Pasan los años y uno sigue fantaseando con encontrar canciones que le pongan banda sonora a su rutina diaria; melodías que hagan especial ir a reciclar o elegir unos yogurts en el supermercado; historias no vividas que busquen un protagonista ocasional; composiciones que hagan levitar, ericen los pelos de los brazos y llenen los ojos de briznas invisibles. Cuando se produce el hallazgo, se convierte casi en obsesión. Ya puede llover, hacer sol o pasar el maratón ante mis narices, que la dieta musical no varía un ápice.
«Gran baile de música moderna» , de Polonio (Malatesta, 2014), pertenece a este selecto club personal. Hastiado del debate sobre la implicación política o no de los músicos y cuando el moho (que venía de origen) amenaza con devorarlo, estas once canciones que giran en torno al amor demuestran que son lo más revolucionario que se puede ser hoy en día. En estos tiempo de incertidumbre, enfado eterno, octavillas musicadas y competiciones para ver quien tiene más «me gustas» a sus teorías descacharrantes sobre la actualidad, cantarle a las relaciones afectivas y envolverlo de preciosos arreglos sólo está al alcance de valientes.
Después, ya es cuestión de cada cual quedarse a vivir en una u otra habitación del tracklist. Preferir unas letras sinceras que se desnudan en cada frase, la voz de Sandra Ferrer en «El resplandor» catapultando la canción a la carpeta de favoritas, las palmas en los momentos exactos, la dilatación sonora instrumental de toda la banda y colaboradores, la varita mágica de Carlos Soler Otte, los aires western de la instrumental «Sonora», algunos versos escritos para la eternidad, la sección de vientos que eleva al grupo unos peldaños más o los aires a Belle & Sebastian, The Magnetic Fields, Tórtel, Jonathan Richman y cierto pop sesentero y setentero español.
Polonio han grabado el disco que ya anticipaban en sus conciertos. El de los eternos veranos y los cercanos inviernos. El de la nostalgia pasada y la ilusión presente. El del dolor por la perdida y la emoción por el futuro. Un álbum que crece y se expande a medida que se suceden las canciones. Un disco bonito. En voz alta y con mayúsculas. Sin rubor alguno. Con el orgullo intacto. Y la serenidad que proporciona haber tenido paciencia para editarlo. Un lujo (precioso el diseño de María Gómez-Senent) que merecería la mejor de las suertes en un panorama musical lleno de grupos siameses colgados de metáforas aburridas. Pero eso ya no está en sus manos. Ellos han cumplido con su parte. Y ya nunca será igual cruzar un semáforo o buscar tomates, para una ensalada, en la frutería.