Aunque resulte obvio que el campeón de una competición deportiva sea aquel que se alce ganador en el partido final o, en caso de torneo liguero, el que sume más puntos al término del mismo, es evidente e imprescindible que las bases de cualquier campeonato deban definir previa y claramente cómo proclamar a un equipo como vencedor cuando se produzca un empate entre dos o más clubes a su conclusión.
A lo largo de la historia, los criterios han ido sucediéndose, de modo que, en torneos de la regularidad, factores como gol average general, o particular, o más goles a favor, o menos en contra, han sido y aún son claves para determinar los puestos clasificatorios definitivos. Incluso hay países como Argentina que reniegan de estas normas y establecen, sin más dilación, la disputa de un partido final entre aquellos equipos que igualen a puntos tras la disputa de la última jornada de la liga.
Para competiciones del k.o., la resolución del campeón ha ido evolucionando en pos de conseguir una decisión que conjugue cierto criterio deportivo con el logístico. Así, asumiendo que la regla habitual hasta los años setenta del partido de desempate resulta, por motivos económicos y de seguridad incluso, inviable en la actualidad, y descartando asimismo, en este caso por injusto, el sorteo de la moneda a cara y cruz, los organismos futbolísticos han establecido que sean las tandas de lanzamientos de penalti las que resuelvan el ganador de una eliminatoria, ya sea clasificatoria o el mismo partido final.
Tan sólo en la FA Cup (Copa de Inglaterra) y hasta la ronda de cuartos de final, persiste aún como opción el partido de desempate, el famoso replay. En el resto de los campeonatos, es la suerte desde los once metros la establecida como norma general en la mayoría tras la pertinente disputa previa de una prórroga de treinta minutos. A pesar del indudable superior enfoque deportivo que tiene el lanzamiento de un penalti respecto al de una moneda al aire, en realidad se fundamenta más en una habilidad puntual del jugador y del portero, que en la propia virtud del juego. Es por ello que se han intentado implantar normativas en que se premiara el fútbol en mayor extensión, como la del gol de oro, que proclamaba ganador a aquel equipo que marcase el primer gol en la prórroga, o el de plata, que permitía prolongar el tiempo de juego sólo hasta la finalización del periodo de prórroga en que se había conseguido el primer gol. Pero, fuera por su cariz infartante en el caso del gol de oro, o por enrevesado en el de plata, la realidad es que, pese al auge que tuvieron estos goles a finales del siglo pasado, sigue siendo la tanda desde los once metros la principalmente elegida para designar al vencedor en los conocidos como torneos coperos.
De las 29 finales que ha disputado el Valencia CF en todo su periplo nacional e internacional (16 de Copa de España, 4 de la actual Europa League que engloba a las antiguas UEFA y de Ferias, 4 Supercopas de España, 2 Supercopas de Europa, 2 Copas de Europa o Champions League y 1 Recopa europea), tan sólo en dos de ellas se ha visto abocado a decidirlas por penaltis, y con resultado dispar. En la final de la Recopa de 1980, el meta valencianista, el gallego Pereira, detuvo el disparo del jugador del Arsenal, Rix, proporcionándole la gloria europea al equipo che. Esa misma que le arrebató el portero alemán Oliver Kahn al parar el lanzamiento del defensa argentino del Valencia, Mauricio Pellegrino, en la final de la Champions League de 2001.
