James Ellroy (Los Ángeles, 1948) es alto, muuuuy alto. Camisa hawaiana, americana fina azul, pin de la bandera de Ucrania. Cojea de una pierna por una lesión de menisco que se hizo en el aereopuerto. Grita, ¡cabrones!, a los fotógrafos mientras posa para ellos, les gruñe como un perro endemoniado. Suelta en alto un «pincho puto», lanza una onomatopeya que podría ser la de un cuchillo atravesando un cuerpo. Pide a los periodistas que le van a entrevistar que se pongan la mascarilla. Saluda, indistintamente, con la mano, el puño o el codo. Y un «Hola» que suena de lo más profundo de sus entrañas.

Ellroy está en València inaugurando la décima edición de València Negra. El mes pasado se publicó en España su última novela, Pánico (Literatura Random House), en la que dinamita el Hollywood de James Dean, Montgomery Clift, Liz Taylor, Marlon Brando, Lana Turner, Gary Cooper, John Wayne, Rock Hudson,… Sexo sucio y oscuro, extorsión, polis corruptos, chantajes, prensa sensacionalista… mareas turbias que también alcanzan a reconocidos políticos y personas de la alta sociedad.

Personajes que existieron («Puedo hacer lo que quiero con los personajes porque ya están muertos») conviven con otros de ficción, historias inventadas con el acelerador a tope y una curiosa e involuntaria conexión entre Jack Kennedy y el Marqués de Leguineche berlanguiano a cuenta de una afición compartida por coleccionar vello púbico femenino de sus amantes.

Freddy Otash es el protagonista. Ex policía, detective privado, abastace a la revista amarillista Confidential de carnaza y cotilleos. Su máxima se resume en el arranque de un capítulo ya avanzada la narración. «Sí, lo hice. Sí, estaba mal. Sí, lo disfruté». Otash también existió en la vida real. «Era un asco de tío». Ellroy lo conoció entre 1989 y 1992. «El Otash real y el de ficción se fusionaron en mi imaginación hace tiempo, es como una simbiosis, una línea recta».

Pánico empieza así: «He pasado veintiocho años en este puto rincón del infierno. Ahora dicen que si rememoro mis malandanzas y las escribo, podré salir de aquí». ¿Escribe, también, James Ellroy, hoy en día, para salir de algún infierno? «No», contesta rotundo, «respuesta fácil» añade y ríe.

Las novelas de Ellroy son ficción, pero al mismo tiempo muy reales. Reales no significa lo mismo que creíbles. Va más alla. El escritor se vale de los recursos literarios necesarios para conseguirlo. «Vivo en la realidad, pero utilizo grandes dosis de imaginación para volver a concebir Los Ángeles y esta parte de su historia». Para conseguirlo recurre, sobre todo en esta última, a ambos lados, «utilizando tanto personajes de ficción como de la vida real».

Imaginad una bomba que hace saltar por los aires el Hollywood Sign, el famoso letrero situado en la colina de Monte Lee, en el Parque Griffith. Eso es Pánico, la novela. Hollywood es más, o al menos igual, protagonista que Otash del libro. Absternerse de su lectura, o hacerlo con chaleco antibalas, quienes tengan idealizada aquella época, aquel mundo. «Hollywood estaba lleno de mierda. Por mucho que hablen de ¡oh!, ¡oh!, ¡oh!, la gran factoría de los sueños de Hollywood, saben lo que había. Los actores eran pervertidos, drogadictos, corruptos… no es nada nuevo, no me lo he inventado yo». Con un sonoro zzzzz apuntilla que le aburre que alguien piense lo contrario. «Lo que intento con la novela es dirigirme a figuras culturales que creo que son insidiosas, que no tienen talento, que son gente perversa… como, por ejemplo, James Dean y Nicholas Ray que hicieron una película muy estúpida como Rebeldes sin causa«.

Las novelas de Ellroy a pesar de su extensión, son de lectura rápida y ágil. No es casual, no es suerte, no es un don, no es inspiración. Se llama trabajo. «Me preparo unos guiones enormes antes de ponerme a escribir. Para algunas de mis novelas hice guiones de cuatrocientas cincuenta páginas. Y los escribo a mano. Nunca he utilizado ordenador, no tengo teléfono móvil…Escribo con boli y papel cada mañana, corrijo sobre eso, así es perfecto. Me gusta darlo todo en cada libro. No me quedo nunca a medias con ninguna novela». El escritor estadounidense tiene, además, la virtud de bautizar a sus personajes con los mejores nombres que podrían tener. «Busco nombres chulos. Intento que sean poco comunes y únicos». Nombre y apellido siempre casan a la perfección («Gracias, mi mujer opina igual») y a partir de ahí el lector se cree lo que cuenten de ellos. Son una buena puerta de entrada al universo negro del autor angelino.

Ellroy se despide con el puño, da las gracias, se quita las gafas, se pellizca el puente nasal. Y mientras mira a todos los presentes, parece que vaya a decir la frase que cierra su última novela, tranquilidad que no es spoiler alguno, «Yo me marcho, socios».