«El propósito de la novela era hablar del mundo en el que vivimos», cuenta Alberto Torres Blandina (València, 1976) unas líneas más adelante sobre su libro Jávea, editado por Candaya. Para ello, nada mejor que ponerse el traje de neopreno y sumergirse en su propia experiencia. Sin, al menos aparentes, bombonas de oxígeno que le aseguren salir ileso.
El escritor valenciano prescinde de capítulos, apuesta por una narrativa torrencial, engarza y desarrolla tramas con la habilidad y el encanto de las historias orales, apuntala con ironía, humor y desencanto sus vivencias y las de los demás. Bucea por su adolescencia, por sus contradicciones (ideológicas y vitales) y las ajenas, por sus viajes, por sus experiencias, por su familia, por sus amigos… por su vida. Sin abandonar nunca el eje sobre el que gravitan las páginas, aunque eso suponga la humillación en algunos lances. Como afrima él mismo en esta entrevista, sin filtros.
En «Jávea» cuentas vivencias muy personales para hablar de temas tan universales como la muerte, el amor, el dinero, la alienación del trabajo, la felicidad… ¿Fue intencionado, surgió durante la escritura, son conclusiones a las que llega el lector pero son ajenas al escritor…?
El propósito de la novela era hablar del mundo en el que vivimos, la sociedad capitalista, y cómo configura nuestra personalidad y nuestro sistema de creencias: el amor, la felicidad, la muerte. El reto era contarlo en forma de novela, mostrar mediante historias extraídas de mis propias vivencias y las de mi familia, los mecanismos y resortes sociales: la falsa meritocracia, los microclasismos, la autoexplotación en nombre del “sueño americano”, los traumas familiares heredados o las enfermedades que genera el capitalismo: estrés, ansiedad, depresión…
¿Cómo llegas a la no ficción? ¿Por qué ahora? ¿Tus columnas de opinión han tenido algo que ver? ¿Por qué no ficción, pero con las herramientas de la ficción («Todo lo que he contado es cierto, pero no lo parece» escribes) ? ¿Por qué crees que hay últimamente cierto boom de contar el yo?
Hace unos años que empezó a cansarme el boom de la autoficción. Ese contarse a uno mismo con filtros embellecedores, sin mojarse. Mi apuesta era ser sincero hasta la humillación. No salir ileso de la escritura. Pensarme desde cierto determinismo social que, al mismo tiempo, ayudase al lector a pensarse a sí mismo. Quién es y de dónde viene. Obviamente es una novela y, como tal, la Verdad, si es que existe algo así, debe ser filtrada: selección de historias, simplificación, sesgo de mi mirada. Pero si obviamos esto, la honestidad es evidente: en algunas partes de la novela el narrador parece un verdadero imbécil. Y es que, en muchos momentos de mi vida, me he comportado como un verdadero imbécil. Yo y todos, aunque no nos guste admitirlo. Dejemos de fingir que somos perfectos. No filter.
En un mundo tan polarizado como el actual, con posiciones que parecen irrenconciliables, «Jávea» parece señalar que en realidad las formas de comportarse de la gente no son tan distintas más allá de la ideología, con cierta caricaturización hacia ciertas ínfulas de autenticidad o de orgullo. «¿Hay quién sea de verdad»? te preguntas en un momento del libro.
Hay un momento de la novela en que muestro mis prejuicios sobre los obreros de la fábrica donde trabajo. Me parecen simples, primarios, egoístas, competitivos, incapaces de pensar más allá del fútbol y Tele 5. Años después, me di cuenta de que, en primer lugar, al sistema le interesa que veamos a las clases trabajadoras como inferiores, con cierta animalización de sus instintos, como si se merecieran sus trabajos de mierda por ser ellos inferiores. Pensé en mi madre, en sus trabajos horribles. Y entendí que su destino cribando naranja en una cadena no tenía nada que ver con sus cualidades sino con la falta de oportunidades. Mi madre es inteligentísima, culta, sensible, empática pero no pudo estudiar como tantas hijas de familias obreras durante el franquismo. En segundo lugar, entendí que yo era también un tópico con mi ropa-estereotipo de intelectual alternativo rebelde, mis conversaciones sobre cine iraní o mi reciente interés por el vino. En general, todos somos un poco estereotipos. Cuando ya has comprendido esto empiezas a ser más generoso juzgando a los demás, asomándote tras las apariencias para ver a la persona y no solo la imagen tópica que nos pueda transmitir. En la vida hay pocos personajes planos. No nos creamos los únicos interesantes en un mundo de cartón-piedra, por favor, porque esa idea dice muy poco de nosotros.
En ese sentido, hay cierto equilibrio entre el resentimiento del protagonista hacia la vida más fácil que tienen las clases más acomodadas y cierta autohumillación hacia él cuando quiere hacer bandera de sus orígenes para justificar muchas cosas, todo ello sin caer en el panfleto político. ¿Fue fácil conseguir el resultado final?