Esta igualdad se refleja a su vez en los 14 títulos conseguidos en las 29 finales jugadas. Errores arbitrales al margen, estadísticamente es manifiesta la imparcialidad del azar con el conjunto valenciano en las finales coperas. Aun cuando en alguno de esos partidos hubiera realmente fundamentos de adversidad, globalmente el infortunio no debería ser la causa victimista en que sustentar la decepción consecuente de sus quince subcampeonatos
En los campeonatos de Liga, en muchas ocasiones se ha llegado a la disputa de la jornada última con dos o más equipos con posibilidades de coronarse campeones. Lo habitual es que el conjunto que disfrute de ventaja, no la desaproveche y se alce con la victoria final. El Valencia CF, a lo largo de su historia, hasta en cinco temporadas (1946-47, 1947-48, 1948-49, 1971-72 y 1995-96) hubo de competir en el último partido, iniciándolo en situación desfavorable respecto al líder. Excepto en la primera de ellas, las otras cuatro se resolvieron del modo más común: proclamándose campeón el FC Barcelona en la 1947-48 y siguiente, el Real Madrid en la 71-72 y el At. Madrid en la restante. Previsible y lógico.
Si bien el azar se ha mantenido en la neutralidad para con el conjunto blanquinegro en las finales del k.o., en cambio en la Liga, el equipo che no debería considerarse desafortunado. De sus seis entorchados, cuatro los consiguió sin necesidad de la agoniosa obtención de los puntos del último encuentro. Así transcurrió en la 1941-42, 1943-44, 2001-02 y 2003-04. Y, en los otros dos, los de la 1946-47 y 1970-71, la desdicha le fue felizmente esquiva.
El 13 de abril de 1947, el valencianismo llenó Mestalla para presenciar la posible consecución del tercer título liguero del Valencia CF. Con la clasificación comandada por el Athletic (entonces Atlético de Bilbao), con 33 puntos, seguido por Atlético de Madrid y Valencia, ambos con 32. A este último no le bastaba con derrotar al Sporting de Gijón, sino que, además, necesitaba que ni el Athletic venciera al Deportivo en Riazor, ni el At. Madrid a su rival de la capital. El Valencia resolvió su compromiso goleando por seis a cero al conjunto asturiano. En un una época en que las comunicaciones distaban mucho de las actuales, los aficionados esperaron en las gradas hasta conocer los resultados finales. Vía telefónica recibió el club las gratificantes noticias del empate a tres de los bilbainos, así como la derrota por 2-3 de los colchoneros. Y vía megafonía se les hizo partícipes del éxito a los aficionados que, expectantes, permanecían en el estadio. El júbilo se apoderó del feudo valencianista, que festejó el que ya era el cuarto título nacional conquistado (3 de Liga y 1 de Copa) en esta década fructífera y prodigiosa de los cuarenta. Época entrañable en la que las costosas, en tiempo y en dinero, conferencias telefónicas eran el medio de comunicación de las noticias que acontecían en los estadios de fútbol españoles, muchas de las veces ya caducas cuando se transmitían, y más en un periodo en que los goles se sucedían a un ritmo superior al tiempo del trayecto del periodista desde el estadio al teléfono más cercano. En esa primavera del 47, el favorable desenlace final compensó la ansiedad de tan gran incertidumbre por la ínfima probabilidad con que se abordaba. Sólo en 5 casos de los 27 posibles, el Valencia saldría Campeón de Liga. Esta vez, ese mísero 18 % resultó suficiente.
