«El hijo» (Daniel Abreu). Foto: Marcos G.

Daniel Abreu es uno de los nombres en mayúsculas de la edición de este año de Dansa València y, también, de las artes escénicas españolas. Premio Nacional de Danza en 2014 y ganador de tres Premios Max en 2018 por La desnudez, regresa al certamen valenciano con El hijo. «Las capas de la obra se mueven alrededor de un concepto que atrapa mi curiosidad, en este caso, la descendencia. El hijo, habla del vínculo con los progenitores y un lugar, y lo que se hace con ello». Será el miércoles, 14 de abril, a las 18h, en el Teatre Rialto.

¿Cómo nace “El hijo»?

Llevaba bastante tiempo trabajando con muchos bailarines, metido en diversos proyectos y tenía la necesidad de volver a los orígenes de mi trabajo, que fue siempre en solitario. No sabía qué contar ni cómo, pero sí que sería un solo. Siempre suelo dar un paso atrás para ver lo que he hecho y a partir de ahí mirar hacia el futuro y pensar cuál será el siguiente paso a dar. Mis últimas obras giraban en torno a los sistemas, a la familia, a la pareja, a los ancestros, y tenía la necesidad de ver cómo transcribir, o cómo transformar, qué pasa acerca del futuro, qué es lo que viene. Y de ahí surge la idea, qué se hace con lo que se hereda.

Esa fue la chispa. Supe entonces que iba a hablar de eso, tenía claros los conceptos, pero eran muy abstractos, venían de la psicología sistémica y me era difícil transcribirlos. Pero siempre tengo el acto de fe y confianza que aunque no sepa cómo hacerlo, al final en el estudio lo consigo.

Una de las cosas sorprendentes de la obra es que todos esos conceptos que estaban en el aire y tenían un desarrollo muy abstracto, luego en las devoluciones de la gente que vio la obra, cuando me la comentaban eran ellos los que ponían las palabras que estaban flotando en mi estudio. Fue muy curioso.

Dices que siempre antes de emprender un nuevo trabajo miras hacia atrás en tu trayectoria. ¿Qué relación guarda “El hijo” con tus obras anteriores más recientes?

Siempre hablo de las obras como de una escalera. Cada obra es un escalón de lo que viene. Uno no se para en lo que hizo para regodearse en ello, sino para poder seguir pisando. Recoger lo que se aprende para dar el siguiente piso. En 2017 estrené “La desnudez”, que era la historia de una pareja, acerca de los conceptos sistémicos de lo que les envolvía. Luego me metí en Abisal, una producción bastante mayor con la compañía Lava que tenía que ver con los ancestros. Con ello di bastantes pasos hacia atrás y, seguramente, se podría seguir haciendo ese camino, pero a mí no se me ocurría cómo y quise ver qué pasaba hacia adelante. También tenía que ver con la mirada que yo necesitaba hacia mí, como descendiente, qué hago en el mundo, hacia donde voy.

Por ese vínculo que cuentas que hay en “El hijo” con los progenitores, ¿es una obra que no podías haber hecho hasta ahora que ya tienes un recorrido vital y profesional determinado?

No hubiera podido enfrentarme a un trabajo así antes. Primero por recorrido profesional, porque no hubiera tenido tantas certezas como hay en la obra, ni tampoco los errores. Y a nivel vital creo que es ahora el momento porque he podido aprender a mirar la realidad de otra forma. Siempre vinculo mis estudios de Psicología a mis obras y todo lo que voy aprendiendo lo aplico, voy recogiendo conceptos teóricos y trato de verlos plasmados en el mundo, que no se queden en la teoría. Yo no tengo hijos, pero tengo muchas obras. Es una mirada a todo lo que he hecho pero, como decía antes, sin regodearme.

«El hijo» es un solo por voluntad propia, pero ¿qué ventajas e inconvenientes tiene este formato?

