Fiona Songel (València, 1992) indaga en El arte de leer las calles (Barlin Libros) en Walter Benjamin y su mirada sobre la figura del flâneur, tal y como refleja el subtítulo del libro.
Lo hace recorriendo su París o su Berlín («parece poco lícito hablar del flâneur sin tener en cuenta el efecto que tiene sobre él la ciudad que habita, que dista mucho de ser el mismo en todos los casos»), recurriendo a otros teóricos y lugares, reflexionando desde la actualidad o ampliando su reflexión a la paseante femenina.
Fiona Songel es graduada en Filosofía por la Universidad de València y posee un máster en Pensamiento Filosófico Contemporáneo. Ha publicado artículos en revistas como Laocoonte y Zibaldone. Es traductora al castellano del libro A freewheelin’ time, de Suze Rotolo. Codirigió la revista literaria Dolora y regentó la librería La Primera hasta principios de 2022. En la actualidad trabaja en el sector editorial.
¿Cómo y cuándo surge tu interés por la figura del flâneur?
Empecé a leer a Benjamin en la universidad, en la facultad de Filosofía. Y con él aprendí sobre sus admirados flâneurs y empecé a leerles también. El romanticismo del concepto y el sosiego que transmitía la literatura que producían era un bálsamo para mi cerebro entre tanto sistema, tanto ser y tanta nada. En los años posteriores, me gustaba encontrar en novelas y películas esa mirada tan particular.
¿Cómo te planteaste la escritura, realizaste un esquema previo, tuviste la necesidad de acotarlo temáticamente para que no se te escapara de las manos tu mirada?
El libro, como reza su subtítulo, trata muy brevemente un tema muy concreto: aquello que dice Benjamin sobre el flâneur. Me parecía básico empezar con el concepto en sí, de forma muy acotada, y luego intentar presentar a los autores que el filósofo consideraba que encarnaban a esa figura. El punto de vista sociológico, que aborda la soledad en sociedad y el individualismo inherente a aquel que observa el comportamiento de la masa eran consecuencia lógica de la primera parte, así como el abordaje del tema de la “sospecha” que produce aquel que pretende ver sin ser visto. Al final del libro, aunque no tuviera que ver estrictamente con Benjamin, me permití el capricho de hablar de algunos ejemplos de la aplicación de esa mirada en la producción cultural más contemporánea. Y hablar de la flâneuse, la gran olvidada, era para mí una conclusión obligatoria.
En el libro explicas que se suele identificar al flâneur con el ocioso porque su paseo no sigue ningún tipo de plan, pero recomiendas «no confundir esta carencia con la falta de intención» y luego achacas esa confusión a la sociedad capitalista. Más adelante mencionas a Hessel y su figura del pasante «sospechoso». ¿En qué medida esta sociedad sobreproductiva e hiperconectada es «enemiga» de algo tan natural (y económico) como deambular por las calles de una ciudad?
La inacción no debe confundirse con la pereza, y menos en este caso. No puede uno crear algo si está ocupado haciendo otra cosa. Imagino que de ahí viene aquello de que los niños tienen que aburrirse para poder desarrollar la imaginación. La ociosidad del flâneur es un caldo de cultivo para el surgimiento de ideas. Es a su vez un plantarse frente a un sistema que te obliga a ocupar tu tiempo en algo productivo, y que no te permite ir de un punto a otro sin una intención clara. Está claro que no todo el mundo puede darse el lujo de no hacer nada. El flâneur, en su versión originaria, es un señor decimonónico burgués privilegiado que puede permitirse esa ociosidad, pero ese ya es otro tema.
Apuntas que las características principales del flâneur son su errancia (pero siempre, aunque sea mínima, y por las numerosas posibilidades que hay, hay cierta elección del camino a recorrer para después ya si errar por él), su falta de objetivos (pero hay una conciencia de que después eso se va a traducir en algo creativo, artístico, literario…) y, especialmente, su gusto por la multitud (aunque sea, por oposición, es un ejercicio muy individual).
A ese respecto hablo en el libro de una especie de “escritura automática”, casi por impulso. Me gusta pensar en Sebald cuando busco un ejemplo. Hay frases de Austerlitz que no sobrevivirían a una primera o segunda corrección de una novela que fuera a publicarse en la actualidad (no por su calidad, claro está), sino porque es prácticamente visual. Leer a Hessel, por ejemplo, es como estar paseando uno mismo por la ciudad que describe.
Lo de la multitud es interesante. Le interesa la multitud como objeto de estudio, lo que le permite distanciarse de ella estando en su interior. La multitud tiene una temporalidad. El flâneur otra.
«El flâneur debe salir solo y aprender a perderse».
Perderse no es tan fácil, y menos en la ciudad en la que se vive, os animo a hacer el ejercicio. El flâneur debe de algún modo reeducar la propia mirada, hacerla permeable como lo es la del niño que ve las cosas por primera vez. Aprender a perderse podría traducirse en este caso como aprender a mirar –y relacionarse con– la ciudad de un modo distinto.
«El ritmo actual de la vida de la urbe ha matado al flâneur, pero la reivindicación de los espacios por parte de la flâneuse constituye, hoy en día, una labor de resistencia».
La práctica de la flânerie supone para la mujer, como muchas otras por desgracia, la superación de bastantes más obstáculos que en el caso del hombre. En primer lugar porque el flâneur, llamémosle, “originario” la considera un elemento más de la ciudad, un objeto más de estudio. Y en segundo lugar, porque debe conquistar espacios que o bien no eran seguros, o bien estaban reservados a hombres.
Una ciudad, incluso hoy en día, no tiene por desgracia el mismo tamaño para una mujer que para un hombre, y reivindicar esa diferencia de espacios es la labor de resistencia a la que me refiero.
¿Qué panorama pinta hoy en día para el flâneur actual? ¿Podría interactuar con la tecnología de alguna manera que favoreciera este ejercicio?
Es una pregunta recurrente, y sinceramente, me gustaría innovar en mi respuesta. Se ha hablado, y se menciona en el libro, del ciberflâneur. Se puede considerar una flânerie a través de la pantalla, supongo. Pero yo sinceramente abogo por intentar mantener la esencia de la flânerie, y en caso de animarse a intentarlo, hacerlo disfrutando el paseo como lo que es, un oasis en un mundo hiperconectado, una lectura de la ciudad ajena a las pantallas.