Carmelo Gómez. Foto: Sergio Parra.

Un viejo jardín con un invernadero. Su propietaria desaparecida. Un jardinero que se afana en seguir cuidándolo. Una investigación policial. Un thriller. Una historia de amor. Son algunas pistas sobre Todas las noches de un día, escrita por Alberto Conejero, dirigida por Luis Luque, y protagonizada por Ana Torrent y Carmelo Gómez, con quien nos sumergimos en las interioridades del montaje y de su profesión.

En el dossier de la obra, su director, Luis Luque, hace especial hincapié en el carácter artesanal del montaje, destacando los trabajos de iluminación, vestuario, música,… ¿Compartes esa sensación?

Sí, yo creo que sí. Todo teatro es artesanal, hay muy poco espacio para esas cosas que pasan, por ejemplo, en el cine de colocar una cámara y esperar a ver qué sucede. En el teatro hay un proceso largo de ensayos, un proceso muy productivo porque se indaga sobre lugares a los que a lo mejor la mente no llega, pero sí el cuerpo. Es pura artesanía. Todos ven la obra, a los actores, y el trabajo que ha hecho dirección con un texto, e inmediatamente cada profesional propone desde su propio campo lo que puede hacer. Es artesanal porque es un trabajo de equipo.

¿Qué te interesó de Todas las noches de un día?

El texto siempre es fundamental para mí porque te dice las posibilidades que tiene la obra de llegar más allá de donde el autor quiso ir. Un texto para ser bueno, al leerlo tiene que llevarte a espacios que no están concretados solo por las palabras o los acontecimientos. Y aquí ocurre. Es un texto, además, profundamente onírico, en ese sentido muy poético, aferrado a la tierra pero siempre en ese viaje entre la realidad y los sueños, ahí hay otra cosa. Si llegar a los sueños ya es complicado, ¿qué será esta otra cosa? Pues adivinenlo (ríe).



Das vida a un jardinero que a lo largo de la obra pasa por distintos registros por cómo va evolucionando su estado emocional, por cambio de edad, de tono, de contexto, ¿qué fue lo más complicado a la hora de construir un personaje así?




Fue muy complicado, sí (suspira), además la estructura del texto no lo pone fácil. Empieza siendo muy contemporáneo, muy narrativo, de contar los hechos, contar, contar, contar. Y es la parte más difícil porque todo esto está narrado a través de un policía que empieza a hacer unas pesquisas sobre una desaparición. Estamos ante un thriller. Pero, claro, no tenemos al policía. Yo hablo con un policía imaginado. Eso para mí, como actor, es una complejidad tremenda porque estoy dando información al espectador a través de mis respuestas, pero no oímos las preguntas. Es muy interesante como puesta en escena, porque el público no sabe si realmente estoy hablando con ellos, con el inspector, o con quién demonios lo hago. Y toda esta escena ocurre en un espacio completamente extraño, onírico, para después pasar a un realismo tremendo.

En lo relativo a la composición del personaje, tiene una relación afectiva potente con una mujer. Porque esto, por encima de todo, es una historia de amor. Una historia de amor que casi todo el tiempo, y aquí está la gran dificultad para Ana y para mí, casi todo el tiempo no es el tiempo real. Y el espectador, por lo tanto, también tiene una dificultad que resolver. Es curioso porque todo el mundo dice que al final se entiende todo. Ir componiendo las piezas de este puzzle es muy satisfactorio porque el público nunca está pasivo.

¿Esa evolución que vive tu personaje en la obra tiene algún paralelismo en la evolución que, a medida que hacéis representaciones, experimenta tu composición del mismo al ir conociéndole más?

Por supuesto. Yo veo la luz de la obra y voy entendiendo cosas que el día del estreno no pude entender, veo cómo funciona la música en determinados sitios y vuelvo a entender cosas que no entendí el día del estreno porque todo se precipita, los nervios, las exigencias,… La función se hace poco a poco y se va armando cada vez más en el sentido poético, que yo ya lo veía en el texto.

El público es una línea de verdad / mentira extraordinaria. Ellos con su silencio o con su arrobo, con la tensión que se respira en el patio de butacas, van diciendo por donde debe ir la obra. Es una realidad ante la que cada vez soy más sensible. Creo que no se puede trabajar solos en el escenario con la falsa cuarta pared. El público te va diciendo que sí, que está de acuerdo, que acepta, que juega, que está entendiendo,… y es entonces cuando todo eso que te había dicho el director, y que tú le creías pero siempre te queda una mínima duda, se concierte en un revulsivo reafirmatorio. Y en mi caso, que soy una persona que siempre ha arrastrado complejos de inferioridad, de inseguridad, de miedo, me viene muy bien esa aceptación.

