“Mi presencia digital es un trabajo no remunerado y con algunos matices esclavistas. Me siento penalizado si no lo realizo, no tengo recompensas tangibles si lo cumplo”.
Es, sin duda, un gran negocio. Han conseguido que produzcamos el contenido, que lo consumamos y ellos se quedan el dinero, esa es la relación que hemos establecido. Es una dinámica y un proceso que está creando riqueza. Mucha riqueza, como sabemos, pero no llega a la gente que participa y la provoca. Ha habido desde hace tiempo propuestas para que se pague a los usuarios. Se nos debería pagar por el dinero que producimos en las redes sociales, por lo que compartimos tendría que haber una recompensa económica. Esas propuestas tuvieron cierta repercusión cuando surgieron, mucho eco, pero no fueron a ningún lado.
Criticas que desde lo público, a veces, se utilizan plataformas privadas para hacernos llegar información, como por ejemplo cuando la DGT remite a su Twitter.
Se han conseguido vender como espacios públicos, que no lo son, y también como espacios transparentes y neutros, como que publicas ahí y es como si lo publicaras en un tablón de anuncios, y tampoco lo es, porque tienen algoritmos que hacen que unas cosas se difundan y otras no, y que a unos les aparezca y otro no, no es una cosa completamente transparente y su diseño está hechos pensando en los intereses de Facebook, Instagram, Twitter… Es curioso el poco espíritu crítico en esto de los gobiernos lo utilizan como si fuera un tablón de anuncios.
Para las comunicaciones importantes de las instituciones públicas se deberían recuperar los canales normales. Porque, además, con este tipo de comunicaciones, entre otras cosas, se legitima lo que se publica en esas redes. Si un gobierno utiliza la plataforma la está legitimando. Es ese gobierno que después nos alerta de las fakenews allí y de que no nos tenemos que fiar de todo lo que leemos en Twitter. Pero al mismo tiempo lo está utilizando como su primer canal para difundir información.
El libro muestra una realidad que es muy curiosa: “Las aplicaciones de citas siguen una lógica casi idéntica a la de compra de ropa. Se me muestra la oferta, se me recomienda lo que más coincide con mi patrón y se me pide retroalimentación sobre la experiencia. Es el mismo proceso para comprar una camiseta, elegir un libro o buscar pareja”.
Este tema me cuesta responderlo sin meterme en berenjenales ideológicos, que no quiero. Pero lo podemos ver desde el punto de vista que decía antes de que hemos ido a la eficiencia en todo y que se nos pide más, más y más rápido posible. Entonces, como dices, resulta muy curioso, por ejemplo, en estas aplicaciones, la más famosa que todo el mundo sabe a cuál me estoy refiriendo de buscar citas, en cuyas instrucciones, en las recomendaciones de uso que dan aconsejan que hagas mucho, con mucha rapidez, con mucha frecuencia. Que si lo piensas, se supone que estás buscando pareja, quizá no tenga tanto sentido la rapidez, es raro cuanto menos. Pero, efectivamente, se está siguiendo la misma lógica que cuando nos venden, por ejemplo, los gadgets informáticos por internet. Me parece curioso que hayamos permitido que todo sea contabilizable y en base a cuánto podemos hacer; cuanto más amigos en Facebook, o en Instagram, mejor; cuanto más interactúes mejor. Cuando es una cuestión de cantidad, al final más que de de calidad.
A pesar de lo que estamos hablando no es para nada un libro antitecnología.
Soy lingüista computacional de formación, una cosa que suena muy rara, somos como los lingüistas que se dedican a las cosas tecnológicas. No soy pues el tecnófobo ideal, más bien al contrario, pero quizá por eso también me he permitido escribir un ensayo así, y en primera persona, si no, no me habría atrevido a criticar cosas que hacen los demás
En un capítulo de Desconexión hablas de los autocuantificados.
