«Un pintor, con muchos años en el oficio, lleva tiempo sumido en una crisis creativa. Desde que falleció de forma imprevista su mujer, que era todo para él, prácticamente no ha podido volver a pintar». Es el argumento de Señora de rojo sobre fondo gris (vuelve al Teatro Olympia hasta el 2 de abril), un monólogo de José Sacristán, a partir de la novela de Miguel Delibes del mismo título, en la que el escritor vallisoletano ficcionaba la pérdida de su mujer en la vida real, Ángeles de Castro, con solo 48 años.
Con esta obra, Sacristán se reencuentra escénicamente con Delibes, más de 30 años después de llevar a los escenarios Las guerras de nuestros antepasados. Entonces, como ahora, con José Sámano (fallecido en octubre de 2019, meses después del estreno), de valioso aliado.
Señora de rojo sobre fondo gris es una obra en la que la ausencia está muy presente. A nivel argumental por el personaje de Ana, la mujer del pintor protagonista, y a nivel suyo personal, por las ausencias de Delibes y Sámano.
Os podéis imaginar cómo lo vivo. Pepe Sámano y yo ya trabajamos juntos en Las guerras de nuestros antepasados, también de Delibes. Haciendo Las guerras… se publicó la novela Señora de rojo sobre fondo gris y quedé fascinado. Pasado un tiempo, conseguí convencer a Sámano de meternos en ella y, también, la autorización de los hijos de Delibes para hacerla. Fue el último trabajo de Pepe como productor y director.
Lo que me ocurre cada día en la representación de Señora de rojo… no es fácil de contar. En la función, disfruto como no os podéis imaginar, porque el personaje es una belleza y porque le rindo un homenaje a Miguel Delibes, a quien tuve el privilegio de conocer, pero siempre con el dolor amenazando, el dolor de su pérdida y la de Sámano. El dolor de las ausencias está merodeando todos y cada uno de los días que salgo al escenario. Por un lado, está esa cosa tan gozosa de un texto tan hermoso, de una historia tan bella como es que la memoria del amor es capaz de vencer a la muerte. Y, por otro, la puta muerte llamando continuamente a la puerta. Lo voy manejando como puedo.
Nicolás, el pintor protagonista de la obra era en realidad el propio Delibes y la historia que cuenta es la que tuvo que sufrir el escritor con el prematuro fallecimiento de su mujer. El hecho de haber sido amigo de Delibes, ¿le ha permitido introducir, o añadir algo, a ese personaje principal que no estuviera en el texto?
Es un juego extraño porque todos sabemos que el pintor es Miguel. Pero Delibes se protegió por así decirlo. Él me dijo “Yo no quiero que nadie le ponga cara a este personaje porque ni siquiera yo le he puesto la mía”. Aún así, no evito mantener una actitud que tenga que ver con lo que yo sé que hay de Miguel en este personaje. Y los miembros de su familia que han visto la función, siempre me han felicitado, porque hay fidelidad absoluta al texto y a la figura de Delibes. Para mí fue muy emocionante no solo que me dieran su aprobación, sino también su aplauso.
La adaptación de la obra se hizo a seis manos: José Sámano, Inés Camiña y usted.
El que marcó la línea a seguir fue Pepe Sámano. Yo hice una versión por mi cuenta y se la presenté a Pepe. Él me contestó con una suya que estaba mucho más acertada que la mía. A partir de ahí negociamos. Pepe hizo conjuntamente su trabajo con Inés, que por cierto ahora está estudiando Arte Dramático en Nueva York, y después ya nos repartimos el trabajo.
En el libro Concha Velasco. Diario de una actriz (Andrés Arconada, T&B, 2001), ella dice que usted “hace la función cada día nueva”. ¿Cómo se consigue cuando se tiene que representar día tras día, durante un período bastante extenso y subiendo solo al escenario, el mismo personaje, como en el caso de Señora de rojo sobre fondo gris?
Es de obligado cumplimiento para un actor o una actriz. Y esa misma frase yo la digo exactamente de Concha para su elogio. El actor tiene que hacer cada día que sale al escenario, que lo que ocurra ese día no haya sucedido antes ni vaya a pasar después. Sin hacer circo y con fidelidad absoluta al texto. Lo que pasa es que los estados de emoción siempre tienen unos márgenes para manifestarlos y desde la creatividad y el talento que se le supone a un actor, hay que transitar por esos estados de emoción sin repetir exactamente lo mismo. Contando lo mismo, pero investigando. En definitiva, es una especie de riesgo permanente que hay que mantener. Por eso yo digo, a veces, que la profesionalidad y la experiencia son enemigas mortales de la creatividad. Si no arriesgas no lo consigues, harás cosas que estén bien, pero serán previsibles. Es la esencia del trabajo del actor en el teatro no caer en el funcionariado.
Concha Velasco hacía esa afirmación en el capítulo del libro dedicado a la obra teatral Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? en la que trabajaron juntos. La actriz cuenta que el 23F les pilló en plena representación.