El 11 de abril de 1971, los valencianistas se refugiaban, de nuevo, en calcular aquellas combinaciones de resultados de los partidos de la última jornada que les aseguraran su cuarta Liga, veinticuatro años menos dos días después de la última conseguida. El equipo, dirigido por Di Stéfano, afrontaba el postrero partido en Sarriá frente al entonces Español (con ñ) con elevado grado de moral y optimismo, avalados por la inmejorable trayectoria en el último tramo de la temporada, con victorias en los cinco últimos partidos, destacando el 4-0 infligido al Athletic y las victorias al Celta por 2-1 y al Sabadell por 0-1, ambas logradas en el último minuto, con goles decisivos de Forment y Antón respectivamente. Un conjunto que se cimentaba en la defensa menos goleada del campeonato, con el guardameta Abelardo y el defensa Sol como principales baluartes, la clarividencia de Claramunt y Paquito en el centro del campo, y la inteligencia de Sergio, los goles de Forment y la clase de Valdez en el ataque. Encaramado en lo alto de la tabla clasificatoria con 43 puntos, seguido por Barcelona con 42 y At.Madrid con 41, el duelo entre estos dos en el estadio del Manzanares le otorgaba cierta ventaja al Valencia en el cálculo probabilístico: de las 9 posibilidades, en 7 se proclamaba campeón el conjunto che, y, tanto a atléticos como a barcelonistas, tan sólo les valía ganarle uno al otro y que el Valencia perdiese. Comenzaron ambos partidos y, llegado al descanso con empate a cero en Sarriá, el Valencia seguía siendo el ganador. Fue en la segunda parte cuando se sucedieron los goles. En el minuto 19, aprovechando el nerviosismo atenazante en el equipo valenciano, el españolista Lamata adelantaba al Espanyol. En Madrid, casi simultáneamente, el atlético Luis igualaba el tanto con que se habia adelantado el Barcelona. Nada variaba: el Valencia, pese a ir perdiendo, era campeón. Resignados a la imposible remontada de su equipo, el valencianismo se aferró a esa única posibilidad: el empate en el Manzanares. Ante la impotencia de sus jugadores, se encomendó al suicidio colectivo en Madrid como baza ganadora. El sufrimiento en las gradas del estadio del Espanyol se sucedía nuevamente un cuarto de siglo después, ciertamente mitigado ahora por la sustancial mejoría en los medios de comunicación. Se suprimió la información que proporcionaba el mítico marcador simultáneo Dardo (normalmente ubicado en lo alto de los estadios, consistía en un tablero con quince casillas,cada una con una clave publicitaria adscrita, que se correspondían con los partidos de la quiniela más el del Las Palmas, que jamás participaba en ese juego de 1-X-2. En los diarios se incluia la clave que relacionaba la publicidad con el partido, y así se posibilitaba seguir en cada casilla las diferentes variaciones que se iban sucediendo en el mismo. El Dardo fue el antecesor de las actuales telecomunicaciones futboleras: su pionero ábaco). Incluso se intentó prohibir las noticias por radio. Resultó en vano, los transistores fueron informando puntualmente de las variaciones en el marcador del estadio del At. Madrid. Los ataques colchoneros y las paradas del cancerbero blaugrana Reina se sucedían continua y repetitivamente. La angustia blanquinegra (en aquellos tiempos, de blanco impoluto) cesó con el pitido final en el Manzanares. Ese empate al que se había abandonado toda la afición valencianista los convertía en Campeones de Liga. Quizás en la posterior y típica ofrenda del título en la Basílica se pudo adivinar la presencia de la diosa Fortuna, como evidente y definitoria coadyuvante de la Virgen en el amparo de los jugadores en ese triunfo de 1971.