Para mí el público es fundamental porque es el que me da la clave del camino que tengo que seguir. Por ejemplo, al juego con los tiempos yo le tenía mucho miedo, muchísimo, no sabía cómo iba a funcionar. Los cuatro primeros días de función tuve bastante con decir todo el texto y no me enteré (ríe), pero a partir de ahí fui notando que el público lo estaba entendiendo y que además funcionaba porque cuando ocurre lo contrario tú notas como los espectadores se van. El juego con el tiempo lo aceptaban y notabas que iban contigo. Ahora es lo que más me gusta hacer, con lo que más me divierto, jugar con el presente y el pasado todo el rato, lo soñado y lo real, lo real y lo realsoñado, el flashback y lo que realmente ocurre en el espacio-tiempo. Era una de las grandes apuestas de Conejero y nosotros lo hemos descubierto gracias al público.

¿Para el papel de jardinero te preparaste de alguna manera especial?

Soy hijo de labrador y evidentemente (ríe) algo sé del campo, de la tierra. Es un jardinero que ama, un amador en sentido general como lo fue Lorca, un amador de todo. Es lo que nos enseñó mi padre cuando nos llevaba al campo porque él tenía auténtica pasión por la tierra. Pero, claro, hay una diferencia muy importante entre labrador y jardinero, y sobre todo este jardinero. El labrador busca un rendimiento de la Naturaleza y el jardinero, sin embargo, lo que quiere es plantar para mañana, para que, por ejemplo, este arbusto sea la sombra de generaciones que vengan después. El suyo es un acto de otredad, de generosidad, de proyección de futuro y esperanza inmenso, muy grande, es más poeta desde mi punto de vista.

Compartes escenario con Ana Torrent con la que trabajaste hace muchos años en la película Vacas (Julio Medem, 1992), ¿cómo ha sido este reencuentro? ¿Cómo está siendo trabajar con ella?

Es curioso, porque en Vacas tuvimos un asunto entre los helechos que ya nadie recuerda (ríe). Ninguno de los dos nos acordábamos de la escena hasta que revisé la película y descubrí el lío que tuvimos, porque claro, con Julio Medem, era todos con todos, hasta con las moscas (ríe). Ahí nos conocimos, pero nos borramos. Con Ana da igual que hayas trabajado con ella o no, es una persona muy fácil, que tiene sus puntos como tenemos todos porque este mundo creativo te llena siempre de tensiones, de responsabilidades, de miedos e inseguridades, y sales a veces por cualquier sitio. La verdad es que tenemos una relación muy buena en el escenario, siempre he sentido que era una mujer cercana, que la conocía de siempre. Tiene una voz muy parecida a la que tenía mi madre. Nunca había estado con alguien tan a gusto en teatro.

En esta entrevista y en casi todas las que te han hecho por la obra, en algún u otro momento de la charla aparece Lorca o el término lorquiano (Carmelo Gómez impartirá del 17 al 21 de febrero el curso de interpretación Lorca en verso en la Sala Saltamontes de Russafa, info aquí). ¿Qué tiene Todas las noches de un día de lorquiana?



La inspiración. Eso que Lorca, o todos, llamamos sentido poético de cualquier acontecimiento. Llevarlo todo a un espacio que aunque esté aferrado a la tierra y hable de nuestros conflictos actuales, sin embargo todo está tocado desde una especie de sonambulismo, desde el mundo del subconsciente. Una lógica de los sueños más que una lógica de los acontecimientos reales. Conejero está buscando un lenguaje distinto para nuestro teatro. Y eso es muy interesante. Como lo hizo Lorca. Un lenguaje que en su momento no se aceptó, que era más difícil de comprender, pero que si no llega a ser por él ¿qué hubiera pasado con el teatro contemporáneo? No hubiéramos dado un paso desde Buero Vallejo para acá. Fue muy importante porque cambió toda la dramaturgia posterior. Y Conejero es como si quisiera seguir esos mismos pasos. Espero que no le vaya tan mal como le fue a Lorca.

«Todas las noches de un día». Foto: Sergio Parra.

La obra tiene fechas cerradas hasta diciembre de 2019. Por un lado eso supone seguridad desde el punto de vista laboral, pero ¿no hay cierto riesgo de acomodarse con la obra? ¿Cómo se combate?

