Purificació Mascarell.

Una córnea perforada, una mujer atropellada por un autobús, un alumno listo y guapo a los ojos de una profesora, la confesión de que a nadie le gustan los dentistas. No son spoilers, así arrancan algunos de los relatos de Cartilla de redención, el debut en la ficción de Purificació Mascarell (Xàtiva, 1985), editado por Altamarea.

Primera frases que absorben, hipnotizan, empujan a su lectura. Un suceso, un personaje, una acción, una situación. Kilómetro cero y quinta marcha. La escritora valenciana maneja los mecanismos narrativos del cuento y por extensión acaba haciéndolo con sus lectores. El libro es un festín literario elevado a la máxima potencia. Por lo que cuenta, por cómo lo hace, por los guiños y referencias librescas, por esos protagonistas de quienes queremos saber más y más y acompañarles después del punto y final.

Purificació Mascarell nos sirve en bandeja la vulnerabilidad de la vida, cómo escapa de nuestro control, y que poco lo tenemos presente. Y lo hace combinando géneros, narrativas, puntos de vista, lugares, realidades, estructuras, tonos, provocando que cada relato sea una experiencia nueva, una suerte de pipiripao literario. Y lo hace, también, sin juzgar a nadie, traspasando con habilidad, esa responsabilidad a quien lo lee, que seguramente se sorprenderá de los pasajes internos que recorre.

Quien le siga en twitter sabrá de su pasión por las historias, por los libros, y por compartir lecturas y títulos. Es, además, profesora de Teoría de la Literatura Comparada y Estudios Culturales de la Universitat de València, colaboradora de varias revistas y autora de diferentes obras de no ficción. Una letraherida en toda regla a la que quisimos acercarnos tan en primera persona que le propusimos que se autoentrevistara. Un juego periodístico que nos permite descubrir las entrañas de sus relatos, de su manera de escribir, de su libro.

¿Por qué el título de Cartilla de redención?

Porque me pareció un título potente para cualquier libro. Descubrí lo que eran en una exposición en el Museu d’Etnologia dedicada a los objetos cotidianos del franquismo. Allí vi una por primera vez y me dije: si alguna vez publico un libro de ficción, independientemente de su contenido, le pondré ese título seguro. Luego ha resultado que es verdad que todos los relatos están atravesados por la idea de la culpa y la expiación, de una forma u otra, pero el título fue antes que los relatos, eso es así.

¿En qué consistía exactamente esa “cartilla”?

Quizá se sabe poco que el franquismo instauró un entramado de trabajos forzosos que abastecía de mano barata al régimen y servía de “expiación” moral al condenado. Para llevar la cuenta de esa limpieza espiritual, cada preso disponía de su cartilla de redención, un documento digno de la burocracia kafkiana. Este libro de relatos no se ocupa del franquismo ni de la memoria histórica, pero recoge en su título la idea, absurda e imposible, de documentar por medios tangibles un proceso tan íntimo como el del arrepentimiento o la salvación. Así que Cartilla de redención contiene en su interior la semilla de un oxímoron delirante.

Pero el término “cartilla” posee, además, otros significados…

Sí. “Cartilla” tiene también la acepción de “tratado breve y elemental de algún oficio o arte”, de manera que este libro puede leerse como un tratado literario sobre la redención. Asimismo, “cartilla” es un “cuaderno pequeño, impreso, que contiene las letras del alfabeto y los primeros rudimentos para aprender a leer”, definición que liga nuestra cartilla al proceso de aprendizaje y a la lectura, inevitablemente.

¿Por qué esa apuesta por escribir relatos breves?

Primero, porque no hay nada que me guste más que contar cuentos o historias, y que me las cuenten a mí bien contadas. Me fascina la gente que sabe contar las cosas manteniendo en vilo la atención del receptor. Y eso desde pequeña. De hecho, el cuento o relato breve forma parte de mi sustrato literario: en la infancia se configura ese sustrato que te alimenta de adulto y yo leí fundamentalmente cuentos breves. Una y otra vez, las aventuras de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, los libros de Celia de Elena Fortún y los cuentos de Las mil y una noches, que me fascinaban. El cuento de raigambre popular, el cuento de tradición oral, siempre me ha encantado. Mi favorito: “Abdalá el del mar y abdalá el de la tierra”. Lo escuchaba una y otra vez en un casette de pequeña…

Luego habría que decir también que me siento incapaz, humanamente, de escribir narrativa de largo recorrido… Y creo que nunca podré hacer una novela. Para novelar hay que tener mucha capacidad de relleno, de adorno, que yo no tengo. Al final me puede la síntesis y el efecto que ejerce sobre el receptor. Un relato es un artefacto basado en el impacto cardíaco. Y ese efecto me alucina. Me parece adictivo, para quien escribe y para quien lee.

