Me llamo Sara Olivas, Sara en hebreo significa «princesa dominadora», pero bien podría haber decidido mi madre en último momento llamarme Irene (su segunda opción), que significa «paz» e igual me hubiera venido mejor. Podría haber tenido una vida diferente y estable, cumplir mis ocho horas de trabajo, ganar más de mil euros al mes y dejarme de tonterías y sueños locos que sabemos que nunca se cumplirán. Vi la luz en Valencia un 23 de diciembre de 1993, por lo que tengo 26 años. Os ahorro la cuenta. Repito, 26 años, no 27, que siempre me quieren echar más, aunque todavía me siguen pidiendo el DNI al entrar a una discoteca o al comprar una botella de vino.
Soy una periodista que nunca ha pisado una redacción, una gestora cultural con más de dos agendas y una poeta intensa con miedo escénico. Ya me considero poeta porque ya me han puesto esa etiqueta.
He colaborado en varios medios culturales digitales como redactora de contenidos. Recalco lo de “he colaborado” porque nunca he cobrado por mi trabajo. Me han dado muchas becas que me han recordado lo jodido que es trabajar cuando todo el mundo está de vacaciones y que me han ayudado a tener, más o menos, unos dos o tres días cotizados de mi vida. Actualmente, organizo algunos eventos poéticos de la ciudad como Versillos a la Mar, Versat i Fet y A pies de página. Y llevo la comunicación, redes sociales y formo parte del equipo de producción del Festival de Extramuros, Distrito 008. Este año, me han vuelto a dar una beca (no es una beca, pero si lo explico no lo entenderían y así me lo ahorro) y de lunes a viernes de 8 de la mañana a 15:30 soy una pseudofuncionaria que cada día descubre un nuevo bar para almorzar. Las tardes y los fines de semana los ocupo en talleres de escritura, cursos de teatro, planes con amigos, y más cosas imposibles de contar.
A los diez años quise ser periodista porque amaba las letras. A los veinte años, faltándome un año para terminar la carrera de periodismo, me di cuenta de que quería ser actriz. Y, actualmente, solo sueño con ser lo que soy: escritora.
Inquieta por naturaleza o culo de mal asiento, observadora, callada y de sonrisa grapada, siempre me verás con un moño y una libreta bajo el brazo.
Un disco: ¡Empezamos fuerte! No quería quedar mal, pues siempre que hablo de mis gustos musicales a conocidas o desconocidas terminan mirándome de una forma intimidante y extraña para, finalmente, reírse de mí. Sin embargo, últimamente, no paro de escuchar a La Bien Querida para momentos en los que me siento ñoña y me apetece regocijarme en mi tristeza un poquito y, para momentos en los que necesito un buen subidón de adrenalina y energía me pongo a Las Víctimas Civiles. Cómo llegó este grupo a mi vida y me enamoré de ellos tiene historia, pero no apta para todos los públicos. Lo que me gusta de ambos grupos es la poesía que se esconde en sus letras ¡Soy intensa hasta para la música!
Una película: La mala educación. No era muy de Almodóvar, pero conocí la historia que se escondía detrás y no pude evitar emocionarme y enfadarme a partes iguales. Paterson, es una película en la que aparentemente no pasa nada, pero pasa todo. Adam Driver está maravilloso y, además, hay poesía. Las horas, desde siempre me han gustado las historias que se cruzan a través del tiempo, y este es un ejemplo en el que las mujeres toman las riendas y se convierten en protagonistas encarnando la vida y obra de Virginia Woolf.
Un montaje escénico: Elegir mi montaje escénico favorito no ha sido tan difícil como imaginaba, aunque, tal vez la palabra “favorito” no es la más adecuada. Pero si pienso en la obra de teatro que más me impactó por el momento y el contexto en el que llegó a mi vida diría El gran arco, de Eva Zapico. No había una escenografía espectacular, solo una mesa y dos sillas, pero soy de las que piensan siempre que “menos es más”. Sin embargo, el texto tan delirante, el tema que trataba, y los actores, Àngel Figols y la propia Eva me encandilaron. Fue la obra que me dio el chispazo, me encendió la bombillita y con la que descubrí que me había equivocado de carrera. Entrevisté a Eva para un trabajo de clase, hice un reportaje sobre esta obra y, creo recordar que la he visto más de diez veces. Siempre he encontrado un matiz nuevo. Casi siempre acostumbro a ver las obras (que me gustan) más de una vez, encontrar nuevos hallazgos y sorpresas me encanta. En ese momento, el bichito del teatro me picó, y, a día de hoy no puede faltar en mis planes semanales.