El 1 de mayo de 1983, el Valencia CF se disponía a jugar el, casi con toda seguridad, partido más importante de su historia: evitar el descenso a Segunda División por primera vez. Enfrente, un Real Madrid que, de empatar el encuentro, se coronaba como Campeón de Liga. El Valencia, de las 243 combinaciones posibles, sólo optaba a la salvación en un porcentaje inferior al 3 % teórico, que podría ser aún menor según la dificultad real de la gesta a realizar por cada equipo a su favor. De estos cinco clubs, con su puntuación adherida, tres deberían descender de categoría: Las Palmas, con 25 puntos; Osasuna y Celta, con 24; y cerrando la tabla el Valencia y el Racing con 23. Los otros partidos implicados eran: Osasuna-Barcelona, Las Palmas-Ath.Bilbao, Valladolid-Celta, At. Madrid-Racing. La carambola consistía resumidamente en que, además de su imperiosa victoria al Madrid, el Racing no ganara al Atlético, que Celta y Las Palmas perdieran sus encuentros y que Osasuna venciera o perdiera con el Barcelona. El objetivo residía en conseguir los 25 puntos, empatando sólo con el Las Palmas, el único al que superaba en gol average. Debía evitar cualquier doble, triple o cuadruple empate diferente a ese. Necesarias eran, pues, las derrotas de Celta, Racing y Osasuna, caso de que Las Palmas puntuara frente a un Athletic que se disputaba el título con el Real Madrid (a los vascos sólo les valía ganar y que perdieran los madridistas). Y, si los canarios eran derrotados, Celta debía perder y Osasuna evitar el empate frente al Barça. Así de compleja estaba la situación para el club valenciano, con jugadores de talla internacional como Carrete, Tendillo, Arias, Botubot, Solsona, Castellanos, Subirats, Saura, Pablo, Roberto, Felman o Kempes, con la práctica totalidad de una plantilla que, un par de años antes, había obtenido la triple corona de Copa del Rey, Recopa y Supercopa europea. La pésima planificación deportiva, con hasta tres entrenadores ese mismo año, unida a la mala suerte puntual y a graves errores arbitrales perjudiciales como frente al Athletic en Mestalla, condujeron al equipo al complicado y difícil reto de mantener la categoría con una probabilidad adversa en torno al 97 %. Sin Kempes, sancionado, ni Solsona, este en el banquillo, el tercer técnico de la temporada, el vasco Koldo Aguirre, apeló al orgullo y al duro trabajo como características claves para conseguir la salvación. Al unísono comenzaron los cinco partidos implicados tanto en el descenso como en el título, aconteciéndose las sucesivas variaciones en los marcadores de cada uno de los estadios. Comenzó adelantándose el Las Palmas y el Racing, pero, cinco minutos antes del descanso, el Athletic, con gol de Dani ya le había remontado al conjunto amarillo y Miguel Tendillo, de cabeza, colocaba el uno a cero en Mestalla. En la segunda parte, tanto At.Madrid como Valladolid goleaban por 3-1 al Racing y Celta respectivamente, mientras que el Las Palmas sucumbía goleado por 1-5 . El Valencia y el Osasuna mantenían el 1-0, clave para sus objetivos. La tensión se adueñaba de Mestalla en las postrimerías del partido. Un gol del Real Madrid o del Barcelona en El Sadar desvanecerían el milagro de la salvación. Afortunadamente nada ocurrió. Con el pitido final, toda la angustia del valencianismo se liberó, festejando poder continuar un año más en la División de Honor del fútbol español. Una magnánima celebración del no-título.
Aún con los imborrables recuerdos de haber sido partícipe de ese primero de mayo de 1983, fecha en que el conjunto che mantuvo su virginidad en el descenso de categoría, el valencianismo volvió a afrontar similar circunstancia en la penúltima jornada de la temporada 1985-86. La tarde del domingo 13 de abril de 1986, el Valencia CF descendía por primera vez a la División de Plata. En esta ocasión no se dirimió su futuro en el terreno de juego, sino en los hogares valencianistas, esperando una derrota del Cádiz frente al Betis en el Carranza que finalmente no se produjo. Imperdonable fallo de la directiva che, que permitió disputar su partido contra el Barcelona el sábado, propiciando con su derrota un posible posterior pacto de empate entre béticos y gaditanos. Aun cuando, en principio, pudiera parecer que la deidad romana Fortuna, harta por tanta incompetencia, decidió abandonar a su protegido, la fuerza con que emergió el club blanquinegro tras redimir sus pecados en la Segunda División (macerando la posterior época más exitosa de la historia del club en los inicios de este siglo, con dos campeonatos de Liga, dos de Copa, una Supercopa nacional y otra europea, una UEFA, más dos subcampeonatos consecutivos de la Copa de Europa) parece indicar que, posible y paradójicamente, aquel descenso significó la mejor de las suertes con que la diosa clásica pudo agasajar a su Valencia C.F.