(Risas) Fue cachondísimo. Nos pilló el 23F durante la función de la tarde y muchos espectadores se iban marchando. Cuando acabó, llamamos al empresario y a Adolfo (Marsillach), que era el autor, para ver qué hacíamos con la función de la noche. Nosotros creíamos que había que hacerla como medida contra el golpe. Si los golpistas querían alterar el orden, el orden seguía estando ahí. Ocurrió algo curioso, porque en la obra había muchas alusiones a Franco y sin ponernos previamente de acuerdo, tanto Concha como yo, cuando tocaba mencionarle no lo hacíamos, decíamos otra cosa. Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? tenía tal éxito que, incluso, la noche del 23F tuvimos más público del habitual. Eso sí, al acabar, nos fuimos rápido del teatro, porque los dos estábamos en una lista de posibles objetivos. A mí me recogió mi mujer y nos marchamos a escondernos en Pozuelo, donde vivíamos.
Volviendo a Señora de rojo…, se trata del primer monólogo que hace en toda su carrera. ¿Lo encaró de alguna manera diferente? ¿Echa de menos a alguien en escena que le dé la réplica?
Echo de menos la réplica, pero porque he tenido la suerte de trabajar con compañeros y compañeras formidables. Pero en este caso, mi compañero de juego y de viaje son mi personaje y la historia. Tengo la intuición, sin creer en trascendencias ni ser un hombre creyente, de que mi amigo Miguel Delibes está sentado allí, al lado mío diciéndome, “venga, cuéntalo ya de una puta vez. Cuéntalo ya, que se enteren estos de lo que pasó”.
Cuando tienes un personaje como Nicolás, impregnado además de la puta muerte, da igual que sea un monólogo o no. No creo que vaya a encontrar, en lo que me queda de vida y de trabajo, una oportunidad como esta, con un personaje de tal dimensión, para mostrar a la gente unas cosas tan emocionadas y tan emocionantes.
En este 2023 se cumplen 63 años de “Señor Jenkins”, única frase que pronunciaba en El celador, su debut profesional en el teatro como meritorio. Desde entonces hasta ahora, el balance de su carrera es, evidentemente, muy satisfactorio, pero ¿tiene alguna asignatura pendiente?
No me obsesiono ni tengo fijación con personajes, como Rey Lear o Macbeth. En mi currículum no están esos grandes títulos clásicos, pero no los echo de menos, ni digo eso de “me queda por hacer…”, no. He tenido mucha suerte y la sigo teniendo. Desde hace un montón de tiempo puedo elegir mi trabajo y hago lo que me gusta. He hecho musicales, zarzuela, … Y sí, son ya 60 años, más los que hice como aficionado, que fueron unos cuantos.
¿De todos estos personajes que ha hecho, ha tenido alguna vez la tentación de preguntarse qué habrá sido de ellos y retomarlos pasado el tiempo?
A mí, y a algunos actores más claro está, nos coincidió nuestra madurez profesional con que lo que contábamos con nuestros personajes, nos lo estábamos contando nosotros. Ojo, que la pregunta que hacéis no es nada tonta ni loca. Porque sí, muchas veces me pregunto qué habrá sido del abogado laboralista de Asignatura pendiente (José Luis Garci, 1977), o del locutor de Solos en la madrugada (José Luis Garci, 1978), o del pobre diablo de Parranda (Gonzalo Suárez, 1977), o del cómico de El viaje a ninguna parte (Fernando Fernán Gómez, 1986). Eran personajes, incluso el de Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978) por lejos que estuviera de mi manera de pensar o de ser, con los que, como decía, nos estábamos contando, eran un poco uno mismo. Salías del puto túnel del franquismo, empezabas a respirar libertad y te veías haciendo unas películas y obras de teatro, mejores o peores, donde estabas tú, había un compromiso, una urgencia por contar y por contarnos. Y también me ocurre con otros. ¿Qué sería de ese novio de Gracita Morales en Novios 68 (Pedro Lazaga, 1967) que se comía los bocatas aquellos en los andamios? O del emigrante de Vente a Alemania, Pepe (Pedro Lazaga, 1971). Aunque bueno, a este luego lo repetí después en Perdiendo el norte (Nacho G. Velilla, 2015).
En el capítulo dedicado a usted en Queridos cómicos, la serie documental de TVE de 1992-1993, dirigida por Diego Galán, aparecía brevemente su padre y era capaz de bromear sobre su encarcelamiento durante el franquismo por sus ideas. ¿Cuánto le debe el José Sacristán actor, que tan bien se mueve entre el drama y la comedia, y más allá de la formación, a los genes?
Pienso que sí que les debo. Del Venancio y de La Nati tengo partes y partes, que duda cabe. Para mí siempre han sido padre y madre ejemplares. Y, además, son complementarias. La actitud ante la vida de El Venancio, el hombre que había sido derrotado y humillado, no podía ser de una manera más digna. Y luego toda la ternura de la que fue capaz La Nati para intentar entender a este gilipollas de hijo que le había salido, que quería ser Tyrone Power y había que acompañarle en la medida de lo posible en el delirio (risas). Tendré memoria de ellos hasta que me muera. Estoy muy orgulloso de ser el hijo de La Nati y El Venancio.