Aunque yo esté solo, en esta obra y otras, hay muchos estados, personajes y figuras presentes en el montaje. Mi manera de construir es un poco era Instagram, no el Instagram de selfies, sino de álbum de fotos. Hay muchas escenas que se lían de manera conceptual y estética y permiten que yo me tenga que salir de allí y defender lo que está en el guión. Lo bonito de estar solo en el escenario es que me permite desarrollarme en diferentes facetas y tiene una parte muy interesante porque estás todo el tiempo en contacto con tus posibilidades y tus límites, eso hace que uno crezca. Lo malo es que estás muy solo. Todos tenemos nuestros fantasmas y tormentas internas y aprender a lidiar con eso, determinados días, es muy doloroso porque chocas con tu propia frustración y no tienes colchones en los que acomodarte. Todo esto dicho así con palabras queda muy bonito, pero en el estudio genera estados de euforia y otros que son lo contrario. Duele, pero es importante pasar por ahí. La creación es creación cuando hay muchas más preguntas que respuestas.

«El hijo» (Daniel Abreu). Foto: Marcos G.

Has dicho en diversas ocasiones que te interesan más los paisajes emocionales que los narrativos, que en tus trabajos hay tramas no narrativas, presentadas de forma no lineal en el sentido básico del relato.

Creo que hay una narrativa de la vida y una narrativa teatral. La teatral tiene que tener una lógica de ABCD y la de la vida son todas las letras a la vez. Actualmente nos movemos en unas narrativas de vida que son muy complejas, igual estás mirando el teléfono y al mismo tiempo tienes que apagar la leche del fuego y mandar un mail. Son vidas más caóticas o con otro orden. En la obra pasa un poco eso. A mí no me interesa contar que alguien conoce a alguien y surge una historia. La vida es más confusa y las obras deben de ser con ese punto de complejidad. Lo digo señalando que no nos simplifiquemos. Como espectador me aburro con una historia lineal y previsible. Trato de contar las cosas como si estuvieran unidas por distintos hilos. Hacer que juegue la narrativa del propio espectador, que va a entender la línea y va a saber por dónde va, pero si espera la historia del príncipe y de la princesa, la de siempre de toda la vida, que no venga, porque lo va a pasar fatal. Ahora, si vive, si tiene una vida como todo el mundo y puede ver el espectáculo desde su vida, como somos, lo va a disfrutar. Todo lo que sucede en un escenario es para que el espectador lo haga suyo. En mis obras no es que no haya narrativa, es que no hay una narrativa teatral clásica.

¿Requiere, entonces, «El hijo» un espectador activo?

Toda manifestación artística requiere de un compromiso artístico, intelectual… no se está contemplando una puesta de sol, una observación pasiva de la belleza. Esto no consiste, tampoco, en que yo vengo aquí y te cuento todas mis rayaduras mentales para ver si las adivinas o no. Muchas veces me preguntan, “Pero, tú ¿qué querías decir?”. Pues miren, intento contar algo que se universalice, que esta historia que tiene mucho que ver conmigo también pueda ser suya, y también de la persona que está detrás y la de al lado, que no tienen nada que ver entre sí. Para eso, los símbolos y mensajes que hay en el escenario tienen que ser plurales y requieren de la atención del espectador, no observar de forma pasiva, hay que ir un poco más allá y ver que tiene que ver contigo. La obra está al servicio del espectador, no es al revés.

Desde que volvió Dansa València has estado en 2018 con Más o menos inquietos, en 2019 con «La desnudez» y este 2021 vuelves con «El hijo».

València es una de las ciudades a las que me iría a vivir. Creo que con eso ya digo mucho. Siento que, además, a lo largo de mi carrera, el público de València ha apoyado mucho mi trabajo. He participado, efectivamente, varias veces en Dansa València, y he estado presente en otras programaciones por toda la Comunidad Valenciana.

¿Qué papel juegan festivales como Dansa València?

Los certámenes ayudan a la confianza del propio creador o intérprete, hacen que tengan cierto sentido todas aquellas horas en el estudio, de estar con tus alegrías y frustraciones. Por otro lado, la gente, el público, puede conocer en poco tiempo la gran diversidad que tiene la danza. Y para las propias empresas o compañías es un trampolín, cuando pasas por un festival y tienes cierto reconocimiento, y más en España que se mira mucho el curriculum, eso se traduce después en una mayor presencia a todos los niveles.

 

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