Foto: Eva M. Rosúa.

Foto: Eva M. Rosúa.

Ocho años puede ser mucho tiempo o no, según para qué y para quién. Si hablamos de periodismo es todo un mundo. Y si lo localizamos en nuestro país, un universo. Desde 2007 hasta nuestros días, todos los directores de las principales cabeceras han abandonado su cargo. En algunos casos (Rafael Nadal en El Periódico de Cataluña, Ángel Arnedo en El Correo o Guillermo Fatás en el Heraldo de Aragón) parece que por razones meramente empresariales; en otro existe la sospecha de que se quiso disfrazar de ello lo que apuntaba hacia el poder (José Antonio Zarzalejos en ABC); y en el resto, lo más escalofriante, por presiones políticas. En apenas tres meses (de diciembre del 2013 a febrero del 2014), Màrius Carol, Pedro J. Ramírez y Javier Moreno fueron destituidos de La Vanguardia, El Mundo y El País respectivamente. Hace un mes, Carles Capdevila se sumaba a la lista al dejar la dirección del Ara. Fue él mismo el que quiso puntualizar que su marcha no se debía exclusivamente al tratamiento que iba a recibir por el cáncer que padece. Ocho directores eliminados (que suman once si contamos la «interinidad» de Casimiro García Abadillo en El Mundo y de Antoni Bassas e Ignasi Aragay en el mencionado Ara), cuya marcha no se ha traducido en ningún salto cualitativo en los rotativos correspondientes.

Venticuatro años es una eternidad para todo, todos y, especialmente, para el periodismo español. Leyendo «Las noticias están en los bares» (Libros.com), el libro en el que Manuel Sánchez rememora el tiempo que trabajó en El Mundo, así se certifica. Una trayectoria que empieza con la dimisión de Alfonso Guerra en Cacerés, prosigue con nuestro protagonista resacoso y en calzoncillos recibiendo la felicitación indirecta de Pedro J por teléfono y culmina con su marcha a Madrid a trabajar en la sección Nacional del citado diario.

Veintidos años en un mismo trabajo permite trazar una radiografía exhaustiva de la evolución del mismo. Y eso es lo que hace Sánchez. Sabiendo que la época a la que hace alusión el título del libro (una gran frase de Raúl del Pozo que él suele negar) ya pertenece al pasado. Con cierta nostalgia por los tiempos vividos, pero sin quedarse anclado en un pasado en el que creció como profesional. Dibujando, al mismo tiempo que su experiencia personal, el perfil cambiante del día a día de una profesión y sus profesionales. Especialmente sugestivas son las páginas que va dedicando a Pedro J. No hace falta ensañarse con su persona para ir descubriéndonos (como si de un reportaje por entregas se tratara) la deriva de un periodista que ha acabado creyendo que está por encima incluso de las noticias. La palabra egocentrista se queda corta.

Dos años, y unos meses, hace que Manuel Sánchez abandonó, por motu propio, una redacción (ahora le podéis leer en Público) a la que ya no reconocía y en la que no se encontraba. Los recortes impuestos por la crisis, la «explotación» que supuso trabajar para la versión online y la de papel por el mismo (cada vez menor) sueldo o la desnaturalización que padeció con la compra del grupo Recoletos por parte de Unidad Editorial, le empujaron a ello. Pero sería un error, e injusto, por mucho que el libro esté escrito en primera persona, entender el mismo como un relato individual. Precisamente, justo lo contrario es el principal atractivo de «Las noticias están en los bares». Compartir la pasión con la que el autor vivía su profesión (con sus alegrías y sus sinsabores), fuera cual fuera su destino, intentando ejercer el periodismo sin más compromiso que consigo mismo. Sin saber que los tiempos nuevos para su oficio serían tiempos salvajes. Y, además, con el atractivo añadido de que le tocó cubrir o informar sobre algunas de las noticias más importantes que ocurrieron en nuestro país. Si bien se le podria reprochar que sea algo condescendiente con el tratamiento de su medio con algunas de ellas, como la paranoia de Pedro J con el 11M (la pesadilla vivida por el policía Rodolfo Ruiz, por ejemplo, no tiene justificación alguna), se acaba imponiendo el relato periodístico para disfrute de un lector que se convierte en espectador invisible y privilegiado del Caso Roldán o de los intentos del PP por ocultar información después de los atentados de Atocha, por poner dos ejemplos. En definitiva, un texto necesario (y muy disfrutable) para recordar que los bares siguen ahí y no sólo para tomarse unas cervezas en ellos.