Martin Parr (Epsom, Reino Unido, 1952) es un género en sí mismo. Más allá de lo kitsch, lo documental o lo costumbrista que pueda tener su fotografía. Su gran mérito ha sido desarrollar una obra tan diferente como coherente, que parece que aterriza en la epidermis y se introduce hasta el túetano. No cabe, tal vez, el término originalidad. Ahí estaba ya William Eggleston o, sin ir más lejos, la serie de La playa, de los años 70, de Carlos Pérez Siquier, admirada por Parr aunque no reconocida como influencia por no conocerla cuando comenzó. Tampoco le hace falta si se tiene en cuenta la reflexión que sobrevuela por sus imágenes, aquella de la imagen que devuelven los espejos.
Martin Parr. Parrathon es el título de la exposición que se puede ver en el Centre del Carme hasta el próximo 6 de junio. Una oportunidad irrechazable para entrar en el universo del fotógrafo británico. Comisariada por Nacha Soler y por el director del CCCC, José Luis Pérez Pont, recoge «más de 200 fotografías y 168 imágenes de su collage Common Sense, procedentes de la prestigiosa agencia Magnum Photos a la que pertenece». Son doce de sus series, realizadas entre 1975 y 2019, lo que supone un amplio recorrido por su trayectoria.
Para entender el trabajo de Parr hay que fijar la mirada en el instante en el que surge su trabajo. «Un momento en el que la fotografía tenía una vertiente más social», apunta Pérez Pont, frente (o junto) a la que él desarrolló, también, con una vocación social y crítica, «pero con análisis, ironía y sentido del humor. Empezó fijando su mirada en el contexto británico y la amplió a otros paises».
«Parrathon» es una de esas muestras a las que hay que volver porque siempre se escapa algo. En sus fotografías hay un interés visual, plástico, social, político y artístico que funcionan confluyendo, pero también de manera individual. Incluso quien decida quedarse en la superficie, en la anécdota, encontrará satisfacción.
Parr no tiene intención alguna de burlarse de la gente señalándola con su objetivo, el afecto flota en el ambiente. De hecho, «él es el primer sujeto irónico de su trabajo» (apunta Nacha Soler) como se puede ver en el arranque de la exposición con una serie de autorretratos. Con sus fotografías «cuenta historias» (de nuevo, Nacha Soler), en las que la frontera entre los espectadores y sus protagonistas son más finas de los que una observación altiva puede dar a entender. Parr puede que fotografíe a parejas supuestamente aburridas, clases bajas que quieren aparentar, turistas a los que parece no importarles el viaje en sí o millonarios ejerciendo como tales, pero lo que capta el alma de todas esas instantáneas es el reflejo de quienes las miramos entre la atracción, la diversión, la incredulidad y/o la incomodidad que provocan.
Las fotografías de Parr son coloristas (también las que son en blanco y negro) por convicción, el saturado no hace más que acentuar lo que se nos quiere contar. La vista se fija en las personas, pero los espacios tienen su importancia para el británico. Al final es el comportamiento (y no solo humano, aunque es su verdadera devoción) el que articula su discurso, el que fija y desarolla lo que nos cuenta. La gente es su verdadero motor. Sus primeras imágenes, siendo aún un quinceañero, las tomó en un fish and chips, según contó en una entrevista en El Mundo. Más de cincuenta años después sigue, afortunadamente, dándole vueltas a aquella idea. Afirma Nacha Soler que Parr «tiene una trayectoria lineal, siempre trata los mismos temas» y esta exposición así lo refrenda. Al tiempo que demuestra lo inagotables que son.