¿Qué tienen en común los siete relatos?

En común, que van como una flecha desde la primera línea hasta la última, como una bala. O eso al menos he intentado yo… Cito aquí al gran Horacio Quiroga, un maestro absoluto que decía que el maestro no es otro que Edgar Allan Poe: “El cuento es, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo no conseguirían sino entorpecerlo”.

En común también tienen que son historias que atrapan, que te envuelven y que necesitas leer hasta el final para descansar. Fíjate que para mí, el fondo, la trama de un relato, no es lo relevante: lo importante es como se estructura y se dispone el contenido para crear un efecto sobre el lector. El efecto. Puedes tener una buena historia, pero si la cuentas mal, no interesa a nadie. La clave no está tanto en la trama como en la disposición de los elementos, en su adecuada presentación y combinación.

El crítico Seymour Menton definía así el cuento: “El cuento es una narración, fingida en todo o en parte, creada por un autor, que se puede leer en menos de una hora y cuyos elementos contribuyen a producir un solo efecto.” ¡Ay, el efecto!

¿Y que los diferencia?

A veces es el estilo. Más retórico y barroco en «La córnea», más cercano a la oralidad en «La visita», con guiños al estilo decimonónico en «Una historia inglesa», y con mucho de escritura dramática en «Solo es agua». También en la focalización (los hay de grado cero, interna y externa) o en el tiempo del relato (en presente unos, otros en pasado), hay variación: he intentado deliberadamente jugar con toda la panoplia de opciones narrativas. ¿Se puede detectar un intento de aplicar mis conocimientos teóricos a la praxis literaria? Sí, desde luego.

¿A qué autores del género admiras y te sirven de inspiración?

Yo siempre he admirado la novelística y a los novelistas. Hace algunos años estuve dando clases en la UCM y cuando llegué, me dijeron: te ha tocado impartir una asignatura que se llama “El cuento español”. Me quedé a cuadros. ¿Qué iba a hacer yo con una asignatura sobre cuentos? Yo quería explicar Tiempo de silencio, La Regenta, La voluntad… Montando el programa y las lecturas me percaté de que en realidad había leído mucho cuento desde pequeña y que era capaz de conectar entre sí a Capote, Chejov, Clarín, Lugones, Mansfield, Kafka y Carver… Porque eran grandes. En esos grandes me fijo, y los leo una y otra vez para aprender un poco de cada uno de ellos. He leído tantas veces “La mujer alta”, de Alarcón, o “El tigre mundano”, de Jean Ferry, o “La cámara sangrienta” de Angela Carter, o “Los pájaros”, de Daphne du Maurier… Son relatos perfectos. “Niños en su cumpleaños”, de Capote, por ejemplo, es un relato perfecto, y le rindo homenaje en el inicio de “La imperfección”. Leer y analizar una y otra vez los relatos más redondos que nos han dejado el siglo XIX y el XX es la mejor escuela de escritura.

¿Por qué tus alumnos saben que “todo podría ser de otras maneras”, tal como les dices en tu dedicatoria?

Bueno, esto tiene que ver con el trasfondo que impregna toda mi docencia: la reflexión sobre el poder, sobre cómo identificarlo y, luego, cómo deconstruirlo. En mis relatos también se plantea, de una u otra manera, el tema del poder: está en “La córnea” (¿quién es la más fuerte de las dos madres? La más fuerte, como la perturbadora obra de Strindberg), está en “Solo es agua”, en las relaciones entre la chica y los soldados, está en “El alumno” de manera muy explícita, en “La visita” en forma de violencia, en todos los relatos, en realidad. Cómo hemos naturalizado las relaciones de poder, sus dinámicas, es algo sobre lo que pensamos mucho en mis clases. Y por eso mis alumnos saben que todo lo que parece natural suele ser una construcción interesada. Y que basta con cuestionar esa apariencia de “naturalidad” para que emerjan otras formas distintas. Y para constatar que esas formas son múltiples, variables e infinitas… Algo que a quien tiene el poder nunca le interesa que descubramos. Y algo que la literatura logra poner en evidencia.