Era difícil, en ocasiones, no caer en lo panfletario, pero no creo que existan las respuestas simples por lo que no creo en Verdades Absolutas de ningún tipo. Quería ser divulgativo, en ocasiones tal vez excesivamente explicativo para el gusto de los lectores más intelectuales, pero es que al igual que con mis artículos de opinión en Valencia Plaza no hablo a una élite intelectual. Si así fuera citaría a Nietzsche, Foucault o a Godard. Pero prefiero, conociendo las ideas de estos autores, convertir lo que pueden aportarnos en historias concretas que todos entiendan. El mundo intelectual siempre es muy referencial y deja fuera a los que no conocen las referencias. Utiliza un lenguaje de alguna manera clasista y suelo huir de él.
La ausencia de capítulos, el ritmo torrencial, la sucesión de historias que se intercalan, la ironía como balón de oxígeno… ¿qué relación crees que guardan con lo que se narra?
Quería hacer una novela que fuese como una sinfonía musical. Una suite con motivos que se repiten, variaciones de ciertas melodías, intensidades diferentes, momentos adagio y momentos andante. Una novela-torrente que fuese de un lugar a otro arrastrando al lector, sin perder nunca el impulso. Para ello tuve que alternar las partes más densas con las más divertidas, las más “ensayísticas” con las más noveladas, las más íntimas con las que cuentan viajes a países exóticos. Que la novela pasase por muchos lugares sin que el lector sintiera que se deshilacha, pues detrás de todas las historias están siempre las mismas preguntas, preocupaciones y símbolos que dan orden al aparente, y cuidadísimo, desorden.
Prácticamente en la última página del libro haces una reflexión sobre las novelas, «Cada vez estoy más convencido de que las novelas que parecen novelas son incapaces de llegar a ningún lugar interesante. Justamente por eso: porque parece saber con exactitud adónde van». ¿Cómo puede el escritor prevenirse de ello?
Hay diferentes tipos de artistas. A algunos les gusta escribir siempre sobre lo mismo. Ir, de alguna forma, puliendo o variando la misma novela. Aunque haya distintos personajes y escenarios, la misma una y otra vez. Yo soy todo lo contrario. Necesito sorprenderme a mí mismo en cada libro. Y para ello huyo de las fórmulas, los géneros o los estilos que ya he frecuentado. Mi impulso para escribir no es contar novelas, sino contar el mundo. En este caso quería escribir sobre el dinero y la felicidad. Una vez tengo el impulso, busco la mejor forma de hacerlo. Y a veces se parece a una novela más o menos ortodoxa y a veces no. Pero no me preocupa. Escribo por perplejidad. Para entenderme y entender lo que me rodea. Si después mi “investigación”, en mi caso con el lenguaje y la narrativa, sirve a los lectores que deciden hacer el viaje conmigo, pues perfecto. No se puede pedir más.
Hablemos del proceso previo a la escritura. ¿Cómo fue el proceso de documentación en todo en aquello relacionado con tu ámbito familiar? ¿Estableciste algún tipo de estructura narrativa dado lo peculiar de la misma?
Durante más de un año estuve leyendo muchos libros de sociología por un lado y conversando con mi madre por otro. Se venía a mi casa, tomábamos té y me contaba historias principalmente de mis abuelos.
Entre las lecturas y las conversaciones fui creando en mi cabeza la red estructural que debía sostener la novela, a la que fui añadiendo recuerdos, historias de conocidos y amigos, anécdotas históricas o lo que fuera que me sirviese para ir respondiendo, mientras la novela avanzaba, a las preguntas que me habían hecho comenzar a escribir.
Entendemos que no vives de la literatura como tal (es decir de la escritura de libros). El hecho de que al principio publicaras en editoriales grandes y ganaras premios no sé si te hizo albergar la esperanza de lograrlo. Una vez asumiste que no iba a ser así, ¿crees que afectó de alguna forma a tu manera de escribir?
Pocos escritores viven de la literatura. Si acaso, algunos viven, la mayoría malvive, de las oportunidades que da el hecho de publicar novelas para hacer talleres, artículos, charlas… Como bien cuenta el libro, los que tienen un piso heredado o un colchón familiar pueden arriesgarse. Pagando un alquiler o una hipoteca es más difícil ser “emprendedor” y fallar cada vez mejor, como dicen esos gurús neoliberales que probablemente veraneaban en la piscina familiar. El que no tiene colchón, si falla se va a la puta miseria y ya no tiene la posibilidad de fallar mejor. Él y tal vez su familia. Yo decidí ser mi propio “mecenas” (risas) . Soy profesor de literatura en un instituto y eso me permite no tener problemas de dinero y escribir las novelas en las que realmente creo. No quiero tener que pensar en si venderé o no venderé, en si conectará con los lectores o no. Quiero pensar solamente en lo que deseo escribir, guste más o menos. Es verdad que mis dos primeras novelas me dieron bastante dinero. Hubo premios, traducción a cinco idiomas, audiolibros… pero eso no es lo normal. Me planteé dejármelo todo y dedicarme solo a escribir pero soy mucho menos engreído de lo que mis enemigos creen y con acierto me dije: Alberto, probablemente ha sido un golpe de suerte, no te flipes… Así que sigo pluriempleado: por las mañanas soy profesor de lengua y literatura. Por las tardes escribo novelas.