Es muy delicado eso que preguntas. Ocurre siempre. Las obras se deterioran de una manera extraordinaria. El enemigo fundamental es el desgaste, se desgastan las imágenes, los impulsos ya están aprendidos con lo cual no son naturales, hay una serie de cosas que hay revisar o a diario o semanalmente. Por ejemplo, en Madrid que fueron muchos días seguidos con escasos descansos, no se salva nadie de que eso se deteriore. O lo haces de manera mecánica, que no es la mejor opción ni la más acertada para el espectáculo, o para que esté vivo tienes que estar reactivando, revisando, rehaciendo, con muchísima delicadeza, con muchísima profesionalidad, con muchísima generosidad, porque muchas veces el público te ríe cosas y decides fijar eso, y entonces tienes que fijar muchas gilipolleces y al final todo el ritmo de la función se va fuera y ya no sabes ni lo que estás haciendo. Y te preguntas ¿en qué momento se fue todo al carajo? Pues en el momento en el que, por ejemplo, empezaste a hacer caso al halago. Hay que tener mucho tino y cuidado en lo que se hace. En ese sentido, yo lo que hago, aunque no no se lo digo así a Ana, es hablar mucho de la función después, “qué bien hoy, ¿no?”, “como ha sido esto, como ha sido lo otro”, “esto no te salió”, “no te pareció que yo cuando hice…”,… Y así, esta forma de ver el trabajo como muy de fontanero ayuda mucho para que no se vaya, porque esta es una obra muy muy muy delicada. En cuanto se va de tiempo o pierdes el ritmo ya se va abajo todo. Casi toda la función está en la palabra, con lo cual hay que tener muchísimo, muchísimo, cuidado.

En 2015 dijiste adiós al cine. Casi cuatro años después, ¿cómo valoras aquella decisión?

Se dieron muchas circunstancias. Decidí dejar el cine porque sentí que el cine me había dejado a mí de alguna manera. Solo trabajaba con Gerardo Herrero. Era el momento emergente de las series y me presentaba a castings en las televisiones y era rechazado sistemáticamente. Me asusté y pensé que esto se había acabado. Y si se había acabado, lo mejor era marcharse antes de sentir una losa encima. Ese fue el revulsivo para tomar la decisión, pero yo ya llevaba tiempo que no estaba cómodo en el cine.

En el cine ha cambiado mucho la forma de trabajar. Ya no es artesana, eso que hablábamos antes del teatro. Cine ya se hace muy poco, ahora se hacen tv movies o teleseries, es otra cosa distinta. Ahora hay unos ejecutivos, ejecutores, distintos. Ya no son los productores de raza de toda la vida que querían contra una historia con un principio y un final, aunque sea abierto, una estructura cerrada de una sola historia, que ocurre en una hora y media o tres cuartos. Eso se acabó. Ahora lo que hay es una cosa que es para masas, para mayorías, para audiencia televisiva. Los que toman decisiones ahí son los que venden un producto distinto a los que es el cine. El cine no tiene nada que ver con lo creativo. Ahora lo que se hace es un producto que está prácticamente clonado, con unos ejecutivos que se ponen zapatos caros y que deciden que todo sea chicos jóvenes, chicas guapas, temas blancos, ningún compromiso con la realidad, anécdotas, policías, un par de muertitos o tres y cuatro golpes de coches por ahí. Repitiendo siempre un sistema de trabajo con una peculiaridad muy tremenda, el bajo presupuesto. Que todo parezca que es la hostia, pero de bajo presupuesto. Y entonces, ¿qué ocurre? Planos entre la horquilla del plano corto y el plano cortoquetecagas (ríe). Y no lo digo con rencor porque ya han pasado cuatro años y lo que he tenido que sufrir para tomar esta decisión ya está, ya pasó. Pero noto que han cambiado muchas las cosas porque siendo un actor de la mirada para mí era fundamental mi cuerpo, mi cuerpo en el espacio, y ese tipo de cine ya no está. O, por lo menos, cuando tomé la decisión yo hacía mucho tiempo que no estaba a gusto en él.

Hubo un punto de desencanto muy grande, dormía mal, estaba muy a disgusto, pensando si estaba siendo rechazado, si me habían quitado de en medio, si yo había bajado de calidad, si ya no valía para esto, si mi cara ya no era la cara, si la edad, … me resistía a ver mis películas anteriores para ver qué hacía entonces que no hiciera ahora porque no era esa la manera, yo no tengo que estar buscando un físico, ni un prototipo, ni un saco de clichés para seguir trabajando. Lo creativo está en lo que ocurre en cada momento y como está cada uno en ese momento. Total, que todo eso lo encontraba mucho mejor en el teatro y decidí que como ya no necesitaba tanto dinero para vivir (ríe), que esto del dinero era sido una trampa del consumismo, prefería vivir de otra manera y tomé la decisión y dejé el cine.