Se insiste tanto desde diversos medios con identificar la figura del periodista con presuntos profesionales de las tertulias como Eduardo Inda o Alfonso Rojo, que cuando se tiene delante a dos de verdad, dan ganas de pellizcarles o estirarles del pelo para comprobar que son de carne y hueso y no sendos ectoplasmas. Ignacio Carrión y Enric González coincidieron en el Aula Magna de La Nau para hablar sobre «Molestia aparte», segundo volumen (el primero, «La hierba crece despacio», lo pueden encontrar tirado de precio en París-Valencia) de los diarios del primero, «publicados como si ya estuviera muerto y escritos sin pensar en las consecuencias», según González, que no dudaba en calificarlos como «droga bastante dura».
Carrión lleva escribiéndolos desde los 23 años y ya tiene 76. Pero la edad no deja de ser una cifra cuando el estado mental permanece musculado y afilado como es el caso. El periodismo siempre tendría que contar historias y eso es al fin y al cabo lo que él hace. Historias que atrapan al oyente / lector y de las que resulta imposible escapar. Empezó a hablar con calma, como si con sus palabras pudiera detener el tiempo, consciente de que esas primeras frases eran las que tenían que dejar hipnotizado al público. Historias que despiertan interés. La columna vertebral del periodismo.
Mezcla al Nobel Joseph Brodsky con Carmen Balcells, el psicoanálisis con un astrónomo ruso, una ex-amante con el hombre que inventó un nuevo apellido para toda su familia y nadie habla. Ni pestañea. No da tiempo ni a protestar por los dos móviles que suenan. González participa cuando puede. Pero deja huella. Hace preguntas punzantes, comentarios nada acomodaticios, no le importa cuestionar lo que dice el protagonista de la tarde-noche. Todo eso, también es periodismo.
El miedo a no tener nada que contar y el miedo a la autocensura. Eso son los peligros que acechan al que escribe un diario. También deberían ser los del periodista. Carrión salpica su charla de humor del bueno. Juega con las pausas como lo hace con las palabras en sus libros. Todo eso ya estaba en «Klaus ha vuelto», hace más de 20 años, cuentos que todo el mundo debería leer. Uno y otro acaban convirtiendo la presentación literaria en una clase magistral indirecta de periodismo. Esta vez el reloj no es aliado y con la imagen imaginada de Rita Barberá hablando de sexo en la mesa contigua en un restaurante llega el cierre.
Poco más de cincuenta personas en la sala. Ningún estudiante de periodismo.