No me gusta mucho la leche y tampoco soy una fan del café, aunque sí de su aroma y de ciertos sabores aliados; pero adoro el capuccino. Contradicciones de una. Esta bebida es una estratificación de sensaciones, en la que hasta el último sorbo puede que ni veas al oro negro, pero sí que percibas la suavidad de la crema de la leche, unida a un atemperado gusto del grano con el cacao. Y he dado más vueltas que una bambola por Valencia, en busca del vero capuccino y para que mentiros, he encontrado mucha repugnancia. Me explico, engaños en los que la crema se sustituye por espuma o lo que es peor por nata montada, o tazas hasta arriba de cafe amargo con una leve espumita espolvoreada con cacao o canela o ambos, o incluso caramelo.
Justo en medio, de la que aparentemente, podría ser la milla de oro de esta especialidad italiana, entre una todopoderosa franquicia americana, que mezcla el café con mil ingredientes hasta hacerlo indigerible (después de tomarlo te sientes como si te hubieras zampado la vaca entera empezando por las ubres); y flanqueada por el otro lado, por una cadena mallorquina que hace alarde del objeto de nuestro deseo en su frontispicio, y que pese a su correcta ejecución, nada justifica el exagerado precio de 3,60€ ; pues justo en medio, de estas interpretaciones de lo que debe ser un capuchino, existe un templo que pasa desapercibido.
Fiaskilo se llama, pero tranquilos que no es un fiasco, sino todo lo contrario. Si pasáis a la hora del almuerzo (que es cuando suelo ir) lo encontraréis abarrotado, pero la parroquia parece ignorar que uno de los tesoros del bar es la maestría de Elisa para ejecutar a la perfección un de-li-cio-so capuccino. ¡Del Véneto tenía que ser!. Cuando voy, le pido a ella y sólo a ella que lo haga.
En medio de la frenética actividad del que está al otro lado de la barra, le pregunto cuál es la clave, y reconoce que junto al café (ellos emplean un expreso italiano, extra-fuerte, de la región de Rastignano en Bolonia) es crucial la ejecución, y me da unas pautas inamovibles (y a los maestros hay que hacerles caso): la leche se trabaja para dotarla de esa cremosidad y ha de estar fría en principio (y en su perfecto español pronuncia claramente, no espumas), además puntualiza que el cacao siempre va abajo, nunca arriba; y por supuesto, son necesarios muchos años de barista, que son los que lleva ella perfeccionando esta sencilla combinación, que para muchos significa todo un placer.
Si os pasáis por allí algún día, no os dejéis contagiar por las prisas, lo mejor del capuccino es saborearlo da capo a cada sorbo. Y al salir de la cafetería, en el espejismo, Santa Catalina a la izquierda, os parecerá la Torre de Pisa.