Es un ejemplo de algo positivo, de alguna manera, de las tecnologías. Hablo de ellos en un capítulo en el que reflexiono sobre la tendencia que tenemos a cuantificarlo todo, cuántos amigos tenemos, cuántas calorías tomamos… todo lo llevamos a números. Sabemos los números de todo en nuestra vida actualmente. Y las aplicaciones nos ayudan porque en ellas todo se cuantifica, cuántos seguidores, cuántos likes… Y existe un movimiento, que son los autocuantificados, que lo que hacen es que lo llevan al extremo y lo cuantifican todo. Tiene un montón de aplicaciones con lo que cuantifican todo lo que hacen a lo largo del día. Cuando empezaron eran muy extremistas, pero nos hemos ido acercando a ellos. Una de las cosas raras que hacían era registrar lo que caminaban y eso es algo que cada vez más gente hace cuando anda, corre o va en bicicleta. Lo más interesante de los autocuantificados es que comparten esa información, la ponen en común. Con todo esos datos se han hecho algunos experimentos curiosos y, por ejemplo,se ha sabido cuando ha empezado una epidemia en algún sitio, porque sus datos empezaban a cambiar. Es su vida cuantificada compartida, pero de manera consciente, algo muy importante y a lo que yo voy un poco en ese capítulo, porque el resto somos autocuantificados inconscientemente, porque todos esos datos nosotros no los tenemos, pero Google sí.
Recoges en el libro el testimonio de Sophie Zhang, una científica datos de Facebook, que reconoció que hubo manipulación política en Bolivia y Ecuador, donde además de que la gravedad que supone que pueda afectar a unos resultados electorales, provocó muertos.
Llama la atención la poquita gente que ha salido de estas empresas y han hablado de lo que hay dentro de ellas. Muchos lo hacen de una forma ilegal, cuando hablan se meten en un lío, pero aún así hay gente que se sentía tan mal por lo vivido allí dentro, que han dado el paso de asumir la cuestión judicial y explicar cosas como hizo Sophie Zhang. Ella tuvo la responsabilidad de decidir si unas cosas se publicaban o no cuando, como reconoció después, no tenía la formación para ello, era una técnica a la que le asignaron ese puesto, no era una politóloga o una socióloga. Y tiene un pequeño gran trauma. Lo que se deduce de ello es que, efectivamente, hacen experimentos sociales con nosotros. Quizá una de las mayores irresponsabilidades del diseño que tienen estas plataformas es que en sus equipos no incluyen a gente que sepa de humanidades y ciencias sociales.
“Debemos empezar a renegar de todo lo «inteligente». Debemos empezar a dejar de regalar nuestros datos. Queremos utilizar internet de forma que nos beneficie sin poner en riesgo la privacidad de nuestros seres queridos y la seguridad de nuestras sociedades. Basta ya de hacer público lo privado. Comencemos a respetarnos a nosotros mismos”. Denuncias el uso malévolo que se hace en estas tecnologías del término «inteligente».
La cita que mencionas tiene que ver con con la idea de que cuando a un producto electrónico lo llaman inteligente, lo que en realidad quieren decir es que está registrando datos (ríe), sea una smart city o un frigorífico. Cogen datos de tu privacidad, de tu comportamiento, y los comparten con una empresa para conseguir, entre otras cosas, que el producto funcione mejor, para en definitiva su beneficio.
A lo largo del libro vas dando pautas y medidas de cómo podemos escapar de este «esclavismo» tecnológico y digital. Alertas del peligro de la falta de seguridad y transparencia sobre lo que va a pasar con nuestros datos. Teniendo en cuenta la rapidez con la que se suceden los avances tecnológicos puede que esas recomendaciones se queden atrás. ¿Cómo afrontar esa carrera que siempre va a ser desigual y parece destinada a que la perdamos?
El cambio más importante es el de actitud, que seamos más críticos y más responsables en el uso que hacemos con las tecnologías O si no, después no tenemos tampoco mucho derecho a quejarnos de las cosas que están pasando, de lo que hacen con nuestros datos. Estamos ya con el tema del metaverso y muchas de las cosas que estamos diciendo de esta actitud crítica con lo que ya existe, lo podemos traspasar allí. El otro día estaba viendo una acción de la Comunidad de Madrid, que es donde yo vivo, en la que por primera vez habían puesto un stand en el metaverso para explicar o promocionar algo relacionado con la educación. Ya estamos, otra vez, obligando a la gente a usar el producto de una empresa privada para informarse de una cosa pública. Tenemos que darnos cuenta de que no es tan inocuo y de que hay gente pensando detrás. En realidad somos muy desconfiados con muchas cosas en nuestro día a día, cuando vamos a comprar algo siempre estamos pensando en que nos la quieren colar. Pues tenemos que empezar a aplicar eso, también, a lo digital.