Esa mezcla complementaria de los dos es muy del personaje de Cara de acelga (película dirigida por Sacristán en 1986)
Sí, totalmente. La verdad es que está en casi todos mis trabajos, incluso en Señora de rojo… Hay una parte que no puedo evitar. Una sensaciones, unas pulsiones, en cuanto a ciertas situaciones, que las incorporo como si fueran mías. Siempre y cuando el personaje se aproxime.
En una entrevista contó que el valenciano Jose Mª Morera le cambió la vida. Usted estaba representando siete papeles en Julio César, Morera le llamó para ofrecerle un papel en La pulga en la oreja y eso supuso su transformación profesional de la noche a la mañana.
Así fue. Algo prodigioso. Yo había visto Una pulga en la oreja en Buenos Aires, estando allí de gira. Me llamó mucho la atención el personaje de Camille Chandebise. Pasado el tiempo se monta en España y Morera me lo ofrece. José Mª Morera es, posiblemente, la persona que más generosamente se ha portado conmigo a lo largo de toda mi carrera. He tenido más ejemplos, pero el que más por las circunstancias, fue él. Me rescató literalmente porque me ofreció un sueldo que era más del doble del que ganaba con Tamayo en Julio César. Y aproveché la oportunidad. Cierto es que hacer mal el personaje de Camille Chandebise es de cárcel. Todo fue de la noche a la mañana. Pasé de sacar la lanza con Tamayo a que la gente dijera “¿quién es este cachondo de Chinchón?”. Soy particularmente sensible con mi memoria y con la gente que se ha portado bien conmigo. Y José Mª Morera es una de las persona cuyo recuerdo guardo permanentemente.
Señora de rojo sobre fondo gris está previsto que llegue este verano a Buenos Aires. Alfredo Landa le explicó a Marcos Ordoñez en el libro Alfredo el Grande. Vida de un cómico (Editorial Aguilar, 200) que usted “era dios en Buenos Aires, que la gente le besaba por la calle, le arrancaban los botones de la chaqueta, le pedían que se presentara a las elecciones, los taxistas no le cobraban, en los restaurantes tampoco”.
Presumo de ello, porque además sé que soy uno más entre los actores y actrices argentinos, entre la gente de la cultura y el espectáculo en general. De hecho, he tenido casa en Buenos Aires y compañera argentina durante muchos años. Lo tengo muy a orgullo. Hubo una época, a partir de Solos en la madrugada, que sí, pasaba eso, era la leche. Lo conservo todavía. Me tiré entre 2011 y 2012, en Argentina, desde Visiones a Comodoro Rivadiava, casi un año haciendo un espectáculo con poemas de Antonio Machado. Ellos saben que yo les quiero y soy correspondido.
Ya que hablamos del libro de Alfredo Landa y dada su privilegiada memoria para recordar fechas, obras, películas, profesionales con los que ha trabajado y teniendo en cuenta lo mucho que tiene por contar, ¿piensa en un futuro escribir esos recuerdos?
Tengo un compromiso, y estoy en deuda permanente, con una persona de Planeta que me ofreció la posibilidad de hacerlo. Lo empecé, pero no adelantaba, buscamos otra fórmula, luego falleció una persona importante de mi entorno y me paralicé. Estoy en ello, pero la verdad es que tengo mucho trabajo y escribo como de oído, voy muy despacito muy despacito, pero no lo abandono. Sé que hay cosillas que se pueden contar que merecen la pena (risas).
Trabajar con gente más joven, como lleva haciendo en los últimos años sobre todo en el cine, ¿conlleva un plus de responsabilidad pensando en cuando usted era joven y en cómo se fijaba en la manera de trabajar y de ser de actores más experimentados a los que admiraba?
Esa actitud no es buena. Hay que estar como disponible porque de pronto puede llegar un joven y te dice “con todo lo que usted sabe, a mí me parece que esto hay que hacerlo así”. Como cuando Mozart aparece y le dice a Salieri, “mire usted, esto es así”. O llega un cabrón con veintipocos años como Orson Welles y hace Ciudadano Kane. Estar ahí, participar de eso, es cojonudo. Ir de gurú a mí no me va una leche. Si lo haces, te vas a perder muchas oportunidades. Hay jóvenes imbéciles, tontos del culo, como los ha habido toda la vida, gente sin talento. Pero hay otros con un talento de la hostia. Y lo que hay que hacer es participar, colaborar con ellos. Y si alguien me pregunta qué me parece algo, yo doy mi opinión, pero sin pontificar. Porque en este oficio no se sabe, joder. Llega un capullo como Marlon Brando y le da la vuelta a todo esto. Afortunadamente, el aprendizaje es continuo y permanente.