Una exposición: Si buscáis que os diga que soy una persona asidua a visitar museos, estaría mintiendo, y eso no está bien. Posiblemente, con esta respuesta seré la peor cultureta de la historia de Valencia, pero puestos a elegir, voy a recordar a mis compañeras y amigas de profesión Poetas del montón que decidieron montar una exposición en el Centre del Carme en la que la poesía tomaba la palabra y el poder y se integraba en un lugar como un museo. Fue bonito recordar todos los eventos que se han montado a lo largo de estos años y, sobre todo, como está creciendo València a nivel poético. Y, no voy a mentir, me encantó ver mi cara y algunos de mis versos ahí expuestos. Ay, el ego…
Un libro: ¿Solo uno? Tarea difícil por no decir imposible. Soy de las que creen que cada libro tiene su tiempo y su momento. La campana de cristal, de Sylvia Plath, un libro en el que esconde su propia biografía y que, como mujer y escritora, es imposible no sentirme identificada. No soy muy de novelas, soy más de poesía, siempre, pero esta novela está cargada de imágenes potentes y simbología que solo Sylvia puede escribir. Y Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, un libro a caballo entre la novela y el periodismo de investigación en el que la autora bucea por la vida de su familia, especialmente su madre, para perdonar, olvidar y cerrar heridas abiertas. Y si me preguntas por poesía, ahí sí que no terminamos nunca.
Una serie: Cuando veo series es por el mero hecho de evadirme y divertirme, a veces, que no siempre, busco puras banalidades, para complicada ya está mi vida. Merlí. Desde siempre me han gustado las típicas series inspiradas en institutos, pero, sí además te enseñan y consiguen hacerte reflexionar, para mí ya es un acierto. Eso sí, me quedo con las primeras temporadas. Segundas partes nunca fueron (tan) buenas. Girls. Podría compararse a Sexo en Nueva York, pero totalmente actualizado y feminista. Y, además, más accesible y con conciencia de clase. Me siento totalmente identificada con la protagonista, eterna becaria precaria, periodista frustrada, cuerpo no normativo en constante lucha con ella misma, con la sociedad y con el amor romántico. El ministerio del tiempo. Me encanta la forma de narrar, de enseñar otra parte de la historia aunque sea ficcionada y los personajes elegidos para ello. Y, además cualquier serie donde saga Hugo Silva ahí estoy yo en primera fila para verla.
Una serie de animación: ¿Los Simpsons cuentan? Creo que es un clasicazo que nunca falla a la hora de comer. Si echamos la vista atrás y buscamos serie de infancia, quizá diría La banda del patio o Rugrats, pero nunca he sido muy de series. Ahora tampoco.
Una revista: Kokoro. Es una revista que experimenta con la poesía en todo su esplendor. Ahí podemos encontrar de todo. Texto. Vídeo. Páginas en blanco. Collage. Versos sueltos. Y a un montón de poetas que, si no fuera por estas vías, sería imposible conocer.
Un icono sexual: Me ha costado bastante encontrar la respuesta a esta pregunta. Y no porque no tenga iconos sexuales, que los tengo, y muchos, seguramente, pero me he planteado si podía hacer o no pública la respuesta. Pero venga, ya que estamos, me arriesgo. Desde que vi La vida de Adele me encandiló completamente su actriz protagonista Adèle Exarchopoulos. Me fijo mucho siempre en la gente natural y espontánea y ella lo es. Y una de las cosas en las que más me fijo cuando conozco a alguien es en su boca y en sus dientes. Si tiene boca y dientes grandes, pa’lante. Patricia Pardo escribió que “busca alguien que se enamore de ella por la forma en la que come arroz”, pues lo mismo me ocurrió con Adèle. La vi comiendo espaguetis de esa forma tan natural que… Me enamoró. La belleza de lo cotidiano, siempre.
Una comida: ¡Tortilla de patatas o arroz al horno!
Un bar de Valencia: ¡La Paca! Por supuesto. Soy cabanyalera desde que nací y siempre que puedo llevo a mi barrio por bandera. Me encantan los bares con historia y en los que ocurren cosas. Me encanta fijarme en los detalles, en barbies colgadas boca abajo, kens sin cabeza, cuadros de bocas mordidas, espejos con la cara de Jesucristo, típicas sillas verdes de colegio de monjas de primaria… Todo eso está en La Paca. Por no hablar de las tortillas y del quinto y tapa a un euro. ¿Qué más se puede pedir? Y si hay sol, que en València no es difícil, disfrutar de su terraza es un placer de lo más barato.
Una calle de València: Diría cualquier calle que me lleve al mar, siempre. O cualquier calle en la que pueda evadirme y perderme. Caminar sin rumbo. Me encanta la vida que respira el barrio del Carmen, perderme por sus callejuelas, sin saber bien dónde vas a llegar, incluso toparte con callejones sin salida y encontrarte el rincón donde suenan guitarras desafinadas e intercambio de canciones por propinas.
¿Con quién te tomarías un vermut? Con alguien que me caiga bien, eso de entrada. Después que me haga reír y, por supuestísimo, que me mire a los ojos y no a las tetas. Y, puestos a pedir, con Alejandra Pizarnik y Alfonsina Storni para poder soñar en alto lo que he imaginado en mi obra de teatro (esa que nunca estrenaré), me animen a continuarla y a comprender, sin juzgar, porqué hay personas que deciden morir y no-pasa-nada.