Fernando Miñana. Foto: Kike Taberner.

Me llamo Fernando Miñana y en algún momento fui periodista. Creo que ya no. Hace cinco años que no veo un telediario y me salto casi todas las noticias de los periódicos. A mí me gusta decir que cuento historietas. A los cursis, que soy un ‘storyteller’. Pasé 27 años en Las Provincias y cuando me tiraron, hace cuatro, descubrí que había un mundo más divertido y menos constreñido detrás de la puerta.

Ahora escribo El Callejero, una historieta sobre un personaje más o menos desconocido de la ciudad, y La Cantina, una historieta de deportes, en Valencia Plaza. Y desde antes de verano colaboro también con El País.

Hago más cosas, en parte por tener los huevos en diferentes cestas, que son malos tiempos para los contadores de historietas y para los periodistas en general, pero no creo que interesen demasiado a los culturetas de Verlanga.

Corro desde hace cuarenta años, pero ahora mi única aspiración es que, cuando lleguen los 60, estar físicamente entero para poder seguir corriendo hasta los 70. No me gustan las carreras. Me gusta perderme paseando, comer y beber con los amigos, e ir al cine una o dos veces por semana. También me gustan los museos y recorrerlos en silencio. La lectura muchas veces la dejo en manos de Mamen, mi librera de cabecera en El Imperio, la librería con más vida de Ruzafa, mi barrio. No tengo galgo.

 

Una canción:

«Aunque tú no lo sepas», de Enrique Urquijo y Los Problemas, o «Pero a tu lado», de Los Secretos.

Una película:

Es imposible. Flipo cada vez que veo en estos vermús la facilidad que tiene la gente para elegir un título de algo. Yo podría contestar cada pregunta con una respuesta diferente cada día.

Puedo ir de La naranja mecánica a Volver a empezar. O de La ventana indiscreta a Las ventajas de ser un marginado, que por algo mi fascinación por las pelis y las series de adolescentes es mi secreto mejor guardado.

Durante muchos años, la peli que vi más veces (tres de ellas en el cine), con diferencia, fue Beautiful Girls.

Un montaje escénico:

No lo sé, pero digo yo que si he ido a verla tres veces en Londres, una en Madrid y una en València, mi montaje escénico favorito debe ser Los Miserables.

Una exposición:

En realidad, cualquiera de las que ha hecho Santi Tena. Su obra me encanta, pero encima las fiestas de después de la inauguración son apoteósicas. También le tengo cariño a la que hicieron Vinz y Txema Rodríguez. Se titulaba Joc, iba sobre la pilota y estuvo en el Centre del Carme.

Un libro:

El bar de las grandes esperanzas, de J.R. Moehringer. De los últimos, los que más me han impactado son La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia, y Número dos, de David Foenkinos. Mamen no para de darme libros fantásticos de escritoras: Leila Slimani, Sara Mesa, Nora Ephron, Annie Ernaux…

Una serie:

The Wire, Euphoria y The Bear. Aunque lo que más veo son series españolas. Veneno, por ejemplo, me encantó.

Un podcast:

No suelo escuchar, pero hace un mes me enganché a uno muy friki -en realidad es como una telenovela- que se llama Un mundo violento. Y El Role, de Nacho Gómez-Zarzuela, un periodista que cuenta historias fascinantes sobre vela.

¿Quién te gustaría que te hiciera un retrato?

Si es un fotógrafo, Txema Rodríguez. Aunque no me hace caso y el que de verdad me los hace es Kike Taberner, que es un fenómeno y mi compañero en muchos reportajes.

Si es un pintor, Santi Tena.

Una comida:

Arroz al horno (sobre todo, hecho por mí). Fuera de casa, las huevas del Richard, las bravas del Ricardo o unos tacos de La Llorona.

Un bar de València:

El Negrito. Ahí he pasado la mitad de mi vida.

Una calle de València:

Maestro Gozalbo, donde crecí. De niño la recorrí una vez y constaté que una persona podía vivir sin salir nunca de allí. Tenía comercios de todo lo que uno se pudiera imaginar: una carnicería y una pescadería, un bar, un restaurante y una marisquería, una tintorería, una sala de exposiciones, un supermercado, una tienda de plásticos, una farmacia, un estanco, dos kioscos, una panadería que llevaban los padres de Inés Ballester y una pastelería, un cine, y yo vivía encima de una discoteca frente a la que, en mi adolescencia, en los 80, me quedaba con la boca abierta viendo a chicas y chicos con crestas de colores…

Un lugar de València que ya no exista:

El Plata, un pub que hacía chaflán en la esquina de Almirante Cadarso con la calle Burriana. Allí podías escuchar a los Smiths, The Cure, Van Morrison, The Doors, Los Secretos y toda la música que me gustaba. Era un sitio tranquilo, hasta que dejaba de estarlo. Hubo muchos viernes y sábados que no salí de esa esquina. Empezaba la tarde en el bar Marabú, justo al lado, seguía en El Plata y acababa en Pasillo, nada más girar la esquina.

Otro que ya no existe pero que recuerdo como un paraíso es Barraca Bar, en Jacinto Benavente. Allí pinchaba muchas noches Jorge Albi, la persona de la que más aprendí de música gracias a su programa de radio La conjura de las danzas. Tenía un gusto excepcional.

Ah, y el Oliver’s, el mejor karaoke de la historia de esta ciudad. El dueño bajaba la persiana a mitad noche, sacaba unas gambitas y sólo te dejaba salir cada cierto tiempo.

¿Con quién te tomarías un vermut?

Con el dueño del Negrito, al que llevo intentando entrevistar, sin éxito, desde hace cuatro años.

Aunque en realidad ya se me ha pasado la edad de idealizar a alguien con quien tomarme un vermut. Ahora me lo tomaría con quien le hiciera ilusión tomárselo conmigo (básicamente, mis colegas).